4. Arte de gobernar

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

La decisión tomada en el Congreso General de 1956, en Einsiedeln, inauguró una nueva etapa de gobierno en la Obra. Con el traslado a Roma del Consejo General, cuyos miembros residían hasta entonces en Madrid, salvo el Padre y don Álvaro, pudo llevar plenamente a cabo el sistema de gobierno tal como lo había concebido el Fundador y estaba ordenado en los Estatutos del Opus Dei.

La estructura funcional de ese tipo de gobierno no fue hallazgo espontáneo, ni elaboración basada en el estudio o imitación de otras instituciones eclesiásticas o civiles. Porque, al igual que el Opus Dei constituía un fenómeno pastoral sin precedentes, y, por ello, sin cauce jurídico apropiado, algo similar ocurrió con el trazado del sistema de gobierno. El Fundador hubo de proceder paso a paso. En un primer momento no fue necesario atenerse a ningún reglamento. Bastaba con las decisiones y orientaciones dadas en persona, pues se encontraba físicamente al lado de los directores de los primeros centros de la Obra. Al acabar la guerra civil, sin embargo, previendo el mucho trabajo y la necesidad de hacer frecuentes desplazamientos, que le obligaban a estar ausente de Madrid, eligió a Álvaro del Portillo como su primer colaborador en las tareas de gobierno, con el cargo de Secretario General. La táctica del Padre —evitar el riesgo de hacer un traje y meter dentro a la criatura— estaba dictada por la prudencia y de acuerdo con las circunstancias. Gobernaba de palabra o por escrito: por carta, con notas o avisos. Esto era suficiente. Pero, con el correr del tiempo, al tener que presentar la instancia para la aprobación del Opus Dei como Pía Unión, se vio obligado a redactar una serie de documentos, entre ellos el Reglamento |# 111|. En dicho Reglamento, bajo el epígrafe Órganos directivos se mencionan, a escala nacional, el Consejo y la Asamblea |# 112|.

Dos años más tarde, en 1943, empujado por las circunstancias y por el rápido desarrollo que estaba adquiriendo la Obra, hubo de pensar en la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei. Adjunto a la instancia en que se solicitaba el nihil obstat de la Santa Sede iban los Lineamenta, donde se desarrolla por entero el régimen de gobierno en sus tres grados —General, Territorial y Local— y los diversos cargos de dirección, nombramientos y competencias |# 113|.

Nunca sintió el Fundador la urgencia de fijar un sistema de gobierno, en tanto no lo exigiera la condición de desarrollo de la Obra. No obstante, dejó señaladas algunas indicaciones, que son consideraciones de carácter general. Algo así como un avance de la sustancia del arte de gobernar. Bien es verdad que, más que a la estructura o a la organización, miran a los criterios de un buen funcionamiento. Una de las primeras fichas sobre esta materia se recoge en los Apuntes íntimos:

23-XI-1930: Entiendo que el gobierno de la O. de D. no ha de ser dictatorial; mucha democracia. Y mucha obediencia |# 114|.

Sobre ello vuelve poco más adelante:

Ya se dijo, pero insisto: el gobierno de la O. de D. no ha de ser dictatorial. Nada de falsas democracias. Elección prudente, en la forma bien democrática que se indique |# 115|.

Es claro que lo que pretendía el Fundador a todo trance era evitar un gobierno que degenerara en tiranía, en falta de libertad, en protagonismo personal y en coacción. A impedir tal peligro van encaminados sus primeros pasos en la búsqueda de un sistema de gobierno en el Opus Dei. Ya en la Instrucción para los Directores, para quienes participan de las preocupaciones de gobierno, que comenzó a escribir en mayo de 1936 con el pensamiento puesto en la próxima creación de un centro en Valencia y otro en París, vuelve sobre el tema. Ahí aparece la idea del gobierno colegial como correctivo contra la tiranía:

Está dispuesto que en todas nuestras casas y Centros, en todas nuestras actividades, haya un gobierno colegial, porque ni vosotros ni yo nos podemos fiar exclusivamente de nuestro criterio personal. Y esto no está dispuesto sin una particular y especial gracia de Dios [...].

Sirve ese gobierno colegial, para que no se pueda decir nunca de ninguno de vosotros: te han constituido en autoridad, y te has hecho un tirano |# 116|.

Tanto aborrecía el Fundador la tiranía, y tanto amaba la libertad, que a lo largo de su vida no dejó de repetir mil veces esta idea. ¿Por qué se exige en la Obra, en todos los niveles, un gobierno colegial?, nos preguntamos.

Para que no se caiga en la tiranía, responde el Fundador. Es una manifestación de prudencia, porque con un gobierno colegial los asuntos se estudian más fácilmente, se corrigen mejor los errores, se perfeccionan con mayor eficacia las labores apostólicas que ya marchan bien. Si gobierna una sola persona, los males son incalculables, y difícilmente se evita no terminar en la dictadura y en el despotismo |# 117|.

Otra posible respuesta, discretamente velada por la humildad del Fundador, es que la medida de implantar la colegialidad a todos los niveles de gobierno proviene de una expresa inspiración divina. Sin forzar el hilo de la reflexión, esta idea se desliza suavemente en el texto cuando el Fundador añade: Y esto no está dispuesto sin una particular y especial gracia de Dios: por eso, sería un grave error no respetar ese mandato |# 118|. La colegialidad es, pues, característica esencial en el gobierno del Opus Dei.

A medida que tomaba cuerpo la Obra en su desarrollo histórico, el Fundador hubo de seguir observando de cerca las líneas de expansión apostólica. El hecho, por ejemplo, de ver cómo se extendía por todo el mundo hizo necesaria una dirección general y centralizada en Roma, para mantener la unidad de la Obra. No se trataba de una novedad, porque desde la fundación del Opus Dei la universalidad de la empresa estaba continuamente en el pensamiento del Padre. De acuerdo con esta idea, un sistema de gobierno de ámbito internacional exigía la división por circunscripciones territoriales, cuyos límites coincidirían, por lo general, con los diversos países o Estados. En la mente del Fundador a estos gobiernos regionales correspondía promover iniciativas, impulsar las labores y resolver in situ los problemas que surgiesen. En fin, los Consejos locales —es decir, los directores locales de cada Centro— podrían atender personalmente a cada uno de los miembros residentes en un lugar determinado.

Un tipo de gobierno de este estilo aparece embrionariamente esbozado en los Lineamenta de 1943. Plenamente desarrollado después en el Ius peculiare de 1947, de donde pasará, ampliado en algunos puntos, al Codex Iuris peculiaris de 1950. Tal sistema, en vigor al tiempo de la aprobación definitiva del Opus Dei, es en sustancia el actualmente vigente, salvo algunos cambios en la nomenclatura |# 119|.

Al decidirse el Fundador por los criterios de colegialidad y universalidad estaba ya proyectando un futuro sistema que había de montarse sobre dichos principios rectores. La idea era fecunda, pero no lo suficientemente desarrollada como para señalar y distribuir funciones y competencias. ¿Podría el Fundador descender imaginativamente al articulado de gobierno? ¿Estaba en condiciones de juzgar sobre la eficacia de un sistema que no había entrado aún en pleno funcionamiento? Además, ¿existían acaso instituciones análogas con las que poder contrastar un nuevo modo de gobierno? Las variables condiciones de vida familiar y social de los miembros del Opus Dei, insólitas exigencias profesionales, disparidad de cultura y formación y, en fin, los mil modos de hacer apostolado escapaban, sin remedio, a todo intento de encasillamiento normativo.

En un principio gobernaba el Padre con muy pocas personas y un número muy reducido de disposiciones. De su despacho en Roma, al tener que enfrentarse con casos concretos y dar normas para las labores apostólicas, fue emanando una abundante experiencia de gobierno. Disponía conforme se presentaba la necesidad, porque era enemigo declarado de la casuística, de la burocracia y de imaginar situaciones hipotéticas. Ocupaciones éstas que comen tiempo, restan energías y retrasan las decisiones. La actividad apostólica se abría curso a sus anchas, según soplaba el Espíritu, sin estructuras organizativas ni planes colectivos controlados desde la cumbre de gobierno. Las iniciativas surgían de la espontaneidad apostólica de la persona |# 120|.

Cabe preguntarse, por curiosidad, cuál fue el resultado de una tarea de gobierno dirigida, única y exclusivamente, a proporcionar a los miembros del Opus Dei la asistencia espiritual necesaria para su vida de piedad, y una adecuada formación espiritual, doctrinal-religiosa y humana |# 121|. Porque una vez cumplido este objetivo, el Opus Dei, como tal, había terminado su función, había alcanzado su cometido. A partir de ahí comenzaba el campo de la libre y responsable acción personal de cada uno. ¿Preveía el Fundador adonde iría a parar con ese modo suelto y optimista de dirigir una empresa apostólica? En más de una ocasión hubo de reconocer que el Opus Dei, bajo este aspecto, era una organización desorganizada o una desorganización organizada |# 122|, que para el caso es lo mismo. Ahora bien, ¿era esto lo que esperaba del desarrollo de la Obra?

En una Instrucción de 1941 adelanta el Fundador que la Obra, a causa de la secularidad de sus miembros, apunta hacia una desorganizada organización, hacia una peculiar organización divina, que tiene la aparente desorganización de todas las cosas vitales |# 123|.

La Obra —explicará en 1959— no tiene una finalidad apostólica única y especializada sino que tiene todas las especializaciones de la sociedad humana. Por eso, en el Opus Dei

está presente toda la sociedad actual, y lo estará la de siempre: intelectuales y hombres de negocios; profesionales y artesanos; empresarios y obreros; gentes de la diplomacia, del comercio, del campo, de las finanzas y de las letras; periodistas, hombres del teatro, del cine y del circo, deportistas. Jóvenes y ancianos. Sanos y enfermos. Una organización desorganizada, como la vida misma, maravillosa; especialización verdadera y auténtica del apostolado, porque todas las vocaciones humanas —limpias, dignas— se hacen apostólicas, divinas |# 124|.

No solamente había previsto esa organizada desorganización sino que la considera —en 1967— como la desembocadura lógica y apropiada de una recta actividad según el espíritu genuino del Opus Dei. Es más, esa bendita desorganización, como la apellida el Fundador, proviene, según sus palabras: de un justo y necesario pluralismo, que es una característica esencial del buen espíritu del Opus Dei, y que a mí me ha parecido siempre la única manera recta y ordenada de concebir el apostolado de los laicos |# 125|.

Organización desorganizada —aclara en otra ocasión— quiere decir que se da primacía al espíritu sobre la organización, que la vida de los miembros no se encorseta en consignas, planes y reuniones. Cada uno está suelto, unido a los demás por un común espíritu y un común deseo de santidad y de apostolado, y procura santificar su propia vida ordinaria |# 126|.

En medio de este desorganizado crecimiento, con vitalidad y savia divina, la mente del Padre había ido por delante de la historia. Todavía en los comienzos, a poco de fundar el Opus Dei, intentó encerrar en unas cuartillas las directrices del apostolado que con los años habían de desarrollar sus miembros. Y esos esquemas, henchidos de inspiración y de planes, y carentes de método, fueron materia de las charlas con sus amigos en los paseos por La Castellana o en las tertulias de El Sotanillo, en Madrid. Los cuadros sinópticos de la Obra, escribe en sus Apuntes íntimos, me han servido de guión para contar nuestro secreto a las almas que Dios ha ido presentando |# 127|. Don Josemaría, entonces un joven sacerdote, hablaba a sus seguidores de una naciente labor apostólica, todavía en pañales. Le escuchaban embobados desplegar un futuro fabuloso. En unos oyentes levantaba el entusiasmo; mientras que otros, escépticos, considerándolo más fríamente, creían oír puras quimeras. Treinta años más tarde la realidad había superado, con mucho, tan fervorosos ensueños.

* * *

En la Instrucción para los Directores, recogió el Fundador su sapiencia, cosa que es algo más que un puro conocimiento técnico, sobre la manera de gobernar y dirigir almas en la Obra |# 128|. Porque la función del Director —escribe— no es una labor burocrática sino un empeño por buscar la santidad |# 129|. De esa misión sobrenatural se sigue que el objetivo de quienes ejercen un cargo de gobierno es lograr la santidad de sus hermanos y la propia. El gobernar es tarea de servicio y de amor; gobernar es desvivirse por los demás, olvidándose de uno mismo para pensar exclusivamente en nuestros hermanos |# 130|. Por lo que el nombramiento para un puesto de dirección en la Obra significa una oportunidad más de servir |# 131|. Y esta idea de servicio vigilante en las tareas de gobierno la llevaba tan metida en el alma que en cierta ocasión, al encontrarse con un hijo suyo, recientemente nombrado para un puesto de dirección en el Consejo General, le preguntó: ¿Cuándo vienes a dormir a la Villa Vecchia? (En la Villa Vecchia estaba la Sede Central). Mas, no había acabado de hacer la pregunta cuando se corrigió inmediatamente: a dormir, no; a velar.

Éste era el consejo que daba a los Directores:

siéntase instrumento para servir a la Iglesia; vea en los cargos, cargas, no derechos, deberes; y hágase todo para todos, persuadido de que la razón de su existencia en la tierra es una gustosa, voluntaria y actual servidumbre |# 132|.

Dentro del arte de gobernar sirviendo |# 133| no hay lugar para el Director propietario, que hace y deshace a su arbitrio y antojo, guiado exclusivamente por su particular criterio y comportándose como un auténtico tirano. (Al Director propietario —decía el Fundador entre serio y bromista— lo he matado hace muchos años, por la espalda, como a un traidor |# 134|). Con sus disposiciones sobre el gobierno de la Obra había asestado cinco puñaladas al tirano, aunque una sola de ellas fuera suficiente para quitarlo de en medio:

No me cansaré de deciros que hay cinco puntos que son como la base de la ciencia de gobernar en el Opus Dei: tener siempre visión sobrenatural, sentido de responsabilidad, amor a la libertad de los demás —¡escucharles!— y a la propia, convicción de que el gobierno tiene que ser colegial, convencimiento de que los Directores se pueden equivocar y que, en ese caso, están obligados a reparar |# 135|.

La conducta del Padre —entonces Presidente General— era exquisitamente delicada. Si había de dar su parecer en las reuniones colegiales, lo hacía en último término, para evitar que los demás se sintieran influidos, aun inconscientemente, por su opinión. En tales circunstancias respetaba con absoluta escrupulosidad la libertad ajena: Yo no soy más que un voto, decía |# 136|. Del buen funcionamiento de la máquina de gobierno, siempre que se cumpliesen por parte de sus miembros las obligaciones señaladas, esperaba saludables resultados. Porque, ¿a santo de qué iban a recibir iluminaciones de lo alto, si antes no ponían los medios imprescindibles para ello? Si se hacen las cosas de este modo —enseñaba el Fundador— la labor es más fácil, más eficaz, más serena, y la gracia de Dios más abundante |# 137|. Respetaba, por consiguiente, las competencias señaladas por el Codex particular del Opus Dei; y recomendaba con insistencia a sus hijos del Consejo General que, caso de excederse alguno en sus atribuciones, le dieran aviso inmediatamente. No era infrecuente —cuenta uno de ellos— que el Padre corrigiese los escritos preparados para enviar a algún país; y si notaba que sus hijos se habían extralimitado en algo, les advertía que no debían mangonear en las Regiones, pues eso era quitarles iniciativa y responsabilidad |# 138|. Tan a pecho tomaba este asunto de las competencias que una vez, en que posiblemente se excedieron al contestar una consulta, el Fundador estuvo dándole vueltas esa noche; y al día siguiente, a las siete y media de la mañana, llamó a un miembro del Consejo. Había que rectificar aquella indicación hecha a Inglaterra, le dijo, porque estábamos mangoneando. Ese asunto debía resolverlo libremente la Comisión de aquel país |# 139|.

La postura moral recomendada por el Fundador no consistía tan sólo en la actitud negativa de no entrometerse en materias fuera de su incumbencia. Exigía a los gobiernos de las distintas Regiones que conocieran bien los derechos que les correspondían, y los ejercieran. Quería que los organismos intermedios no declinasen responsabilidades ni trasladaran a nivel superior los asuntos que ellos mismos podían resolver. Y recordaba a los Directores cómo estaban obligados a desempeñar todas las atribuciones de su cargo: ¡Cada palo que aguante su vela! |# 140|, les decía, haciéndoles ver que no debían zafarse de responsabilidades.

Como queda advertido, no era el Fundador hombre que esperase iluminaciones llovidas gratuitamente de lo alto. Lo procedente era el estudio oportuno y el trabajo serio, como en un laboratorio: el fenómeno en sí, y luego los antecedentes, y los fenómenos paralelos que sean similares. Después, sólo después, se toman las decisiones |# 141|. Habitualmente hacía notas por escrito, para no dar lugar a la improvisación; y llevaba a la meditación esos apuntes antes de determinarse en uno u otro sentido |# 142|. En los acuerdos o resoluciones de gobierno jamás mostraba precipitación. Resolvía los asuntos con diligencia, dando tiempo al tiempo, con serenidad, estudiándolos a fondo si eran de grave importancia. Sabéis perfectamente —escribía a los Directores— cuál es mi criterio, para llevar bien el despacho: las cosas urgentes pueden esperar, y las cosas muy urgentes deben esperar |# 143|.

El Padre, espontáneamente, conjugaba la seriedad propia de las tareas de gobierno con su buen humor. En cierta ocasión, un día de 1965, las directoras de la Asesoría estaban viendo con él un asunto urgente. Allí se escuchaban todo tipo de opiniones, cuenta una testigo. Bastó un comentario lleno de buen humor del Padre para que volviese la calma |# 144|.

Jamás perdía el punto de mira sobrenatural, para que no olvidasen que detrás de los papeles hay que ver almas; y pedía luces a Dios para ejercer rectamente su función |# 145|. En las breves reuniones de gobierno que tenía con la Asesoría Central, antes y después de estar con sus hijas, saludaba al Señor en el oratorio. Cierto día, al terminar el despacho, se detuvo en el oratorio y mirando al Sagrario dijo:

Señor, he hecho lo que estaba a mi alcance, sugiriendo a mis hijas el modo de orientar este asunto para que lo estudien; ahora eres Tú, como siempre has hecho en la historia del Opus Dei, el que tienes que encargarte de que todo salga bien |# 146|.

En un punto de gobierno se mostraba el Fundador particularmente celoso y prudente, llegando su fidelidad a extremos apasionados. Ese punto era la defensa del espíritu del Opus Dei. Detectaba la más mínima desviación, y ponía inmediato remedio |# 147|.

A todos los miembros del Opus Dei recomendaba franqueza, sin temores ni recelos, en su trato con los Directores. Tened muy en cuenta —les decía—, que, en la Obra, el gobierno funciona a base de confianza |# 148|.

Estaba convencido de que nadie era indispensable en el Opus Dei: ni yo, que soy el Fundador |# 149|, añadía. La humilde cantinela de gobierno en labios del Padre era ésta: Soy un pobre hombre y me tenéis que ayudar |# 150|. Pero, cuando en cierta ocasión, oyó a un miembro del Consejo General decir: Nosotros, que ayudamos al Padre a gobernar..., le interrumpió corrigiéndole: ¡No! Vosotros no ayudáis al Padre a gobernar. Vosotros gobernáis con el Padre |# 151|, como para recalcar el sentido colegial con que se ejerce ese deber en la Obra.

Hacia 1948 presentía el Fundador que se hallaba en vísperas de la expansión apostólica por Europa y América. Era consciente de que el tiempo urgía, de que había llegado el momento de formar a sus hijos y a sus hijas. Formar, sobre todo, a hombres y mujeres que estuviesen en condiciones de dirigir la Obra. Se anunciaba la gran diáspora, y los necesitaba para no interrumpir la continuidad de las labores apostólicas, es decir, como piezas de repuesto espiritual, que sustituyesen a los directores que habían de marchar lejos. La mayoría de los miembros del Consejo General residían entonces en Madrid, y a ellos escribe en febrero de 1948 recordándoles que el Consejo, a la vez que órgano Central de gobierno, debe ser escuela, donde se formen los equipos que puedan ir a constituir las Comisiones de las Regiones que se creen: preparar hombres de gobierno, ésta es una misión principalísima del Consejo |# 152|. La formación de hombres de gobierno la llevó a cabo el Padre en medio de penosas contradicciones, absoluta carencia de medios económicos, una gravísima enfermedad y tenaces forcejeos en busca de un seguro camino jurídico.

Importante capítulo el de la formación de directores. El Padre, con la vista puesta en el futuro, orientaba a quienes daban señales de un cierto don de gobierno. (Seguía al pie de la letra lo por él escrito, cuando decía que el Director debía ser al mismo tiempo un descubridor, un formador, un distribuidor de hombres) |# 153|. Los trataba, a ellos y a ellas —refiere Encarnación Ortega—, «ni con excesivo rigor, ni con excesiva indulgencia» |# 154|; pero les exigía, despertando en todos el sentido de responsabilidad. Antes de designar a alguien para un puesto de gobierno, o proceder a la provisión de cargos, hacía «larga y pausada oración» |# 155|. Después recordaba a los interesados que tuviesen muy en cuenta que no agrada a Dios el ambicionar cargos, ni desear retenerlos |# 156|. Y con frecuencia repetía a sus hijas y a sus hijos que: los cargos se toman con alegría, se llevan con alegría y se dejan con alegría |# 157|.

Pensando en el día de mañana, y en la continuidad de la Obra, les aconsejaba no hacer charcos, esto es, no detener el curso de las labores en marcha. Para lograrlo debían recoger la experiencia de sus predecesores, esforzándose en mejorarla con sus aportaciones, y transmitirla a otros, de modo que nuestro orgullo sea que haya muchos que sepan más que nosotros, que comiencen donde nosotros hemos terminado: y les serviremos de pedestal |# 158|.