1. La Paternidad espiritual

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Ha llegado el momento de detenerse a esbozar una semblanza del Fundador; tarea nada fácil. Porque exponer y valorar la riqueza que arrastran consigo las grandes figuras de la humanidad resulta propósito de mucha hondura. Las primeras etapas —infancia, niñez, mocedad— se abarcan sin estorbo; los datos sobre una personalidad joven son siempre escasos y las perspectivas históricas, por lo general, simples y abiertas en pocas direcciones. Luego, cuando corren los años y los sucesos se aceleran, cuando emergen las pasiones y se aprietan los proyectos, resulta dificultoso captar de un vistazo la potencia de un hombre de acción y, más aún, si se trata de una vida interior exuberante. No basta, pues, con evocar su figura entre un puñado de recuerdos, reagrupando tal vez dispersas hazañas. Los grandes personajes que han cruzado la historia —y éste es el caso que nos ocupa— llevan marcado su destino por la misión recibida de lo alto. Para conocerlos de veras hay que verlos en acción y en reposo, contemplar su inteligencia iluminada, su voluntad dispuesta y todo su ser en tensión. Es preciso también saber el curso de sus inclinaciones, los cauces conscientemente labrados por su voluntad y aquellos otros heredados y latentes en el misterio de la sangre.

* * *

Más de treinta años llevaba don Josemaría al frente de la empresa. El 2 de octubre de 1928 se había hecho cargo de su misión como Fundador. Teniendo, por tanto, que manejar cosas divinas, escribía en los comienzos: no está en nuestras manos ceder, cortar o variar nada de lo que al espíritu y organización de la Obra se refiera |# 1|. Y, con acento más dramático, había consignado en sus Apuntes íntimos: Jesús: que tu Obra no se aparte nunca de su fin: maldice desde ahora, Señor, a quien intente —inútilmente, desde luego— torcer el curso que Tú vienes señalando |# 2|. Consciente de la transcendencia histórica de una misión tan gigantesca y universal, como era la de implantar el Opus Dei en la tierra, el Fundador se sentía absolutamente indigno y abrumado. Se consideraba instrumento inepto y sordo. Buscaba fuerza y refugio en la oración y en la mortificación, preguntándose por qué él y no otro:

¡Oh, Señor! ¿Por qué me has buscado a mí —que soy la negación— habiendo tantos hombres santos, sabios, ricos y llenos de prestigio? |# 3|.

De ningún modo se creía pieza imprescindible en aquella alta misión que Dios le confiaba. Presentía que el Señor le dejaría vivir hasta que la Obra estuviese bien constituida y, sin embargo, en los años antes y después de la guerra civil española, en tiempos azarosos, solía preguntar a los primeros miembros del Opus Dei: si yo muriese, ¿seguirías trabajando por sacar la Obra adelante, aun a costa de tu hacienda y de tu honor, y de tu actividad profesional, poniendo, en una palabra, toda tu vida en el servicio de Dios en su Obra? |# 4|. El Fundador actuó plenamente consciente de la transcendencia histórica de todos y cada uno de sus actos; tanto en su lucha por abrir el camino por donde habían de transitar sus hijos en los siglos venideros, como en el sumo cuidado que puso en conservar papeles, notas y cartas, recibos, cuentas o billetes de viajes. Desde un primer momento entendió, ante la presencia de Dios, la alteza de su llamamiento. Pero ante la insignificancia externa de los acontecimientos, todavía sin proyección histórica, no se atrevió a mostrarlo así a quienes le seguían. Hubo de pasar tiempo para que un día les dijese:

Hijos míos, os tengo que hacer una consideración que, cuando era joven, no me atrevía ni a pensar ni a manifestar; y me parece que ahora debo decírosla. En mi vida, he conocido ya a varios Papas; cardenales, muchos; obispos, una multitud; ¡Fundadores del Opus Dei, en cambio, no hay más que uno!, aunque sea un pobre pecador como soy yo; bien persuadido estoy de que el Señor escogió lo peor que encontró, para que así se viera más claramente que la Obra es suya. Pero Dios os pedirá cuenta de haber estado cerca de mí, porque me ha confiado el espíritu del Opus Dei, y yo os lo he trasmitido |# 5|.

Un día, hacia 1955, dos directoras de la Asesoría Central del Opus Dei en Roma, fueron a visitar a Mons. Pedro Altabella, buen amigo del Padre desde 1934. Durante la conversación les comentó que ellas no se daban cuenta cabal de lo que representaba el Fundador, pero que llegaría un momento en que el nombre de Josemaría Escrivá de Balaguer se oiría hasta el último rincón de la tierra. Se lo contaron después al Padre, el cual, con toda sencillez, les dijo: Hijas mías esto es verdad. Por eso, todos los días, postrado en tierra, rezo el salmo Miserere |# 6|.

Todo su ser experimentaba, sin embargo, una invencible repugnancia al culto de la personalidad, porque el Opus Dei —afirmaba— no es obra mía, ¡es de Dios, y solamente de Dios! |# 7|. Él se reservaba el modesto papel de la burra de Balaam:

En la Obra todo es de Dios —repetía—, nada es mío, pero teniendo en cuenta que Dios, para hablar a los hombres, se sirvió incluso de la burra de Balaam |# 8|.

Empapado de la certeza del origen sobrenatural del Opus Dei, miraba confiadamente el futuro. Otros continuarían la labor cuando tuviese que rendir cuentas de su gestión. Gracias a Dios dejaba sólidamente cimentada su obra, y esculpida hasta el detalle, de manera que resistiese la acción destructora del tiempo y la torpeza y floja voluntad de los hombres, si se diese el caso. El Fundador, en efecto, había recogido prudentemente en el Codex, o Derecho particular de la Obra, todo lo que era propio de su esencia. Allí quedaba puntualmente reflejado el espíritu del Opus Dei. Habían de encarnarlo con fidelidad, procurando que no se desvirtuase; porque el Codex —les decía— es perpetuo, santo e inviolable |# 9|. Y, movido por la fe en la asistencia divina, hacía considerar a sus hijos que de ordinario, en muchas instituciones, cuando desaparece el fundador sobreviene una especie de terremoto; y comentaba: yo no tengo ninguna preocupación: en el Opus Dei no ocurrirá así |# 10|.

Pero, aun recogiendo fielmente el espíritu del Opus Dei, el derecho de la Obra sería letra muerta de no haber transmitido el Fundador algo vivo: un estilo, una tradición, una espiritualidad que diese continuidad histórica a ese modo de santificarse. Armado de constancia y de cariño, el Fundador se ocupó personalmente de incorporarlo a la vida interior de sus hijos. En las charlas, en las meditaciones, en las tertulias, a las que con frecuencia asistía después de comer y en los días de fiesta, les daba indicaciones prácticas, consejos confidenciales, o les explicaba tal o cual punto de la historia del Opus Dei.

En una de esas tertulias salió a cuento el que don Álvaro iba a publicar un libro. Intervino el Fundador, refiriendo los que él desearía escribir; pero, sobre la marcha, dio un rumbo inédito a la idea. Mostrando a don Álvaro los rostros de los allí presentes, exclamó: ¡Mira qué biblioteca! ¡Éstas son mis obras! |# 11|.

Durante muchos años, cuando llegaba un nuevo alumno al Colegio Romano, o se encontraba por un corredor o por un patio de Villa Tevere con uno de sus hijos, el Padre le cogía del brazo y le invitaba a dar una vuelta |# 12|. Charlando recorrían entonces salas, patios, oratorios... De cuando en cuando el Padre descubría un pequeño desperfecto: una leve rozadura en la pared, un pestillo que no encajaba bien, una mancha en el suelo. No iba de merodeo, a la caza de la imperfección. Pero en alguna ocasión, muchas personas habían pasado por allí sin advertir nada extraño. Nadie había reparado en ello, hasta que el Padre cruzaba por delante descubriendo lo que los demás no veían. Indudablemente tenía un sexto sentido para la descubierta. Es que miraba el mundo «por las pupilas que ha dilatado el amor» |# 13|.

El incumplimiento del horario, un portazo, una herramienta extraviada, era algo que le dolía profundamente, por lo que el hecho significaba. Esa pequeñez era desprecio de las cosas menudas, trabajo mal hecho; y denotaba falta de amor y de presencia de Dios; una negligencia, en fin, por donde a la postre se filtraría la tibieza de espíritu. Y si el caso llegaba a mayores, y el estropicio lo reclamaba, reunía a los del Colegio Romano para reconsiderar el desperfecto. ¿Es que nadie se había fijado? ¿Estaban volviéndose insensibles? ¿Acaso no le habían oído decir mil veces que las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas?

Pero hacer el Opus Dei no consistía solamente en ofrecer a un grupo selecto de almas un camino de santificación, basado en las incidencias cotidianas. El plan divino tenía dimensiones universales, se dirigía nada menos que a renovar la vida cristiana de hombres y mujeres de cualquier país; y en el alma del Fundador estaba impreso ese nuevo espíritu de renovación, junto con el carisma fundacional. La voluntad de Dios era abrir un hondo surco en la historia de la humanidad. Este grandioso designio histórico giraba en torno al Fundador, por ser la persona singularmente elegida como depositario del mensaje y del espíritu del Opus Dei. Era, pues, directamente responsable ante Dios:

Soy el Fundador —decía— y sé lo que el Señor me ha pedido. Si delegara y abandonara mi responsabilidad, me jugaría el alma y el Señor me pediría cuenta muy estrecha |# 14|.

Tenía libertad de movimientos, pero no para hacer concesiones en su misión. Yo tengo —explicaba— el encargo de defender lo que le corresponde al Señor, aunque sea a costa de mi vida, porque en esta tarea me ha pedido que la emplee |# 15|. Era de esperar, como páginas atrás queda expuesto, que tropezaría con enormes dificultades y resistencias. Tuvo también que resolver un montón de imposibles |# 16|; y desde los inicios se vio engolfado en un ambiente donde reinaba la incomprensión más brutal |# 17|.

Vivió largamente de la fe, protestando que nunca dudaría de la divinidad de la Obra, ni de su realización |# 18|, aunque Dios permitiera que se quedase solo en la empresa. Y esperó, contra toda esperanza, que vinieran apóstoles a la Obra. (Vendrán muchos: ¡Dios lo hará! |# 19|, escribe en sus Apuntes íntimos, allá por 1930). En 1934, cuando ya tenía un pequeño grupo de seguidores como para poder hablar de una familia, puso paulatinamente en práctica su carisma de Padre, maestro y guía de santos |# 20|.

Esa paternidad del espíritu, grande y fecunda, como la de los patriarcas del Antiguo Testamento, ocupó su alma entera. Sugirió que, cuando tuviesen que enterrar su cuerpo, sobre la losa de la sepultura grabaran:

GENUIT FILIOS ET FILIAS |# 21|.

En los comienzos era portador de esa paternidad, apenas sin notarla. Luego, al ir aflorando, sintió, con sorpresa, que no era de una calidad puramente espiritual, sino que estaba envuelta en afecto, en un afecto encendido. Observó también que ese cariño limpio no era tan sólo una expansión del afecto; consistía más bien en una vinculación humana y sobrenatural con quienes seguían el camino de la Obra |# 22|. Sin embargo, le daba miedo el pensar que quitaba algo al Señor, que le robaba una porción del corazón de sus hijos. Para tranquilizarle, Dios le hizo ver que, amando más a sus hijos, más le amaba a Él |# 23|. Así y todo, le asaltaba una duda de otro género. Al tener que repartir el filón de cariño que guardaba en su corazón, ¿no tocarían cada vez a menos sus hijas y sus hijos? Cuando seamos miles de personas, de todo el mundo, ¿nos querremos igual?, ¿querré yo a mis hijos tanto como los quiero ahora, que son pocos? |# 24|, se preguntaba.

Pasaron los años, creció la familia, y el Padre pudo contarles su experiencia:

Tengo la alegría de deciros que mi cariño por vosotros es tan intenso como entonces, aunque ahora seáis millares, y que amo a cada uno de mis hijos como si fuera el único, con toda mi alma. El Señor, que ha agrandado mi corazón y lo ha hecho capaz de toda esta maravilla, dilatará también vuestros corazones, si no os apartáis de Él |# 25|.

En sustancia, el cariño del Padre era rasgo característico y esencial del espíritu del Opus Dei. Era consecuencia de su paternidad; y ésta, a su vez, un don del Espíritu, que le incitaba a difundir ese amor, a crecer y a multiplicarse, a reproducirse en otras almas. Por eso, siguiendo a san Pablo, levantaba el alma agradecida al Señor, «de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra» |# 26|, en reconocimiento de esa paternidad espiritual que, por gracia divina, había asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla |# 27|.

Bien sabía el Padre la naturaleza de los afectos que le bullían en el pecho. Sus hijos —testimonia Santiago, su hermano—, «le llamaban Padre, pero era como una buena madre, como una buena y cariñosa madre de familia» |# 28|. Vivía pendiente de ellos. Enseguida se daba cuenta de si uno había adelgazado, si le dolía la cabeza o necesitaba una prenda de vestir. Sus consejos mucho tenían de maternales: En esa temporadica —decía a un Consiliario de América—, despreocúpate de todas las cosas de gobierno de tu Región, duerme bien, come, descansa |# 29|. Si le faltaban noticias, imaginaba que tal vez sus hijos atravesaban algún peligro; y no sosegaba hasta saber que se encontraban sanos y salvos. Un día de invierno en que amaneció Roma con una fuerte nevada, las encargadas de la compra en el mercado general salieron en coche a primera hora, antes de la seis de la mañana. Dos horas más tarde el Padre estaba preguntando si el coche llevaba cadenas en las ruedas. Pidió a sus hijas en la Administración que tan pronto llegasen las de la compra le llamaran. Regresaron con el coche poco más tarde y, al decir al Padre que estaban bien, éste les contestó: Gracias a Dios. Diles de mi parte que nos han tenido todo el tiempo con los brazos en cruz, rezando por ellas, para que no les pasara nada. Que no lo vuelvan a hacer |# 30|.

El Padre adivinaba, como por corazonada, el estado de ánimo de sus hijos, y hasta las más íntimas desazones. Un día, contemplando una foto de un grupo de hijas suyas que le habían enviado de México, algo especial debió descubrir. La miró despacio, detenidamente, y preguntó por una de las personas del grupo. Había descubierto, efectivamente, que tenía planteado un serio problema |# 31|.

Cierto día en que el Padre parecía estar muy cansado, un hijo suyo, que era médico, le dijo: — Padre, lo que tiene que hacer es procurar dormir.

— Si durmiera es que no os querría —le contestó—. Es el cariño lo que me quita el sueño |# 32|.

El Padre estaba cerca y, al mismo tiempo, lejos de sus hijos. Cercano a ellos cuando les hacía partícipes de las incidencias familiares en los ratos de tertulia, al abrirles el corazón en confidencias de padre, cuando les daba cuenta de la marcha de la Obra en su expansión por el mundo. Pero, prudentemente, se reservaba para sí las noticias dolorosas, las contradicciones y las dificultades de gobierno. Además, el Padre, en cuanto Fundador, poseía experiencias no compartidas con nadie, celosamente guardadas desde los primeros tiempos de la Obra. Esta distancia no suponía, sin embargo, una barrera. En el trato con sus hijos se comportaba con absoluta confianza y naturalidad. Con la naturalidad de un padre y de un amigo. Y hasta se permitía llamarles, afectuosamente: majaderos, granujas, bandidos y sinvergüenzas, sabiendo cómo llegar al fondo de su corazón. Este tono de cariño aparece en las cartas familiares, cuando el Padre se entera de que alguien tiene una pena o sufre una enfermedad. He aquí dos breves párrafos de cartas a hijos suyos:

Querido Quinito: que Jesús te me guarde.

¿Quién te quiere a ti, bandido, más que el Padre? En la tierra nadie. ¿Está claro? |# 33|.

Y otra:

Querido Michael: que Jesús te me guarde.

Te llamé granuja en mi carta anterior, pero me quedé corto, borrachón. ¡Viva el Jerez! Ahora, en serio: déjate cuidar, así te pondrás fuerte antes |# 34|.

Tampoco sentía empacho en confesar a los cuatro vientos, en términos calurosos, el grado y razones de su cariño:

Os quiero porque sois hijos de Dios, porque habéis decidido libremente ser mis hijos, porque tratáis de ser santos, porque sois muy fieles y muy majos: todos mis hijos lo son. Os quiero con el mismo cariño que sienten vuestras madres: con vuestros cuerpos y vuestras almas, con vuestras virtudes y vuestros defectos.

Hijos míos, ¡me da mucha alegría hablaros así! Cuando os vea por ahí no seré capaz de hacerlo, y os confieso que a veces tengo que forzarme para no enternecerme, para no dejaros el recuerdo de unas lágrimas, para no repetiros que os amo tanto, tanto... Porque os quiero con el mismo corazón con que amo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a la Virgen Santísima; con el mismo corazón con el que quise a mi madre y a mi padre. Os quiero como todas las madres del mundo juntas: a todos igual, desde el primero hasta el último |# 35|.

Físicamente, le costaba separarse de sus hijos. Espiritualmente, los llevaba a todos consigo. Si estaba en Roma, su pensamiento iba a los de fuera. Si se ausentaba de Roma, allá volaba para no dejarlos solos. Sigo con el corazón y la cabeza en medio de vosotros, escribía desde Londres a los del Consejo General |# 36|.

Sus hijos eran su orgullo y su fortaleza. ¿Qué hubiera hecho yo sin vosotros? |# 37|, se preguntaba:

Siento la urgente necesidad de todos vosotros; cada uno sois mi fortaleza. Tanto es así que, cuando hago la oración, os presento muchas veces al Señor con orgullo, como presentan las madres a sus hijos, y siempre tengo que decir: Señor, no me mires a mí, ne respicias peccata mea!...

Yo, Señor —añado—, debería estar como un gusano delante de Ti, con la boca pegada al suelo; pero mira a mis hijos, mira la maravilla de estos hijos, de estas hijas, que te dan su juventud, su corazón limpio; mira sus virtudes... Me enjoyo con vuestra entrega diaria, hijos míos, y así me encuentro con una cierta autoridad para hablar con Nuestro Señor. ¿Veis?, éstos son mis poderes: vuestra entrega |# 38|.

El Padre andaba vigilante y desprendido de todo en este mundo; de todo menos de sus hijos, que —como él decía— eran su ocasión próxima, para interrumpir el trabajo y estar un rato de tertulia con ellos. Aunque, por otra parte, el cariño de sus hijos para con él, la fineza de amor con que correspondían a sus desvelos de Padre, empujábanle a mejorar en vida interior, como les confiaba:

El corazón se me apega a mis hijos; no lo oculto y creo que lo notáis, pero es algo que me lleva a Dios: vosotros me empujáis a ser más fiel, y yo deseo ser siempre más fiel, también por vosotros |# 39|.

Una simple frase timbrada de cariño le servía de consuelo, aunque viniese de uno de los millares de hijos a quienes nunca conocería físicamente. A finales de junio de 1964 tuvo un gran disgusto y, por aquellos días, recibió también una carta, que le movió a escribir a vuelta de correo al Consiliario de España:

Aquel "Padre, le queremos mucho", que me escribe un minero, añadiendo más o menos "no se ponga triste, no sufra", me ha llegado al fondo del corazón |# 40|.

La correspondencia al sobreabundante afecto del Padre engendraba un vínculo paterno-filial que daba fuerte cohesión humana y sobrenatural a toda la Obra. Porque, como contrapartida a la paternidad espiritual del Padre, estaba la filiación que unía a los hijos con el Padre, en estrecha unidad.