1. Parábola del trasplante

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

En el orden de prioridades la batalla de la formación era la primera providencia que el Padre tenía en su mente para romanizar el Opus Dei. Detrás vendría la expansión, el llevar la semilla a otros países, para servicio de la Iglesia y de las almas. El carácter de universalidad encerrado en el mensaje del 2 de octubre de 1928 así lo pedía |# 1|. Todavía resonaban en los oídos del Padre las urgencias apostólicas cuando en Madrid, siendo un joven sacerdote, cantaba aquello del ignem veni mittere in terram..., que su hermano repetía en mal latín por la casa, sin llegar a entender lo que decía. Desde entonces, conforme crecía la Obra, seguía clamando con el Señor: fuego he venido a traer a la tierra... Y para avivar aquellos encendimientos se procuró unos recordatorios que le hiciesen tener ante la vista metas de expansión universal.

Con este fin colocó un mapamundi en el vestíbulo de entrada de la residencia de Jenner. Otro había también en Diego de León; y en su cuarto, además, un globo terráqueo. Tan de cerca seguía la expansión a otros países —cuenta Mons. Javier Echevarría— que mandó cubrir la pared de una habitación de Villa Tevere con un gran planisferio. «Figuraban con distinto color los lugares en los que ya se estaba trabajando, y las zonas pintadas se iban extendiendo a medida que crecía la expansión apostólica. Le movió la intención de que fuera un despertador para la oración de todos los miembros del Consejo General. El Fundador era el primero que se acordaba siempre de que había que colorear un nuevo país, cuando se comenzaba la labor apostólica de la Obra en aquella nación, manifestando con esa rapidez de memoria el interés que tenía de que en el mundo entero sirviésemos a la Iglesia de Dios, con un trabajo humilde, sencillo, continuo y concreto. He podido contemplar al Fundador mirando ese mapamundi, bien recogido en oración» |# 2|.

Mas su puesto de mando era Roma, porque allí —precisaba— está el corazón de la Obra, que hace posible que luego se extienda por todo el mundo, llevando nuestro mensaje de paz y de alegría |# 3|. Y desde la Ciudad Eterna escribía a sus hijos:

¡Qué ilusión tengo en que pronto puedan ir pasando por Roma, de un modo constante y ordenado, tantos y tantos hijas e hijos míos, de manera que vuelvan luego a sus Regiones con el corazón más encendido de amor a la Iglesia y más romano! |# 4|.

El hecho de extenderse por los cinco continentes no significaba dispersión. Todos seguían formando una apretada familia, la familia del Opus Dei. El Fundador nunca se hallaba separado de sus hijos:

Nosotros no nos separamos nunca —explicaba a sus hijos—, aunque físicamente estemos lejos unos de otros. Los que os marchéis ahora dejaréis aquí un pedazo de vuestro corazón, pero dondequiera que se halle uno de vosotros, allí estaremos los demás, con toda nuestra ilusión por acompañarle. No nos decimos adiós, ni siquiera hasta luego; continuamos siempre consummati in unum |# 5|.

El Padre imaginaba el traslado de sus hijos a otros países como un trasplante en vivo del Opus Dei, como una expansión apostólica con características esenciales. Primero habéis de considerar —les decía— que nosotros no trasladamos nunca muchedumbres, como tampoco el campesino, cuando siembra, entierra sacos enteros de trigo, sino que esparce la semilla por el campo |# 6|. Así lo exige el espíritu universal de la Obra, que abomina de todo nacionalismo y aborrece la formación de un grupo extraño y cerrado, a semejanza de una colonia nacional, como una especie de quiste |# 7|. Hay también otra razón: la manera de actuar apostólicamente, que nos lleva a ser levadura escondida en la masa |# 8|. Un poco de levadura basta para fermentar la masa. De igual modo, un pequeño grupo de hombres y mujeres, preparados, capaces de hacerse al país e identificarse con la nación en la que se establecen, bastan para el trasplante:

Provocamos así ese maravilloso fenómeno pastoral de la vocación, que puede compararse al de una perla: introducimos en el interior de la concha la mínima cantidad de cuerpo extraño, para que se forme la margarita preciosa, como algo que no es ya ajeno, producido —en nuestro caso— de modo sobrenatural, por el fuego de la gracia de Dios que han esparcido los hermanos vuestros, dando cumplimiento a los deseos del Señor: ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? (Lc. 12, 49); he venido a poner fuego en la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? |# 9|.

(Vamos recorriendo una bellísima carta del Fundador, en la que expone la entraña de universalidad existente en la Obra. Estas pinceladas iniciales de la carta son como un inspirado preludio). El Fundador expresa las ideas, una tras otra, sirviéndose de imágenes evangélicas: el sembrador que esparce a voleo la simiente; la pequeña porción de levadura que levanta la masa; y el símil de la perla preciosa. Comparaciones que le llevan de la mano a presentar la expansión apostólica mediante una parábola: la parábola del trasplante.

Muchos de vosotros quizá habréis podido ver cómo se hace esta operación de agricultura o jardinería. Y sabéis bien que es necesario que la planta adquiera vigor, en los oportunos viveros, antes de trasladarla a otro sitio.

Pero esto no basta, porque si durante algún tiempo no se vigila atentamente el crecimiento de la planta, no echa raíces y acaba muriendo.

Mirad con qué cuidados hace el jardinero un trasplante. Pone la pequeña planta o el esqueje en una maceta de barro o de madera, y la deja en un invernadero, hasta que adquiere la fortaleza necesaria. Después, saca la maceta fuera para que le dé la luz, el aire y el calor del sol. Y cuando ya es capaz de soportar los inconvenientes del traslado, el agricultor escoge la época adecuada y, junto con la maceta —si es de madera—, la coloca en la nueva tierra; al cabo de algún tiempo, el recipiente se pudre, se deshace en la nueva tierra, y así la planta se resiente menos del cambio.

Si la maceta es de barro, el jardinero saca la planta con las raíces y la tierra que hay alrededor —es decir, con su ambiente—, y con todo cuidado la introduce en el hoyo excavado en el nuevo terreno.

Previamente, el agricultor ha dejado el hoyo abierto, para que se meteorice: ha quitado las piedras o las ha enterrado en lo más hondo, con cuidado, para que el agua pueda filtrarse y penetrar más fácilmente sin encharcar el terreno. Después de plantar el árbol, con sus raíces cubiertas por la tierra de origen, lo vigila con atención hasta que arraiga. Y mientras la planta no da muestras de estar bien adaptada al nuevo lugar, le dedica el jardinero toda clase de cuidados: pone abono, añade tierra de buena calidad, poda las ramas superfluas |# 10|.

Considerando en 1951 cómo la Obra difundía por el mundo el buen olor de Cristo, don Josemaría daba gracias a Dios al oír lo que algunos, sorprendidos de la vitalidad del Opus Dei, comentaban: ¡Cómo corre la Obra! No saben —escribía— que yo me he esforzado todo lo posible porque no corriera; hemos tirado de las riendas a este caballo joven, para que no se pudiera encabritar |# 11|. Por entonces el Opus Dei estaba arraigado en España, Italia, Portugal y México, y tenía incipientes trasplantes en Inglaterra, Irlanda, Estados Unidos, Chile, Argentina, Colombia y Venezuela. Atravesaba el Fundador meses de dura prueba, a la que pondría remedio haciendo las consagraciones del Opus Dei a la Sagrada Familia, y a los Corazones de Jesús y María. Era el periodo largo, inacabable, de la total carencia de medios materiales y de los ahogos económicos. Era, en fin, la hora en que se sentía impelido a escribir: si, cuando recibí mi misión hubiera llegado a darme cuenta de lo que me iba a venir encima, me hubiera muerto |# 12|.

¿Cómo se estaba haciendo la expansión de la Obra?, ¿con rapidez o con lentitud? Según el Fundador, al paso de Dios |# 13|. Ni demasiado deprisa ni tampoco despacio. Se procedía tomando las debidas precauciones, esto es, con sumo cuidado; para que el espíritu del Opus Dei, que por naturaleza es universal, no apareciese, por falta de prudencia, extraño al país. Esa manera de obrar —explica a sus hijos— exige a la vez que tengamos calma: es aparentemente lenta, pero es más segura y eficaz, porque sin duda es también el camino más rápido —la experiencia nos lo ha confirmado— para llegar a la meta |# 14|.

La operación de trasplante resultaba delicada. Exigía reflexión, prudencia y preparativos:

Antes de ir —habla el Fundador de su proceder—, solemos estudiar siempre atentamente las circunstancias de la nación: sus características peculiares, las dificultades que se pueden encontrar, la forma más segura de empezar la labor, qué obra corporativa habrá de hacerse primero, con qué medios económicos podremos contar, con qué personas de ese lugar debemos inicialmente relacionarnos, etc.

Es ésta una labor previa, que muchas veces he llamado la prehistoria de una Región; y que yo mismo he hecho en bastantes países, con algunos de vuestros hermanos que Dios Nuestro Señor, por su gran bondad, puso a mi lado |# 15|.

El fundamento, el nervio de la prehistoria era la oración habitual y una continua mortificación |# 16|. Porque la oración —lo repitió el Fundador hasta la saciedad— es el instrumento indispensable, el arma, el recurso, el secreto del Opus Dei |# 17|.

Después de los medios sobrenaturales venían los instrumentos humanos y materiales. Como quien se dispone a partir en expedición, y hace cálculos sobre el recorrido y las etapas, y la impedimenta necesaria para el viaje, así el Fundador se aplicaba a estudiar todo lo concerniente al trasplante. La gente que precisaba era muy poca. Ni siquiera un puñado. Para empezar, tres o cuatro bastaban |# 18|. En cambio, lo que sí examinaba minuciosamente eran las cualidades de los trasplantados. Consideraba también las particularidades del país adonde irían sus hijos y los muchos factores que quizás les resultaran difíciles de superar. Unas veces eran las condiciones climáticas y físicas: el calor tropical, la presión o la humedad, a las que ciertos organismos no consiguen aclimatarse. Otras veces la barrera consistía en la incapacidad de asimilación del ambiente, por razones temperamentales, el no hacerse a la idiosincrasia de la gente, a los usos, a la lengua o a la alimentación. Lo que había de evitar, sobre todo, era que se acumulasen varios de estos inconvenientes sobre una persona de manera brusca. Todo ha de tenerse en cuenta, advertía el Padre. Pero tampoco hay que exagerar su importancia, cuando hay buena formación, cuando hay vida interior |# 19|. Esa condición la posee toda alma que se halle dispuesta a gastarse en servicio de Dios. Y,

juntamente con esa disposición fundamental, hay que tener en cuenta la tierra —el cepellón—, que acompañará a las raíces y que contribuirá a la aclimatación y al nutrimiento del árbol en las nuevas circunstancias. La tierra, hijas e hijos de mi alma, que debéis llevar cuando os trasplanten es el buen espíritu del Opus Dei, que es universal, que ama a todas las almas sin excepción, que no es nacionalista, que lleva a la alegría en la entrega generosa, que es de servicio y no de triunfo, ¡que es espíritu de amor! |# 20|.

Movido por el deseo de expansión apostólica, el Fundador renunció a mantener a su lado a personas que podían aliviarle la carga de gobierno de la Obra, cada vez más pesada. Se quedó en Roma con las personas estrictamente necesarias para el funcionamiento de la Sede Central. Esta renuncia era manifestación callada de la fe y esperanza que animaban al Padre en la operación del trasplante, aunque, medio en broma medio en serio, comentaba a quienes tenía a su vera: ¡me voy a quedar más solo que la una!, pero vale la pena |# 21|.

El Padre había hecho unas primeras instrucciones, resumidas en media docena de puntos, para tener en cuenta a la hora de la expansión apostólica a nuevos países. En dicho documento, también se hace referencia a los comienzos en Italia |# 22|.

Señalaba que los fieles del Opus Dei, en su mayoría profesionales que marchaban a otros países para ejercer su profesión, deberían comenzar haciendo una labor previa de roturación y acomodación al ambiente. Después, seguiría una etapa de más honda actividad apostólica para estudiantes.

Tal fue el camino previsto en la mayoría de los países: hacer el trasplante con unos pocos y, tan pronto fuera posible, comenzar, por lo general con una residencia de estudiantes. Pero no siempre pudo el Fundador atenerse a este plan, viéndose obligado a adelantar sus proyectos apostólicos, aun careciendo del personal necesario, ante las súplicas insistentes de muchos Obispos, deseosos de que el Opus Dei trabajase en sus diócesis.

Una vez iniciada la actividad apostólica, pronto se hacía imprescindible la presencia de la Sección femenina del Opus Dei para abrir nuevas rutas apostólicas y, más adelante, ocuparse de la administración de los primeros Centros. No quería, sin embargo, el Padre que sus hijas salieran a otros países sin que todo estuviera dispuesto para acogerlas: instalación y habitaciones dignas, oratorio propio, etc. |# 23|. «La delicadeza y el cariño que el Padre sentía por sus hijas —cuenta una de ellas— tenía una manifestación concreta en el modo como se comenzaba la labor en un país nuevo. Primero iba la Sección de varones con algún sacerdote, y cuando ya estaban resueltas las dificultades que lleva consigo el comienzo, íbamos nosotras» |# 24|.

A principios de 1948, pensando en la marcha de la gente de la Obra a otros países, animaba por carta a sus hijas para que se fueran preparando a superar el obstáculo del idioma, y declaró ese año como el de la gran expansión:

Este año es —será— el año de vuestra gran expansión: ya me podéis ser santas... y estudiar idiomas. Que la Asesoría piense cómo hay que hacer las cosas, para que en una casa se apliquen a hablar en francés; en otra, en italiano; en inglés, en otra; y, finalmente, para las que hayan de ir al queridísimo Portugal... y al Brasil, en portugués |# 25|.

El Padre quería —sin precipitar las cosas— que las mujeres fuesen cuanto antes a trabajar adonde ya se había hecho la primera labor de roturación, casi siempre ingrata. Consciente de la necesidad de que las mujeres estuvieran, ya en los comienzos, en un nuevo país, el Fundador estaba siempre pendiente de cuándo podrían trasladarse allí sus hijas. A veces la espera se contaba por meses y, a veces, por años. Rápida fue, por ejemplo, la llegada de las primeras numerarias a Estados Unidos y a México.

En marzo de 1950 escribía el Padre a Pedro Casciaro, e incluía unas líneas a sus hijas:

Para las chicas: ¡Que Jesús me guarde a esas hijas! Muy contento y esperando mucho de vosotras. Escribidme: contad todos los detalles del viaje. Que nuestra Madre Santísima de Guadalupe os sonría siempre |# 26|.

Y, en mayo de 1950, escribía a las de Chicago:

Queridísimas: no sabéis con cuánta alegría recibí vuestra tarjeta, primero, y luego vuestra carta. Estoy seguro de que el Señor nos tiene reservadas muchas cosas grandes y bellas en esta América |# 27|.

Podía suceder —y de hecho sucedía— que se retrasase la partida de las mujeres de la Obra a los países adonde estaba proyectado que se trasladasen. En especial cuando la primera etapa de roturación resultaba difícil. El Padre entonces solía empujar delicadamente a sus hijos, pintándoles a grandes brochazos la ventaja que supondría la presencia de la Sección de mujeres, porque sin ellas las cosas van más lentas y peor |# 28|; Y, además, sin la Sección Femenina estaréis siempre mancos |# 29|. Pero la verdad es que el traslado de las mujeres de la Obra a nuevos países no presentaba graves problemas. También ellas estaban acostumbradas a comenzar desde cero, desde la más absoluta pobreza, buscando un trabajo profesional con el que abrirse camino.

Lo que no era tan fácil de remediar era el desnivel entre hombres y mujeres del Opus Dei. A esta desigualdad numérica, que aún persistía desde tiempos de la guerra civil, la denominaba el Padre: cojera. Como decía, humorísticamente: mientras las piernas de la Obra fuesen desiguales, marcharía cojeando. Para que todo funcionase normalmente, era preciso que las actividades de hombres y mujeres estuvieran desarrolladas a la par. En 1951 se percató el Padre de que necesitaba duplicar el número de personas que trabajaban en Italia |# 30|. La situación llegó a preocuparle, pues no disponía del necesario número de mujeres, ni las que poco antes habían llegado a la Obra estaban suficientemente formadas para marchar a otras tierras. Frenó, pues, sus proyectos de expansión apostólica y decidió, en 1952, no abrir por unos años nuevas residencias de estudiantes en España, para evitar el movimiento excesivo del personal de las casas de la Sección Femenina |# 31|, y para dar espacio y tiempo a su formación.

* * *

Todo esto en cuanto a las personas; pero, ¿y los medios? Esta misma pregunta se la había hecho ya en Camino |# 32|.

¿Qué podía dar el Padre a quienes marchaban a otras naciones sino sus consejos y su bendición paterna? No era poco, sin embargo, y sus hijos se lo agradecían más que los bienes materiales o el dinero, porque con ello les transmitía la seguridad y la esperanza de que todo iría bien. Así quería el Señor que comenzasen: faltos de todo. Pero lo más grave era que se volvían las tornas y que no pasaba mucho tiempo sin que el Padre se viese obligado a pedirles limosna a ellos, para acabar las obras de la Sede Central.

De su llegada a México con otros dos miembros numerarios cuenta Pedro Casciaro: «Llegamos con la bendición del Fundador, una imagen de la Virgen, que nos regaló, como acostumbraba a hacerlo cada vez que se abría camino en un país, y sin medios materiales» |# 33|. Luis Sánchez-Moreno, que regresaba al Perú, describe su despedida: «En Roma me dio, con detenimiento y cariño, consejos muy acertados, junto con su bendición, una imagen de la Virgen y un crucifijo» |# 34|. La falta de medios materiales, de dinero, la suplía el Padre con oración y afecto. Como el jardinero de la parábola, tenía para con el arbolito trasplantado toda clase de mimos y cuidados. Hasta que no ha prendido bien en el nuevo suelo, lo vigila con atención, le dedica tiempo, añade tierra de buena calidad, le pone abono, lo poda de brotes superfluos.

Así el Padre. Espiritualmente tenía a sus hijos consummati in unum. No otro es el sentido de su compañía por encima del tiempo y del espacio. Ya sabéis que, desde lejos, os acompaño siempre |# 35|, escribía a sus hijas de México. O bien, cuando encabezaba una carta a los de Australia: ¡Cuánta compañía os hago, desde aquí! |# 36|.

Materialmente, se interesaba por ellos en todo momento. ¿Qué vida hacían?; ¿avanzaban en el estudio del idioma?; ¿tenían amigos?; ¿y las comidas?

Cuando escribáis —pedía al Consiliario de Estados Unidos—, contadnos muchas cosas, detalles: así me hago la ilusión de vivir, aun materialmente, con vosotros en estos primeros tiempos americanos, que son tan de Dios |# 37|.

Conocer esos detalles no era simple curiosidad, sino imperiosa exigencia de sus sentimientos paternales y hasta prudencia de gobierno, como cuenta a sus hijas de Estados Unidos:

Cuando me escribís —Nisa— y me contáis cosas menudas de vuestra vida, lo agradezco: porque tengo derecho a saberlas y porque así me parece que os acompaño un poco más desde aquí |# 38|.

Leía con gusto las cartas que le venían de Europa o América e insistía en que le escribiesen con frecuencia, contándole detalluchos, o detallicos, o cosicas pequeñas |# 39|. Le escribían, y se iba enterando de las menudencias. Por lo visto, en México tenían unos pequeños caimanes deambulando por la casa. El Padre tenía claro que no era conveniente, y se lo dijo con fuerza al Consiliario |# 40|.

Si llegaba a su conocimiento que alguien de la Obra se encontraba mal de salud, el Padre no sosegaba hasta estar completamente informado. Cuando enfermó en México Guadalupe Ortiz de Landázuri, inmediatamente pidió detalles al Consiliario y escribió a su hija:

Guadalupe: que Jesús te me guarde.

Contento, porque sé que estás bien. Debes dejarte cuidar, porque no podemos permitirnos el lujo de estar enfermos: duerme, come, descansa, que así agradas a Dios. Para ti y para todas, la bendición más cariñosa de vuestro Padre

Mariano |# 41|.

De este modo, interesándose por todos, y siguiendo de cerca sus pasos, dolores y alegrías, el Padre creaba, hasta los límites por donde andaban esparcidos sus hijos, un ambiente de familia que era vínculo de unidad |# 42|. Sostén necesario en la primera época de acomodación en otro país. Porque, ¿quién, fuera de Dios, podría decirles cuánto tiempo tardarían en arraigar? No olvidéis —les recordaba el Fundador— que la labor, al principio, es oscura y sin extensión: pero es preciso pasar por esta etapa, para llegar a las demás |# 43|. El Padre les hacía ver que tenían el mismo bagaje con el que se empezó la fundación en 1928: juventud, gracia de Dios y buen humor. Muy contento, con esos comienzos vuestros en Nápoles —animaba a sus hijas—. Con buen humor y gracia de Dios, adelante |# 44|. (La juventud se la daba por descontado.)

El esfuerzo, las pequeñas contradicciones, la impaciencia o los sufrimientos cotidianos podían minar las reservas de energía de quienes vivían instalados en el país del trasplante. Entonces, el Fundador se hallaba presto a enjugar las lágrimas de sus hijos, darles consejo y encontrar solución a sus problemas, levantándoles el ánimo como podía o Dios le daba a entender. Solía hacerlo por carta.

A un hijo suyo del Ecuador:

es lógico que haya que sufrir —tú, yo y los otros—, porque el dolor es la prueba del amor: y no quita la paz, si tenemos el espíritu del Opus Dei, y es señal de fecundidad sobrenatural. ¿Claro? |# 45|.

A los de Viena, que se resentían del peso agobiante de un trabajo sin luces, les recomienda que se pongan de acuerdo con los alemanes para descansar sin desatender la labor en los centros. Además, les añade: Todo eso no tiene importancia, si no me dejáis las Normas y si se organiza el descanso |# 46|.

Otras veces se infiltraba un ligero pesimismo general, viendo que no llegaban los frutos del esfuerzo realizado. Recurrían entonces al Padre en busca de consuelo. Para tales casos recomendaba ver los sucesos a cierta distancia y con perspectiva sobrenatural, como escribía a sus hijas irlandesas:

Me llega la noticia de que estáis un poco chafadas, pesimistas. Y os escribo para deciros que sólo tenéis motivos de alegría y de optimismo.

Sin embargo, como cuando se está cerca del cuadro —y es vuestro caso— no se ve a veces la calidad de la pintura, me hago cargo de vuestras circunstancias, y os aconsejo que habléis sinceramente con vuestro Consiliario |# 47|.

En fin, adelantándose a posibles impaciencias o desalientos causados por una esterilidad aparente de la labor, les ponía en guardia, con optimismo:

Si esto sucede, alegraos y llenaos de fortaleza, porque de esa tribulación se seguirá pronto un gran provecho. Cuando queremos meter un clavo en una pared, y el clavo entra sin dificultad, resiste poco peso. Pero si el muro opone resistencia, el clavo puede después soportar una gran carga.

Pasan meses —a veces años— de esterilidad aparente. No olvidéis sin embargo que, si la siembra es de santidad, nunca se pierde; otros recogerán el fruto |# 48|.

No todos, claro es, se adaptaban a la nueva tierra. Si te cuesta el trasplante —escribía el Padre a uno de éstos—, no es fracaso ninguno, ni humillación, salir de ese país para trabajar en otro |# 49|. Pero, pronto o tarde, llegaban las primeras personas del nuevo país que pedían la admisión en la Obra. El Fundador les llamaba cariñosamente mi primogénito o mi primogénita, porque eran las primicias de cada país. Lo cual engendraba responsabilidad espiritual, porque también sobre su ejemplo se había de construir el Opus Dei en aquella nación.

Que seas hombre de oración, mortificado y eucarístico —exhortaba el Padre a Dick Rieman, el primer norteamericano—: así serás un buen puntal en esa América grande y generosa [...]. El primero: ¿has pensado alguna vez en la gracia de Dios, y en la bendita responsabilidad que eso significa? |# 50|.

Volviendo ahora, de nuevo, a la parábola del trasplante, una doctrina más tiene que añadir el Fundador:

Es frecuente que los jardineros o los hortelanos, para que crezcan derechos los árboles recién trasplantados, les pongan al lado un rodrigón, un gran palo, grueso, recio, que ni siquiera da frutos propios, que no tiene más misión que asegurar el crecimiento y los frutos del árbol pequeño y joven. ¡Qué entrega, qué humildad!

Especialmente los Directores y los sacerdotes han de hacer de rodrigón, y gozarse en la vida, en la lozanía y en los frutos de los demás. Hacer de rodrigón con un maravilloso sentido de paternidad, para contribuir a que los trasplantados echen raíces y crezcan en Jesucristo |# 51|.