2. Unas locuciones divinas

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Corría el mes de febrero de 1962. El Padre, en tertulia con los del Colegio Romano, les decía: Rezad, que las cosas van adelante. Si sale, os lo diré; si no, os diré que no ha salido |# 46|. No se mostraba más explícito; pero, en diálogo con el Señor, le instaba para que dejase ver un poquito su omnipotencia y su misericordia, resolviendo la intención especial, dando la configuración jurídica definitiva al Opus Dei. A veces, cuando dirigía la meditación a los del Consejo General, miraba al Sagrario y decía: ¡Señor, lúcete! ¡Haz una de las tuyas! ¡Que se vea que eres Tú! |# 47|. En sentido estricto no pedía un milagro, pero sí una de esas sorpresas que, para gloria de Dios, dejase a todos boquiabiertos.

Eran los días en que había solicitado de la Santa Sede, por insistencia del Cardenal Ciriaci, la erección del Opus Dei en Prelatura nullius, porque de hecho la Obra no era ya un Instituto Secular. Como queda visto, la solicitud no fue acogida. El Fundador aceptó humildemente, con desilusión, la respuesta negativa de la Santa Sede, aunque no le cogió por sorpresa. Cumpliendo lo prometido, dio a conocer a sus hijos el fallido intento y, al mismo tiempo, les incitó a no perder jamás el punto de mira sobrenatural en todas las cosas, y a continuar rezando por la intención especial, "dando la lata" a Dios Nuestro Señor constantemente, con perseverancia, sin tregua ni pausa:

Dios, que es dador de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria por Jesucristo, después de que hayamos padecido un poco, Él mismo nos perfeccionará, nos fortificará y nos consolidará (1 Pt 5, 10). Por eso, a cada uno de vosotros os digo: clama, ne cesses, quasi tuba exalta vocem tuam (Is. 58, 1); grita, no te canses de hacer oración, levanta tu voz, que suene como una trompeta |# 48|.

El eco de ese clamor iba, frecuentemente, acompañado de lágrimas. Como Fundador, y como Padre, a él correspondía cuidar la salud espiritual de sus hijos, abriéndoles los ojos a lo que estaba sucediendo |# 49|. Debían, pues, mantenerse fuertes en la fe, firmes en la doctrina, fieles al Magisterio de la Iglesia. Y así les exhortaba: En el Opus Dei, os lo he repetido incansablemente, procuramos siempre y en todo sentire cum Ecclesia, sentir con la Iglesia de Cristo, Madre nuestra |# 50|.

* * *

La vida del Padre se había convertido en holocausto silencioso. Dios le hacía participar, muy de cerca, en la Cruz de su Hijo. Este sentirse atraído a la labor redentora lo consideraba invitación amorosa y paternal, un honor y una caricia, detrás de la cual veía un claro propósito, que aceptaba y bendecía con espíritu de desagravio: a mis setenta años —confesaba—, con tanto palo como he recibido, lo veo todo como purificación, porque soy un miserable |# 51|.

En este sentido habría que preguntarse si es obligado distinguir etapas en la vida del Fundador, porque su existencia no fue otra cosa que una continua purificación. Desde niño se vio sometido al dolor, a la presencia de la muerte y a los reveses económicos de la familia; y después, a lo largo de los años, a infinitas dificultades, a multitud de humillaciones, a contradicciones severas, a la persecución y a toda clase de sufrimientos. En breve, se encontró el curso de su vida sembrado de impedimentos humanamente insuperables. Nunca se quejó; y resulta verdaderamente asombrosa su capacidad de soportar tanto agobio con serenidad y alegría. ¿Qué resorte interior le mantenía en pie, sin dejarse acogotar por la desgracia, sin ceder nunca ante la adversidad ni amilanarse ante los riesgos? La energía sobrenatural le venía, sin duda, de su considerar la filiación divina. El amor había triunfado plenamente sobre el dolor, porque aun aquello que puede parecernos malo, explicaba a sus hijos, lo envía Dios para nuestro bien:

No olvidéis, que si el Señor nos manda una alegría, es porque nos quiere; y, si nos manda alguna pena, es para probar que le queremos |# 52|.

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Ocho años hacía de la solemne inauguración del Concilio Vaticano II. Ocho años transcurridos desde que escribió a sus hijos en 1962, pidiéndoles oración por la Iglesia y por la Obra, sin pausa ni descanso. Pues bien, el 8 de mayo de 1970, una semana antes de partir en peregrinación para México, oyó claramente en su alma la voz del Señor: Si Deus nobiscum, quis contra nos? |# 53|. En medio de su congoja, esta locución le trajo sosiego, y también seguridad en la fortaleza divina, porque el brazo de Dios es invencible. No pierde batallas ni deja de acudir en apoyo de sus hijos.

A la vuelta de México pasó el Padre unas semanas en Premeno, al norte de Italia, junto al lago Mayor, descansando y trabajando. La mañana del 6 de agosto de 1970 don Javier Echevarría fue a ayudar a misa al Padre, como de costumbre, y se lo encontró frente al altar, recogido en oración. Todavía resonaban en su alma unas palabras de consuelo, por las que Dios le daba a entender cuán grato le era el clamor incesante por la Iglesia y por la Obra, y cómo lo tenía presente |# 54|. Años después lo contaba en una tertulia, eliminando todo protagonismo:

Pues había un alma que estaba pasando una temporada de mucho sufrimiento —no es ningún alma santa, es un alma como la vuestra, que tiene altos y bajos, que ha de ponerse lañas, lañas grandes—, y cuando no lo esperaba, mientras rezaba mucho por una cosa que todavía no ha sucedido, oyó en lo íntimo del corazón: clama, ne cesses! A esa alma no le gusta oír nada: sufre. Pero escuchó: sigue rezando, con clamor, con fortaleza; no dejes de rezar, que te escucho. Clama, ne cesses! |# 55|.

Raramente comunicaba el Padre estos sucesos sobrenaturales. Tampoco sacaba a la luz pública episodios de esta índole, salvo si lo consideraba necesario para bien de la Obra y de sus hijos. De manera que, como es lógico, poco sabemos de las muchas gracias extraordinarias que recibió; pero sí algunas de ellas, como lo sucedido el 23 de agosto de 1971. Pasaba unos días en Caglio, un pueblecito cercano a Como, en el norte de Italia. Esa mañana, después de celebrar misa y dar gracias, estaba leyendo el periódico cuando sintió que, con gran nitidez y fuerza irresistible, se imprimía en su alma una locución divina: Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut misericordiam consequamur |# 56|. Vayamos confiadamente al trono de la gloria para obtener misericordia.

A las locuciones de 1970, que tanto le ayudaron en su perseverante oración por la Iglesia, siguió pronto un "descubrimiento": la acción, la efusión del Espíritu Santo en la Misa. Con ello se ensanchó la visión apostólica del Padre para contemplar cómo, por bondad divina, se había dado el florecer del Opus Dei en almas de toda raza, lengua y nación |# 57|. No era amigo de proponer devociones particulares, pero sintió la necesidad de que toda la familia del Opus Dei hiciese juntamente una Consagración. Ofrecería la Obra al Espíritu Santo para que siempre fuese instrumento fiel al servicio de la Iglesia |# 58|.

El día de Pentecostés, 30 de mayo de 1971, a las doce y media de la mañana, hizo la Consagración al Espíritu Santo en el oratorio del Consejo General. Detrás del altar, una gran vidriera iluminada reproducía la escena de la Pentecostés. Durante la ceremonia leyó don Álvaro el texto de la Consagración |# 59|. Se imploraban los dones del Espíritu Santo, para que los derramase entre sus fieles, uno a uno: el don de entendimiento; el don de sabiduría; el don de ciencia; y el de consejo; y el de temor; y el de fortaleza, «que nos haga firmes en la fe, constantes en la lucha y fielmente perseverantes en la Obra de Dios». Y, finalmente, el don de piedad, «que nos dé el sentido de nuestra filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres» |# 60|.

No faltaba la petición por el Pueblo de Dios y sus pastores, cuya situación era causa de tantas lágrimas:

«Te rogamos que asistas siempre a tu Iglesia, y en particular al Romano Pontífice para que nos guíe con su palabra y con su ejemplo, y para que alcance la vida eterna junto con el rebaño que le ha sido confiado; que nunca falten los buenos pastores y que, sirviéndote todos los fieles con santidad de vida y entereza en la fe, lleguemos a la gloria del cielo» |# 61|.

Aquellas lágrimas de dolor de amor trajeron consigo una lluvia de gracias. El clama, ne cesses! despertó en el alma del Padre un nuevo espíritu de vigilia, que le mantenía atento, siempre pendiente de Dios. Cada locución divina era un paso adelante, un peldaño en la escalada, un juego silencioso entre Dios y el alma. Las palabras estampadas en su espíritu, a fuego, indelebles, abrían cauces insospechados de amor.

Bajo el impulso del Espíritu Santo buscó refugio en el Corazón Sacratísimo de Jesús, tabernáculo de la misericordia divina. Cuando a primeros de septiembre de 1971 regresó de Caglio, aconsejó a sus hijos recitar con frecuencia una jaculatoria: Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem! |# 62|. Así, por parcelas, fragmentariamente, el Padre iba descubriendo a sus hijos algo de la acción del Espíritu Santo en su alma. De ello tomaban éstos nota puntual, después de las meditaciones o de las tertulias en que salía a relucir alguna nueva incidencia espiritual. En octubre de 1971, por ejemplo, les hablaba del acto de abandono que había compuesto:

Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno |# 63|.

Y, a continuación, pensativamente les comentaba: Para llegar a este acto de abandono, hay que dejarse el pellejo.

Las locuciones divinas impulsaban al Padre al desasimiento. A poco del clama, ne cesses! decía con sencillez a sus hijos: yo estoy siempre pendiente de Dios; estoy más fuera de la tierra que en la tierra |# 64|. Estas locuciones reconducían su vida interior, metiéndola por cauces nuevos de Amor, hacia los sentimientos misericordiosos del Corazón de Jesús. Pero el Padre se lamentaba, no obstante, de que su correspondencia a la gracia fuese insatisfactoria: En cualquier profesión —exclamaba con desconsuelo—, después de tantos años, sería ya un maestro. En el amor de Dios soy siempre un aprendiz |# 65|.

Eran las locuciones breves toques de la gracia, que avivaban su alma y le sostenían en la lucha constante contra el desconsuelo. Eran escuetas pinceladas del artista divino, que provocaban respuestas heroicas en el Fundador. Por entonces poseía ya el Padre más que suficiente experiencia para apreciar ese "algo" inconfundible que tienen las palabras de Dios. En su caso particular, describía la nota característica y distintiva de las locuciones diciendo que ese "algo" era breve, concreto, sin oír por el oído... y sin buscarlo |# 66|.

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No es infrecuente entre los hombres pensar que pueden prescindir de Dios, que nada les impide darle la espalda y vivir por su cuenta. Se engañan —comentaba el Fundador—. Aunque no lo sepan, yacen como el paralítico de la piscina probática: incapaces de moverse hacia las aguas que salvan, hacia la doctrina que pone alegría en el alma |# 67|. No se percataban de que llevan en su alma un vacío de tristeza y desamparo espiritual. Cristianos hay también que con saberse dentro de la Iglesia se dan por muy satisfechos. Ciertamente, estar en la Iglesia es ya mucho: pero no basta. Debemos ser Iglesia, porque nuestra Madre nunca ha de resultarnos extraña, exterior, ajena a nuestros más hondos pensamientos |# 68|.

Indudablemente, quienes así piensan y se comportan no han penetrado en la realidad sobrenatural de la Iglesia, en su misterio. Tal vez no ven más que una estructura humana y no una institución de origen divino, sin percibir una unidad indivisible entre el Pueblo de Dios y su Cabeza, que es Cristo, Esposo y santificador de su Cuerpo místico. Quizás olviden la debilidad de la condición humana, la existencia en su seno de personas con defectos y miserias, y el que la Iglesia está también gobernada por hombres, si bien asistidos por el Espíritu Santo. Acaso sólo consideren las cosas de modo terreno, de tejas abajo, superficialmente, sin remontarse al misterio santificador de la Iglesia, que —como canta el Fundador— penetra hasta la vida eterna, para la salvación de los hombres:

¡Santa, Santa, Santa! Nos atrevemos a cantar a la Iglesia, evocando el himno en honor de la Trinidad Beatísima. Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía, porque te fundó el Hijo de Dios, Santo; eres Santa, porque así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma de los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre que habitarán en la Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna |# 69|.

Frente a la mezquindad propia de todo hombre resplandece la grandeza misericordiosa de la Iglesia, que, después de admitirnos en su seno por el bautismo, nos santifica con cuidados maternales. Su grandeza resalta en el poder sacerdotal que procede de Cristo; y la mediación salvadora entre Dios y los hombres, en la Iglesia se perpetúa.

Vivía el Padre en la contemplación del misterio inefable de la Iglesia. Sufría al ver cómo algunos cristianos desgarraban neciamente su unidad. Amaba a la Iglesia con locura, porque era la razón de su vida y la razón de la existencia del Opus Dei. Pues, ¿para qué quería el Opus Dei si no fuera para servir a la Iglesia? De haber vivido en tiempos de persecución y verse obligado a testimoniar con el martirio la fidelidad a la Iglesia, hubiera sido un hombre feliz |# 70|. Amaba a la Iglesia con todas sus fuerzas. Así lo confesaba frecuentemente a sus hijos:

Hijos míos, ¡el bien de la Iglesia por encima de todo!; la fe de la Iglesia hay que defenderla continua y constantemente con la propia vida, en todas las circunstancias |# 71|.

Sufría el Padre en su alma las desgarraduras de la Iglesia, como si estuvieran arrancando a viva fuerza los sillares de una catedral. Ganas le entraban de besar amorosamente esos bloques de piedra y volverlos a colocar en su sitio |# 72|. Para el Padre se trataba, realmente, de una cuestión de amor |# 73|. La Iglesia, herida y maltratada, pedía de sus hijos fidelidad. Necesitaba de ellos; y el mejor medio de reparar consistía en amar más y mejor. Como primera providencia, el Fundador ofreció su vida por la Iglesia y por el Papa y continuó ofreciéndola a diario |# 74|. Así le llegó la mañana del 26 de junio de 1975. Ya había pedido en la misa por la Iglesia y por el Papa; ya había renovado horas antes de morir el ofrecimiento de su vida, y mil vidas que tuviera |# 75|. De ello hay varios testimonios.

* * *

¿Qué hacer?, se preguntó mil veces el Padre. ¿Qué remedio aplicar a tanta rebeldía y desprecio como se había levantado contra la Iglesia? ¿Cómo contener una avalancha que amenazaba arrasar creencias, costumbres y devociones milenarias?

Veía muy claramente que la Iglesia necesitaba del empeño de todos los cristianos. Así, el Domingo de Ramos de 1971 predicaba una homilía, animando a los fieles a ser más leales a la doctrina de Cristo. Todos estaban obligados a ello. Nadie podía considerarse exento.

Predicaba el Padre una "guerra de paz":

Esa fuerza —decía— que no se manifiesta en violencia contra los demás: es fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es contrario |# 76|.

Predicaba el Padre la batalla interior contra el egoísmo, la sensualidad y la soberbia. Porque quien no pelea, siempre, estará expuesto a todo género de esclavitud: del poder o del dinero, de la vanidad o de la carne. El único modo de atraer el rostro misericordioso del Señor era la oración, el esfuerzo por estar más cerca de Él. En los momentos críticos de la historia de la humanidad no cabía otra solución que la súplica de los fieles arrepentidos y la intercesión de los santos por los pecadores. Nunca más cierto aquel grito de advertencia que el Fundador lanzó en Camino:

Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos |# 77|.

Y con ello volvía al punto de partida, al tema inicial de su incesante predicación: la llamada universal a la santidad.

Como Pastor de la Obra, al Padre correspondía guiar espiritualmente a esta porción del Pueblo de Dios. Primeramente con el ejemplo. Su piedad era una lección espléndida de fe para quienes con él convivían. De manera muy particular el amor vivísimo que emanaba de sus actos, gestos y palabras hacia Jesús Sacramentado en las visitas al oratorio, al celebrar misa, en las procesiones eucarísticas o en otras ceremonias litúrgicas |# 78|.

Después, pastoreaba las almas, vigilante en cuestiones doctrinales, de modo que llegaran a los fieles del Opus Dei, y a quienes se acercaban a los apostolados de la Obra, criterios con garantía acerca de la orientación de los libros que iban apareciendo en el mercado, el sentido de las nuevas publicaciones o las tendencias de sus autores. Veló, en fin, celosamente por el cumplimiento de las normas de piedad, la administración de los sacramentos, el cuidado en el culto y la intensa labor pastoral de los sacerdotes de la Obra, tomando toda clase de medidas extraordinarias para facilitar la fidelidad de sus hijos.

Ante el peligro que corrían las almas, el Padre cargó sobre sí la responsabilidad de mantener a salvo a los fieles del Opus Dei. Y adoptó una actitud positiva. Armado de la seguridad que da la fe, se propuso el avance y no la retirada. Era preciso purificar el mundo. Como hechura de Dios, el mundo no era malo; pero lo estaban haciendo malo los hombres. No ignoraba que el devolverlo limpio a Dios requería una gigantesca operación de limpieza, en todos los sectores y durante muchísimos años. Por tanto, el cristiano, olvidando dulces nostalgias del pasado, tendría que ir contra corriente y pelear en medio del mundo para no contaminarse.

Solía el Padre hablar de barcas y redes: de la barca de Pedro, de las redes de Cristo y de la misión de los doce Apóstoles, a quienes el Señor había hecho "pescadores de hombres". Al dirigir una meditación, conversando en tertulia con sus hijas o con sus hijos, les refería alguna que otra parábola ecológica. Comenzaban en esos años a alzarse voces en defensa de la naturaleza, voces de protesta contra el peligro de extinción de algunas especies animales o vegetales, la contaminación atmosférica o la impureza de las aguas. Las mujeres y los hombres del Opus Dei estaban inmersos en la faena apostólica de pescar almas, de prestarles servicio. A ellos aplicaba la parábola ecológica:

Pues, puede suceder que alguno de esos peces, de esos hombres, viendo lo que está sucediendo en todo el mundo y dentro de la Iglesia de Dios, ante ese mar que parece cubierto de inmundicia, y ante esos ríos que están llenos como de babas repugnantes, donde no encuentran alimento ni oxígeno, si esos peces pensaran —y estamos hablando de unos peces que piensan, porque tienen alma—, podría venirles a la cabeza la decisión de decir: basta, yo doy un salto, y ¡fuera! No vale la pena vivir así. Me voy a refugiar a la orilla, y allí daré unas boqueadas, y respiraré un poquito de oxígeno. ¡Basta!

No, hijos míos; nosotros tenemos que seguir en medio de este mundo podrido; en medio de este mar de aguas turbias; en medio de esos ríos que pasan por las grandes ciudades y por los villorrios, y que no tienen en sus aguas la virtud de fortalecer el cuerpo, de apagar la sed, porque envenenan. Hijos míos, en medio de la calle, en medio del mundo hemos de estar siempre, tratando de crear a nuestro alrededor un remanso de aguas limpias, para que vengan otros peces, y entre todos vayamos ampliando el remanso, purificando el río, devolviendo su calidad a las aguas del mar.

No admitáis nunca ningún desaliento. ¡Ánimo! A nadar contra la corriente. ¿Cómo? Con una invocación a la Virgen, al Corazón Materno y Purísimo de Santa María: Sancta Maria, refugium nostrum et virtus!, eres nuestro refugio y nuestra fortaleza. Estad tranquilos. No queramos salir del mundo. No queramos acortar los días, aunque se nos hagan muy largos; aunque veamos que quienes pueden no purifican las aguas, sino que contribuyen a contaminar los ríos, a soltar substancias nocivas en medio de los mares más grandes, que no se pueden liberar de todo ese mal [...].

Esto es, hijos, lo que en nombre vuestro y mío le pido al Señor muchas veces. Que este mundo que Él ha hecho, y que los hombres estamos envileciendo, vuelva a ser como cuando salió de sus manos: hermoso, sin corrupción, una antesala del Paraíso |# 79|.