5. Amar apasionadamente

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Si retrocedemos ahora en busca de los sucesos más significativos de la vida del Fundador antes de 1928, veremos al Señor preparándole para echar sobre sus hombros la carga gloriosa de una empresa divina. Elección que se remonta a los orígenes del mundo, porque, como escribe san Pablo a los de Éfeso, Dios «nos eligió antes de la creación del mundo para que seamos santos y sin mancha en su presencia» |# 151|. Frase que llenaba de dulzura el corazón de Josemaría; porque, ¿cabe alegría mayor que la de saberse amado de esta manera por el Creador de los cielos y la tierra? |# 152|. Y, como los grandes santos y héroes de la historia, un día tropezó con un símbolo vivo de ese amor de Dios. A su vista, se le conmovieron las entrañas con un dulce sobresalto. Verdaderamente, el encuentro de Dios con cada hombre es inefable e irrepetible |# 153|. Pero lo que caracteriza la respuesta de Josemaría, aún muchacho, es su decisión. No vacila en entregarse. A partir de ese momento preciso se embarca en un proyecto de amor, en una divina aventura cuyo rumbo desconoce.

La voz de Dios le reclama por su propio nombre: «ego vocavi te nomine tuo: meus es tu!» |# 154|. Yo te llamé por tu nombre; ¡eres mío! Dondequiera que le salgan al paso, estas palabras del profeta Isaías despertarán en su alma recuerdos inefables:

No sé qué te ocurrirá a ti..., pero necesito confiarte mi emoción interior, después de leer las palabras del profeta Isaías: ego vocavi te nomine tuo, meus es tu! —Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío!: ¡que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor! |# 155|.

La llamada —comenta el Fundador— es algo tan hermoso como enamorarse [...]. Hay que dar el corazón indiviso, entero, porque el corazón se apega |# 156|. Además, el Señor es celoso: Jesús no se satisface "compartiendo": lo quiere todo |# 157|.

Aquel episodio de las huellas de unos pies desnudos en la nieve nos muestra un corazón adolescente, generoso, inflamable y apasionado: ¡Qué bonito es dar el corazón a Dios cuando se tiene quince años! |# 158|. Pero este suceso no es más que el comienzo de una larga aventura de amor, hecha de fidelidad, de alegría y sacrificios, para hallarse siempre a merced de la Voluntad divina. Tal constancia no es resultado de un entusiasmo pasajero sino rasgo imborrable de la personalidad del Fundador, elevado por la gracia divina.

Una audacia sin límites, henchida de desprendimiento, le impulsó a arriesgarlo todo sin reservarse nada, como aquel mercader en perlas finas de que habla el Evangelio, que vendió cuanto tenía para comprar una perla maravillosa, de gran valor. Entregarse por entero al Amor le supuso muy grandes sacrificios. El joven estudiante renunció a sus sueños de hacerse arquitecto y fundar un hogar. Se vio obligado a emprender rutas más ásperas, sin atender a sus gustos, rechazando toda oferta que pudiera desviarle del camino de los barruntos. No fue, por lo tanto, cuestión de un fugaz antojo. Fueron diez años de un incansable y consciente repetir: Domine, ut videam! Perseverancia muy propia de los auténticos enamorados, capaces de consumir siglos en el dulce tormento de la espera.

Ni en privado ni ante la muchedumbre ocultaba su condición de loco enamorado: Yo soy loco de atar, pero a lo divino |# 159|. Todo su ser vibraba en amor de Dios, como anota en sus Apuntes íntimos: querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey |# 160|.

Entre esos libros se encuentran: Camino, Santo Rosario, Vía Crucis, Surco, Forja, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios... De inmediato, al leerlos, se advierte que el lenguaje y las expresiones de que echa mano el autor son eco de sus pensamientos: acariciar a Dios, estar chiflado de amor, divinizar nuestra vida, recibir un mimo del Señor, endiosarnos... Vocabulario que conduce directamente al camino justo que el Fundador recomendaba para acercarse a Dios: la Humanidad Santísima de Cristo |# 161|. Nosotros debemos ser Cristocéntricos: poner a Cristo en el centro de nuestra vida |# 162|. Cristo es el Mediador, en quien gravitan los cielos y la tierra. En Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, tenemos un ideal humano que se hace divino. De manera que, identificado con Cristo por la gracia, hecho otro Cristo, el hombre se diviniza para participar de las riquezas de los hijos de Dios.

Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra |# 163|, decía conmovido el Fundador. Ha tomado carne como la nuestra. Con corazón de carne le aman los hombres. De corazón a corazón se entienden los hombres con Dios |# 164|.

Siempre consideró don Josemaría como don natural, no como virtud adquirida, el poseer un corazón extremamente delicado. Por eso, en alguna ocasión, se puso como ejemplo de hombre que sabe querer |# 165|. Y, ¿cómo era tal querer? Por de pronto, no hay que imaginarlo como afecto "descarnado" o "espiritualista", porque Dios no nos pide cosas deshumanas |# 166|. Ni tampoco como entrega cautelosa, a medias tintas. El simple hecho de que lo confronte con pasiones violentas e insolentes, nos da idea de que pretende situarlo en el ámbito de las mociones impetuosas:

Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer?

—¿No? —Entonces no quieres |# 167|.

Con audacia de amor pedía un corazón a la medida del corazón de Jesús: un corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al cielo |# 168|. Un corazón para ser muy humanos y muy divinos |# 169|, estando estrechamente unidos a Él, endiosados, de manera que el amor de Dios actúe a través de cada uno. No ponía fronteras a su amor. Amaba con increíble entusiasmo las cosas del cielo y de la tierra, porque es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres |# 170|.

De aquella profunda unidad de vida, le nacía la necesidad y como el instinto sobrenatural de purificar todas las acciones, de elevarlas al orden de la gracia, de santificarlas y de convertirlas en ocasión de unión personal con Dios, para cumplir su Voluntad, y en instrumento de apostolado |# 171|. Pertenecía don Josemaría a ese género de almas contemplativas que llevan su celda en el corazón, y que recorren los caminos todos de la tierra para hacerlos divinos, santificando el trabajo |# 172|. Era, en fin, hombre de espíritu sacerdotal y de mentalidad laical. Y si en una primera etapa se definió como pecador que ama con locura a Jesucristo; ahora añadía: como sacerdote de Jesucristo que ama apasionadamente el mundo |# 173|.

* * *

«Tanto amó Dios al mundo —nos dice san Juan— que le entregó a su Hijo Unigénito para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna» |# 174|. Con entero desprendimiento, don Josemaría puso al servicio de la Corredención cuanto de Dios había recibido: dotes personales, carisma de fundador y el mismo Opus Dei con sus labores apostólicas. Y, al igual que toda su vida tiene traza de amorosa urgencia, en todos sus dichos se reconoce un idéntico timbre de voz; en sus proyectos, una particular vena de inspiración; y en sus escritos, un peculiar estilo literario. Su lenguaje rebasa, de manera incontenible, lo que un alma mediocre consideraría más que "razonable" en el trato con Dios. Porque en los libros de fuego los conceptos de amor crepitan entre brasas; y los corazones, como rubíes encendidos, arden en místico holocausto |# 175|.

Acaso se nos ocurra preguntarnos a qué este lenguaje de los santos, tan cargado de vehemencia y excesos poéticos. ¿Qué pretenden con estas sinrazones?

Ya desde las primeras páginas de Forja nos llega el eco del grito de Jesús, tal como llegaba a oídos de don Josemaría:

Yo te oigo clamar, Rey mío, con viva voz, que aún vibra: «ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?» —he venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? |# 176|.

A lo que el discípulo responde con todas sus potencias, dispuesto a pegar fuego al mundo entero: ¡aquí me tienes porque me has llamado! Y suplica hacerse hoguera viva:

¡Oh Jesús..., fortalece nuestras almas, allana el camino y, sobre todo, embriáganos de Amor!: haznos así hogueras vivas, que enciendan la tierra con el divino fuego que Tú trajiste |# 177|.

Derrite y enciende mi corazón de bronce, quema y purifica mi carne inmortificada, llena mi entendimiento de luces sobrenaturales, haz que mi lengua sea pregonera del Amor y de la Gloria de Cristo |# 178|.

Y, para mayor garantía de que prenderá el incendio, pide a los Ángeles que soplen en el rescoldo de los corazones con ceniza; e invoca a la Virgen para que nos procure un amor de auténticas llamaradas:

Dulce Madre..., llévanos hasta la locura que haga, a otros, locos de nuestro Cristo.

Dulce Señora María: que el Amor no sea, en nosotros, falso incendio de fuegos fatuos, producto a veces de cadáveres descompuestos...: que sea verdadero incendio voraz, que prenda y queme cuanto toque |# 179|.

La vida del Fundador fue, verdaderamente, la de un místico en medio del mundo, la de un hombre perdidamente enamorado de Cristo.