1. "Me duele la Iglesia"

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Al acabar la novena a la Virgen de Guadalupe había ya desaparecido del rostro del Padre toda huella de la tensión espiritual que la semana antes le hizo permanecer, horas y horas, hincado de rodillas y con los ojos clavados en la imagen milagrosa. Había vaciado la pena que le henchía; y su semblante, sereno y sonriente, reflejaba, al despedirse, la paz de su espíritu:

Ya no te pido más, Madre, he dejado en tus manos todo lo que me embargaba el alma, el corazón, la cabeza, todo mi ser. Estoy seguro que me has escuchado, y me voy de aquí satisfecho y tranquilo |# 1|.

Desde la terminación de la primera parte del Congreso General Especial, Extraordinario, toda la Obra rezaba al unísono, con una sola voz, mientras el Padre, en la Navidad de 1969, exhortaba insistentemente a todos sus hijos para que se unieran a sus intenciones |# 2|. Así, apoyándose unos en otros, arropados con la misma esperanza, nadie perdería la seguridad de alcanzar, gracias a la oración perseverante, lo que el Padre pedía. Se cumpliría, a no dudarlo, lo que el Señor metió en su alma, muchos años atrás, en los comienzos de la Obra, precisamente el 12 de diciembre de 1931, fiesta de la Virgen de Guadalupe, según las palabras del salmo: «A través de los montes, las aguas pasarán». No había olvidado el Fundador tal promesa, ya que ese mismo mes escribía a uno de sus hijos: se logrará lo que esperamos —inter medium montium pertransibunt aquae!—, con la gracia de Dios y el poder suplicante de María Santísima |# 3|.

En mayo de 1970, durante su estancia en México, le llegaron las fotos de un Cristo que había encargado a un escultor romano. Dio el Padre su visto bueno al modelo de yeso; y al año siguiente estaba listo el encargo. Tratábase de un Cristo de tamaño natural, en bronce dorado. Un Cristo aún vivo, clavado en la Cruz y coronado de espinas. Tenía los ojos abiertos, mirando amorosamente el mundo. Lo había mandado hacer en vista del futuro cumplimiento de la "gran intención": la "intención especial", la configuración jurídica definitiva del Opus Dei. La imagen, según pensaba entonces el Padre, iría a la ermita de la Santa Cruz, en vías de construcción en la nueva sede del Colegio Romano, uno de los posible asientos de la futura iglesia prelaticia del Opus Dei |# 4|. El hecho es que el Padre veía anticipadamente, con los ojos de la fe, realizada la Prelatura personal. También veía las dolorosas circunstancias que atravesaba el Pueblo de Dios; y, movido por la mirada redentora de Cristo sobre lo alto de su Cruz, ofreció en amoroso sacrificio la renuncia a entrar en la tierra prometida; esto es, el ver cumplida en vida su última intención fundacional. Como decía a sus hijos en una meditación:

Han pasado cuarenta y cuatro años desde los comienzos, y todavía seguimos caminando por el desierto: más años que aquella larga peregrinación del Pueblo escogido por el Sinaí. Pero en este desierto nuestro han brotado las flores y los frutos, de maravilla; tanto que es todo oasis frondoso, aunque esto parezca una contradicción |# 5|.

En compensación, tenía el gozo íntimo de saber que la cuestión institucional, si no jurídicamente resuelta, quedaba, al menos, debidamente enfocada. De manera que este problema pasó a ocupar un segundo lugar en medio de las grandes preocupaciones que le consumían |# 6|.

Una mañana de 1970, don Javier Echevarría le notó desasosegado, con muestras de inquietud, como quien ha tenido un serio disgusto. Iba a celebrar misa y, antes de entrar en el oratorio, suspiró con fuerza, arrojando de su pecho la carga que le abrumaba:

— ¡Dios mío!

— «¿Le pasa algo, Padre?», preguntó don Javier.

— Me pasa..., que me duele la Iglesia |# 7|.

En diversas ocasiones se había lamentado en público el Santo Padre de la triste situación de la Iglesia, consecuencia, en parte, de «una falsa y abusiva interpretación del Concilio». Esa «falsa y abusiva interpretación del Concilio» significaba «una ruptura con la tradición, también doctrinal, llegando a repudiar a la Iglesia preconciliar y a permitirse concebir una Iglesia nueva, casi reinventada desde dentro en su constitución, en el dogma, en sus costumbres y en el derecho» |# 8|. Repetidas veces había denunciado Pablo VI la «falta de confianza» de un buen número de cristianos respecto a la Iglesia. Entre ellos, por desgracia, no faltaban sacerdotes y religiosos; frecuentemente su animadversión iba acompañada de agresividad y, en otros casos, de desilusión. Denunciaba el Papa los brotes de criticismo negativo que aparecían por todas partes, la fascinante atracción ejercida por la violencia, la inquietud que azotaba las conciencias, la tendencia al mimetismo de sociologías ateas, y la seducción de la ideología marxista, cargada de incitaciones anticristianas, tales como el odio, la subversión y la lucha de clases. «Es imposible —resumía Pablo VI— no darse cuenta de los graves y peligrosos efectos que esto acarrea a la Iglesia: confusión y sufrimiento en las conciencias, empobrecimiento del espíritu religioso, dolorosas defecciones entre las personas consagradas a Dios, daño a la fidelidad e indisolubilidad matrimonial, debilitación del movimiento ecuménico e insuficiencia moral para contener la irrupción del hedonismo» |# 9|.

Las malas noticias, que nunca faltaban, le llegaban al Padre como arriban a la orilla del mar los tristes restos de un naufragio. De algunos desastres tenía noticia por la prensa. Hacia 1970 supo por los periódicos de dos robos sacrílegos, uno tras otro. Habían descerrajado los sagrarios, esparciendo por el suelo las sagradas Formas antes de llevarse los copones |# 10|.

Por desgracia, muchas de las incontables heridas infligidas al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, venían, no de mano de extraños, sino de algunos que deberían protegerla |# 11|. No pocas estructuras eclesiásticas se desquiciaban, a ojos vistas, y, en algún que otro sector del clero, cundió la duda sobre la "identidad" del sacerdote y su función ministerial. Los ultrajes cometidos, al celebrar la Santa Misa, impedían en algunas ocasiones que llegasen a los fieles los beneficios del infinito tesoro que es el sacrificio eucarístico. Un día refirieron al Fundador lo ocurrido en una iglesia en Alemania, adonde había ido a oír misa un miembro de la Obra, que salió del templo sin acercarse a recibir la comunión. Estaba convencido de no haber participado en el Santo Sacrificio. El sacerdote, en lugar de decir las palabras rituales de la Consagración, había dicho: «Ésta es mi comunidad con Cristo» |# 12|.

Los objetos litúrgicos, imágenes y confesonarios se apilaban en las sacristías o en el trastero de las iglesias; y a veces se relegaba el tabernáculo al último rincón del templo. A efectos de piedad religiosa se consideraba todo ello antiguallas sobrantes; y lo que tenía valor artístico se malvendía. Así las cosas, cierto día llegó a Roma una talla de la Virgen regalada al Padre. Era una bella escultura de tamaño natural, de madera y algo deteriorada. Junto con la alegría de verla rescatada para el culto, el Padre no pudo contener su dolor pensando que había sido arrancada a la piedad de los fieles y pasado por manos de mercachifles. Mirándola, exclamó con voz dolorida: ¡Madre, de dónde te habrán echado! |# 13|. Y, en desagravio, mandó que no faltasen a sus pies unas flores frescas hasta que se hallase completamente restaurada |# 14|.

Del mismo modo que se desmantelaban las iglesias, se entraba despiadadamente a saco en el dogma y se rechazaba la obediencia y sumisión debidas a la autoridad eclesiástica legítimamente establecida |# 15|. Fueron incontables las defecciones en las comunidades religiosas, hasta el punto que algunos conventos quedaron en sus cuatro paredes. Se vaciaron no pocos seminarios, abandonándose los estudios teológicos. En fin, en muchos lugares se replanteó agriamente el régimen de clausura. Mientras tanto, por aquellos años de 1969 y 1970, el Padre buscaba, por intercesión de Nuestra Señora, el bien de la Iglesia, aparentemente medio arruinada, yendo como peregrino de santuario en santuario.

Con su felicitación de Año Nuevo 1969 escribía a sus hijos de España:

Un año nuevo, en el que hemos de pedir todos a una que el Señor, por intercesión de su Santísima Madre, devuelva la unidad y la autoridad a esta Iglesia de Dios, que a los ojos del mundo entero aparece semidestruida. Pero, no: porque es el Espíritu Paráclito quien la gobierna |# 16|.

Reafirmando su fidelidad a la Iglesia, el Padre abría de par en par el corazón a sus hijos y a quienes podían entenderle:

Muchísimo me ha alegrado—escribe al Cardenal Dell’Acqua— el ver, una vez más, que Dios le ha concedido la gracia de entender a fondo nuestro espíritu; y, como puntos esenciales de él, el amor y lealtad constante hacia la Santa Iglesia y el Papa, y el ansia apostólica de llevar a Cristo todas las almas. Esta afectuosa comprensión suya nos ha sido y nos es de gran estímulo y consuelo para amar cada día más a nuestra Madre la Iglesia y al Vicario de Cristo en la tierra |# 17|.

* * *

El Fundador se percataba, con singular lucidez, de la terrible crisis que sufría el pueblo de la Iglesia |# 18|. Es natural, pues, que ello le causara una indecible preocupación. No todos los cristianos, sin embargo, participaban de esa angustia. No todos, acaso, se daban cuenta de la grave situación por la que atravesaba la Iglesia ni se sentían injertados en Ella, ni la consideraban Madre, ni compartían sus penas, como los buenos hijos.

Frente a la indiferencia, la frialdad o el odio, el Fundador proclamaba desde joven este amor limpio: ¡Que alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia Santa! |# 19|.

Frente a la cobardía, la rebelión o la deslealtad, profesaba una lealtad firme y heroica, como también había escrito en Camino tiempo atrás: Ese grito —"serviam!"— es voluntad de "servir" fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios |# 20|. ¿No sería acaso que, antes de irse a pique la fe de buena parte de aquellos cristianos, había fracasado ya en ellos la lealtad a la causa de la Iglesia? Porque la virtud humana de la fidelidad es, en cierto modo, según la enseñanza del Fundador, inseparable de la virtud sobrenatural de la fe.

Desde un primer momento había advertido, en efecto, la necesidad de desarrollar conjuntamente las virtudes humanas y las sobrenaturales. Práctica que don Josemaría consideraba de extraordinaria importancia en cuanto a la formación integral que procuraba dar a las almas en el Opus Dei, como bien insistía a sus hijas:

Hijas: inculcad en los corazones y en las cabezas de todas, un espíritu de lealtad —que es fina caridad de Cristo— que casi es desconocido entre los hombres, aun entre aquellos que se llaman cristianos |# 21|.

En torno a estas ideas, y en defensa de la doctrina, pronunció en 1972 una homilía titulada Lealtad a la Iglesia. ¿Quiénes componen la Iglesia?, se preguntaba:

Gens sancta, pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos [...].

Cuando el Señor permita que la flaqueza humana aparezca, nuestra reacción ha de ser la misma que si viéramos a nuestra madre enferma o tratada con desafecto: amarla más, darle más manifestaciones externas e interiores de cariño.

Si amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear, como culpa de la Madre, las miserias de algunos de los hijos. La Iglesia, Esposa de Cristo, no tiene por qué entonar ningún mea culpa. Nosotros sí: mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa! [...].

Nuestra Madre es Santa, porque ha nacido pura y continuará sin mácula por la eternidad. Si en ocasiones no sabemos descubrir su rostro hermoso, limpiémonos nosotros los ojos |# 22|.

El sufrimiento fue en la vida del Padre colirio de purificación. De tal modo había clarificado su visión interior que tenía constantemente presentes, al desnudo y en detalle, las terribles consecuencias acarreadas por la desarticulación de la fe en el mundo contemporáneo. Ahora el futuro de la Historia se le representaba como un libro abierto, en el cual podía leerse el funesto derrotero hacia el que derivaría la humanidad, si se desvirtuaban las realidades sobrenaturales; y allá, al fondo de sus páginas, se abría un negro abismo por donde despeñarse las almas. El sufrimiento había preparado al Fundador para tales clarividencias, como resultado de un intensísimo amor a Cristo y a su Iglesia. Esto le hacía sentirse responsable de la misión de la Iglesia. Y no se explicaba que, ante la magna empresa de la Redención, los cristianos permaneciesen en actitud pasiva, con los brazos caídos, indiferentes al hundimiento general.

Al pensar en el peligro de perdición de las almas, el Padre urgía a la oración: hay que rezar por las almas, por la Iglesia, porque quieren clavar otra vez a Cristo en la Cruz |# 23|. En esos amargos trances movilizaba toda la energía interior de que era capaz, y el conjunto de su vida afectiva, porque su espíritu había logrado una portentosa y armónica compenetración de fuerzas sobrenaturales y humanas, que se traducía en apasionado celo apostólico |# 24|. Semejante dominio, ejercido sobre las potencias todas de su persona, nos da la medida de su sufrimiento. Le dolían las almas; y ese agudo dolor le arrancaba lágrimas de fuego: Nunca he sido llorón —confesaba a sus hijos—, pero aquellas eran unas lágrimas muy dulces, que quemaban los ojos: me las daba Dios |# 25|.

Hacía el Padre grandes esfuerzos para no dejar ver que sus penas corrían a la par que sus lágrimas. Solamente en la intimidad con Dios daba vía libre al desahogo. No podía contener las lágrimas al celebrar misa y en la acción de gracias. Y era tal su intensidad que le produjeron una fuerte irritación de ojos. Temiendo que se tratase de un mal de la vista, le llevaron a que le examinase un oculista. No era nada de importancia médica. Muy bien pudiera tratarse del don divino de lágrimas |# 26|.

Don Javier Echevarría, que presenció aquel dolor inmenso, testimonia que el Padre tenía el alma triturada desde que, «a partir de la década de los sesenta, comenzó la gran deserción de sacerdotes y religiosos en el mundo entero. Era un clamor dolorido el que afluía a su boca con continuidad. Le dolía la Iglesia, como solía comentar constantemente; le dolían aquellas almas que traicionaban su vocación; le dolían las almas que padecían el escándalo ante aquellas deserciones; le dolía la confusión que procuraban provocar los enemigos de la Iglesia» |# 27|.

Nada de cuanto ocurría a su alrededor resultaba indiferente al Padre. Su disposición natural era la de compartir la alegría o el dolor ajeno. Había en él, por amor a Dios, una decidida propensión a hermanarse misericordiosamente con los sentimientos del prójimo. Si sabía de alguien que padecía, se sentía también afectado, incluso físicamente, en sus entrañas paternales. Esta repercusión del sufrimiento ajeno era fenómeno corriente en su persona. Era algo que le venía de lejos, pues constituía uno de los rasgos característicos de su herencia biológica. Cuando se producía una de esas espontáneas reacciones, sin darle mayor importancia, solía decir a los presentes: no os preocupéis, me viene de familia, porque mi buena madre cuando ocurría una cosa semejante se veía afectada inmediatamente |# 28|. En tales condiciones, ¿cómo vivir indiferente, cuando era testigo, a diario, de tanta ofensa cometida contra el Señor, el cual había pagado generosamente con su sangre la redención de la humanidad?

Por entonces, los dolores físicos se añadieron enseguida a los morales, de modo que el sufrimiento le corría por cuerpo y alma como por un sistema de vasos comunicantes. Hacia 1970 se vio aquejado de dolencias causadas por la insuficiencia renal crónica que padecía. Se le hincharon las articulaciones en brazos y rodillas, con derrames sinoviales y fuertes molestias, que disimulaba lo mejor que podía |# 29|. En conversación con sus Custodes (don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría), les comentaba:

poquito es esto que tengo y que quiero ofrecer continuamente al Señor; y también lo otro —mi sufrimiento por la Iglesia—, que eso sí es muy importante, ¡y resulta una buena mezcla! El dolor físico cuesta, pero cuesta más, si se une a un dolor moral que se viene arrastrando desde hace tiempo; pero hay que decir fiat!, aceptando con buen humor la Voluntad de Dios |# 30|.

La insuficiencia renal le ocasionaba dolores cada vez más fuertes, aunque no por eso dejaba de trabajar intensamente, sobreponiéndose mediante recursos espirituales. Estoy muy cansado —decía a sus hijos un 14 de diciembre de 1970—, y me tengo en pie a fuerza de jaculatorias |# 31|. Sus padecimientos físicos, e igualmente los sufrimientos morales, desembocaban en una dolorosísima preocupación por la Iglesia y por las almas; oyéndosele decir frases que expresaban muy bien sus sentimientos:

Yo amo a la Iglesia con toda mi alma; y he quemado mi juventud, mi madurez y mi vejez por servirla. No lo digo con pena, ya que lo volvería a hacer si viviera mil veces |# 32|.

Me duele la situación de la Iglesia. Pero qué le vamos a hacer, hay que esperar y pedir al Señor para que acabe esta avalancha |# 33|.

Un día —era el 1 de noviembre de 1970— hablaba con clara emoción a los del Consejo General. En la vida —venía a decirles— se presentan a veces momentos de oscuridad. Solamente con la fe pueden superarse, porque Dios existe, aunque sea un Deus absconditus. Sin duda, el Padre llevaba a cuestas alguna grave carga, porque ese mismo día, en diálogo con el Señor, le oyeron sus hijos estas palabras: Te estoy dando, Señor, las últimas perras gordas. Non ne posso più! |# 34|. Entregaba todo. Lo daba con generosidad; y Dios, en correspondencia, cargaba más la mano en el dolor. Don Javier Echevarría recuerda un comentario de 1971:

Yo no sé lo que es no tener penas. Mi vida ha estado llena de dolor, vivido con paz y con alegría sobrenatural. Al principio, he procurado que no se me notara. En esta última temporada, el Señor carga la mano —¡y hace bien!—, para que yo sepa aprovecharlo y me sirva de purificación, y, también, porque lo merezco: quiero saber aprovechar esta mortificación pasiva, amando dulcemente la dulce Voluntad de Dios |# 35|.

Las noches en que dormía poco, o casi nada, ya sabían sus hijos el porqué. La preocupación por las almas, los riesgos a que estaban expuestas, le robaban muchas horas de sueño. Se sentía inquieto |# 36|.

Era necesario reparar por miles y miles de defecciones. Y para enfrentarse con tan enorme peso, hubo de recurrir a la acción del Espíritu Santo, que sigue asistiendo a la Iglesia en horas de luto y oscuridad; también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor |# 37|. Por todas partes se encontraba rebasado por la aflicción, físicamente agotado de tanto rezar, y al borde mismo de una irremediable pena:

Me doy perfectamente cuenta —comentaba a sus hijos— de que no consigo nada poniéndome triste, pero no lo puedo remediar: ¡me da pena la Iglesia, me dan pena las almas! Me lleno de tristeza, aunque por dentro estoy lleno de paz, porque sé que el Señor no puede fallar. Muchas veces, acabo el día muy fatigado por el esfuerzo de rezar continuamente, ¡siempre pidiendo, siempre pidiendo!, con la confianza de que el Señor tiene que escucharme; y entonces, el peso de ese cansancio procuro convertirlo también en oración, y ofrezco a Dios mis miserias, mis buenos deseos, y el buen afán de hacer muchas cosas que quisiera acabar y a las que no llego porque me falta materialmente el tiempo, mientras me digo con un abandono total: ¡Señor, por tu Iglesia, por todas las almas, por mis hijas y mis hijos, por mí! ¡Mira que es tu Iglesia, que somos tus hijos, que son tuyas las almas! Así, me dispongo a recomenzar mi lucha y mi oración |# 38|.

Vivía el Padre en perfecta vigilancia de espíritu. Ojo avizor a cuanto sucedía en el mundo y pudiera afectar a las almas. Y oración tan continuada y lágrimas tan abundantes habían afinado increíblemente su vida interior. Al cabo de los años, la intimidad de trato con el Señor en la Eucaristía no se había empañado de rutina. Continuaba fresco en su memoria aquel temblor que le sobrevino siendo diácono, cuando por vez primera tocó la Sagrada Hostia. Con esa fineza de sentimientos celebró misa el 14 de noviembre de 1970, en que, sin ruido de palabras, le decía al Señor: Señor, que no me acostumbre a estar cerca de Ti; que Te quiera como aquella vez, cuando Te toqué temblando por la fe y el amor |# 39|.

Con humildad y profunda gratitud se volvía a Dios, nuestro Padre, en toda ocasión. Si cometía una leve inadvertencia, le salían del alma súplicas de perdón. Se arrepentía hasta de las involuntarias distracciones en sus rezos. Y agradecía todos los bienes recibidos, también aquellos de los que no era consciente o que no habían dejado rastro en la memoria. El 19 de abril de 1971 acababa de estrenar unos zapatos, y en las tertulias con sus hijas, o con sus hijos, ese día y los siguientes, le oyeron decir: Doy gracias a Dios porque me calzáis, porque me cuidáis, porque me dais de comer. Antes no agradecía todo esto; pero ahora sí, porque veo que todos son beneficios suyos. También le agradezco tener dos manos, dos ojos, ser normal |# 40|.

Con ese vivir pendiente de la Iglesia maltratada, sintiendo sobre sí las graves faltas cometidas sin cesar por los hombres, el dolor había llegado a emblandecer sus sentimientos. En ocasiones veía el mundo desde dentro de su pena. Si amanecía un día esplendoroso y soleado —un día "jaranero", como él decía—, consideraba tal euforia poco menos que un insulto a la aflicción de la Iglesia |# 41|. No quería celebrarlo. En cambio, si el día era gris y lluvioso lo agradecían sus ojos irritados. Externamente, sin embargo, tenía que debatirse contra la tristeza, que tiraba de él e intentaba llevarle melancólicamente al pesimismo. Toda su vida la pasó luchando por mantenerse alegre, pese a las adversidades, precaviendo a sus hijos contra las "caras largas" y recomendando la sonrisa constante, que tantas veces cuesta, y cuesta mucho, sirviendo al Señor con alegría y sirviendo, también con alegría, a los demás, por Él |# 42|. Ése era el espíritu del Opus Dei. Y con la gracia de Dios, el Padre se sobreponía a las penas.

Por aquel tiempo, en que tanto sufría a causa del deterioro de la Iglesia, cuenta una de sus hijas que, «de día en día, se veía crecer en su alma la esperanza, con la certeza de que Dios no dejaría de asistir a la Iglesia perseguida [...]. Y nos invitaba a estar optimistas y alegres, pero con un optimismo fundado en la oración y en la reparación» |# 43|.

Si su alma llegaba a probar la amargura de la tristeza, enseguida se agarraba a la roca firme de la filiación divina y meditaba, con optimismo, cómo todo nos viene de la providencia misericordiosa de nuestro Padre Dios. Luego se abandonaba en Él, se ponía absolutamente en sus manos. Ese abandono no era un dulce quietismo de alma adormecida sino operación recia y áspera, como explicaba a sus hijos el 11 de diciembre de 1972:

Resulta duro —les decía—, porque el alma pone en ejercicio las potencias que Dios nos ha dado para seguir el camino. Y llegan momentos en los que es necesario prescindir de la memoria, rendir el entendimiento, doblegar la voluntad. Resulta duro, repito, porque esa actividad del alma es lógica, como el reloj que tiene cuerda, y da necesariamente el tic-tac. Es a veces muy duro, ya que supone llegar a los setenta años en una infancia real: no me preocupo ni de espantarme las moscas ni de que me den el pecho. Ya lo harán. Me pongo en los brazos de mi Padre Dios, acudo a mi Madre Santa María, y confío plenamente, a pesar de la aspereza del camino |# 44|.

Contando con la oración de todos sus hijos, se sentía con fortaleza prestada para seguir adelante. Se apoyaba, de modo particular, en la oración de los del Consejo General y de la Asesoría Central; y confiaba, muy especialmente, en la eficacia de la oración y mortificación de sus hijas numerarias auxiliares |# 45|.