2. Gobernando entre Roma y Madrid

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

No más de seis semanas llevaban los obreros en Villa Tevere, cuando estaba ya consumida la reserva de fondos para las obras. Naturalmente, esto no le cogió al Padre por sorpresa; aunque le preocupaba no haber hallado entretanto ninguna otra nueva fuente de financiación o de ingresos. Ocurriese lo que ocurriese, no pensaba suspender las obras. A su entender, lo que estaba sucediendo era señal inequívoca de que habría que ir adelante, y con mayor fe aún, como animaba a los del Consejo General:

Aquí también andamos ahogadísimos de dinero —gracias a Dios— y seguros en la fe de que hay que seguir adelante, como sea, en estas obras materiales que son maravilloso instrumento para un mañana tan próximo que se toca con las manos. Puntualizaré en la próxima carta. Humanamente no se ve salida. Y hay que salir. Y hacer todo lo propuesto. Quiero que acudáis al Corazón Inmaculado de María, con más seguridad que nunca: sub tuum praesidium!... |# 57|.

Tres días más tarde les volverá a escribir:

Ante las dificultades económicas que vivimos, no hay más remedio que poner los medios sobrenaturales y agotar los humanos [...].

A Dios rogando, pues, y con el mazo dando. Aquí mucho trabajo y grandes perspectivas. Por falta de dinero no se deben dejar de hacer las cosas: ¡hay que encontrar cuartos!

Que hagan particularmente los de Molinoviejo una novena a la Madre del Amor Hermoso, por esto |# 58|.

Pasó otro mes y el Padre escribía a sus hijos de México:

Roma, 29 de agosto, 1949

Que Jesús me guarde a esos hijos.

[...] Álvaro se fue a España hace casi un mes, para ver si podemos resolver un poco las preocupaciones económicas que tenemos en Italia. No sé hasta qué punto encontrará solución, porque allí gracias a Dios están también con el agua al cuello |# 59|.

Esta actitud de valiente optimismo, frente a una palpable y visible penuria, caracteriza a un empresario de gran talla sobrenatural. Pero más asombroso todavía es su comentario al sentir que la pobreza estrujaba a la Obra por todas partes: gracias a Dios —dice— también están en España ahogados de dinero y con el agua al cuello |# 60|.

En esos momentos empezaban el Padre y sus hijos a padecer con mayor crudeza la anunciada pobreza de veras, pobreza encantadora. Laus Deo! |# 61|. Pobreza aceptada, voluntaria y amorosamente, con todas sus consecuencias: preocupaciones, hambre, sustos, enfermedad, incomodidades y fatiga, sueño e insomnios...; y alegría, orden, laboriosidad, humillaciones, serenidad y lucha ascética; y oración con fe, amor y esperanza. Por todo esto, que estaba pronto a descargar, daba gracias anticipadas, consciente de que aún tenía mucho que hacer en esta vida, como confesaba con gran sencillez a sus hijos:

¡Y yo que creía, ingenuamente, que ya me podía morir! Verdaderamente sería cosa cómoda |# 62|.

* * *

Si, alzando el vuelo, echamos la vista atrás, no podrá menos de intrigarnos la actividad viajera del Fundador entre 1946 y 1949. Durante tres años estuvo yendo y viniendo, de Madrid a Roma y de Roma a Madrid. En tres años cabales se registran siete viajes entre España e Italia: la séptima vez que deja Madrid es el 23 de abril de 1949. Pues bien, con esa fecha se asienta en Roma y si, de allí en adelante, hace alguna escapada apostólica será siempre para regresar a su base, esto es, a Villa Tevere. Con anterioridad, Roma o Madrid habían reclamado, alternativamente, su presencia. Más de trescientas cartas se conservan del espacio que media de junio de 1946 a junio de 1949. Esa correspondencia habla, bien a las claras, de la atracción ejercida por Roma, es decir, de su trabajo y actividades en Italia, que fueron polo de acaparamiento de sus energías. Por el contrario, sus estancias en Madrid vienen exigidas siempre por algo imprevisto o extraordinario, por lo general sucesos ineludibles.

En efecto, por lo que va dicho, se saca la impresión de que las causas que le obligaban a salir de viaje eran casi siempre ingratas. No es de extrañar, por lo tanto, que si el Fundador tenía que ir de un lado para otro no lo hiciera, precisamente, de buen grado. En junio de 1946 salió en el J.J. Sister a petición de don Álvaro, que se consideraba desgastado de tanto importunar en la Curia para que diesen salida a los trámites para aprobar las nuevas formas. En noviembre de ese mismo año tuvo que volver, porque el Decretum laudis estaba pendiente de concesión. Doce meses más tarde, porque la avalancha de solicitudes, que amenazaba con desvirtuar la naturaleza de los Institutos Seculares, le forzó a dejar de nuevo Madrid. En fin, últimamente, en la primavera de 1949, porque tuvo que enfrentarse con el problema de las obras de la Sede Central.

De otra parte, en la correspondencia datada en Roma, es decir, en las cartas enviadas a Madrid, se advierte la solicitud del Fundador, impaciente por echar una mano en los muchos negocios de gobierno que no podía atender directamente desde Roma. Unas veces parece pedir disculpas a los del Consejo General por su prolongada ausencia (ya ves que es menester alargar mi estancia en Roma) |# 63|; en otras, da explicaciones por su retraso (el Señor ha dispuesto que también pase estas Navidades fuera de España) |# 64|; o ansía volver a verlos (ya es cuestión de una semana mi estancia aquí. Hasta luego) |# 65|; o se lamenta, en fin, de la lentitud con que marchan las cosas en Roma (Está visto que pasaré estas Pascuas en Roma) |# 66|.

Esto viene a corroborar, como veremos, que España era entonces, para la Obra, la reserva de gente madura, y la cantera de nuevos miembros. En España se hallaban los medios imprescindibles para sustentar la labor. En ella residía el Consejo General y la Asesoría Central, órganos de gobierno de toda la Obra, para hombres y mujeres, respectivamente. Durante esos tres años que van de 1946 a 1949 se da el estirón definitivo en España, hasta el punto de que lo que sigue es ya desarrollo encauzado. También se producen en dicho trienio los primeros saltos a otros países. Todo lo cual explica el porqué Madrid fue para el Fundador polo de atracción durante ese período.

Otro punto que hubo de tener en cuenta el Fundador era evitar que le involucrasen en cuestiones sociopolíticas |# 67|. Fue en Roma donde algunos dignatarios de la Santa Sede, con autoridad para ello, le aconsejaron que no diese ni siquiera ocasión remota de que le achacaran falsedades: si no le ven a usted, no se podrán inventar calumnias nuevas, le decían |# 68|. Don Josemaría aceptó gustoso el consejo que, a fin de cuentas, no era otro que su viejo lema: ocultarse y desaparecer |# 69|.

Sin embargo, por encima de todas estas razones estaba su primero y más venerable propósito, que era el de romanizar la Obra. Al considerar, por lo tanto, que había motivos en pro y en contra para justificar su presencia en Madrid, tomó la prudente resolución de dividir su tiempo y pasar, de cuando en cuando, cortas temporadas en España. Pero la verdad es que no tuvo que forzarse mucho para llegar a esa conclusión, porque vino impuesta por las necesidades mismas del gobierno de la Obra. De modo que Roma, providencialmente, fue el centro hacia donde gravitaba la Obra, a la vera del Vicario de Cristo.

De hecho el Fundador, ayudado por don Álvaro del Portillo como Procurador General, gobernó el Opus Dei desde Roma. Sin embargo, el resto del Consejo General y la Asesoría Central (que asisten al Padre, hoy Prelado del Opus Dei, como órganos del gobierno central) residían en Madrid por aquel tiempo. Esta solución provisional en que el Consejo General estaba dividido, con autorización de la Santa Sede, entre Roma y Madrid, no carecía de inconvenientes. El Fundador los compensaba con su dedicación, una copiosa correspondencia, y frecuentes viajes de coordinamiento |# 70|.

El Fundador concedía un prudente margen a los miembros del Consejo que residían en Madrid para que deliberasen y gobernaran colegiadamente:

En mi ausencia —les escribe en un primer período— continuad estudiando las cosas y resolvedlas de común acuerdo los que formáis el Consejo |# 71|.

La naturaleza misma del Fundador, detallista y atento siempre al pormenor, facilitaba este entenderse a distancia. Pero si las circunstancias de tiempo, modo o lugar lo requerían, dejaba al buen criterio de sus hijos la decisión, sin intentar imponer un punto de vista personal, deformado tal vez por la distancia: Desde aquí no se ven con todo detalle las cosas —les confesaba en otra ocasión—. Por eso, no toméis a la letra lo que os voy a decir |# 72|.

Evitaba que se repitiera lo que refiere la historia de los Oidores en la época colonial española. Cuando llegaban a las Audiencias del Nuevo Mundo los mandamientos del Consejo de Indias, algunas veces elaborados y dictados con desconocimiento de las circunstancias peculiares del lugar en que habían de ejecutarse, los señores Oidores, en señal de acato a la autoridad, colocaban los papeles sobre sus cabezas al tiempo que exclamaban: se obedecen, pero no se cumplen. El riesgo que podía correr el Fundador era de distinto género. ¿Cómo entender si lo que decía el Padre era una sugerencia, una indicación, o era, por el contrario, un deseo que quería ver cumplido? De ahí nacía alguna que otra equivocación, que muestra la exquisita disposición de sus hijas y de sus hijos para llevar a cabo, con mil amores, cualquier deseo del Padre.

Un suceso de este tipo ocurrió en Los Rosales, en la casa de Villaviciosa de Odón |# 73|. El Fundador mismo tuvo que intervenir para aclarar que no era conveniente convivir con una colmena, pues ellas, pensando que era un deseo expreso del Padre, habían decidido poner una |# 74|.

Durante los años en que el Fundador estuvo largas temporadas ausente de Madrid dejó claramente establecidos los encargos que debían sacar adelante el Consejo y la Asesoría. Tres eran sus intenciones. En ellas estribaba el desarrollo del Opus Dei; a saber: más hombres y mujeres para sacar adelante la Obra, más Centros para formarles y más sacerdotes para antenderlos espiritualmente: Tres puntos por los que estoy en una oración continua, a pesar de mis miserias, y por los que pido intensamente en la Santa Misa cada día |# 75|.

Transcurrió un año, y volvía a repetir esos tres puntos, en los que resumía todas sus actuales preocupaciones |# 76|. Como siempre, la cabeza de don Josemaría hervía con proyectos apostólicos. No le faltaban jamás iniciativas, pero sí medios materiales, tiempo y gente. Sus planes, aunque realistas y concretos, tenían aspiración universal y metas, por el momento, inasequibles:

El mundo es muy grande —¡y muy pequeño!— y es preciso extender la labor de polo a polo |# 77|.

Los proyectos de expansión caminaban sobre dos ruedas. Por un lado la gente. Por otro, los edificios en que iban a tener su sede las obras apostólicas. Estos dos elementos, el humano y el material, unas veces marchaban a la par y, otras, desparejados. En el último período de los años cuarenta, por ejemplo, las mujeres seguían atrasadas en número en comparación con los hombres. (Me hago cargo de la escasez de personal, que ahí tenéis |# 78|, les escribía el Padre). Pero no por eso cejó en sus planes de crecimiento, seguro de que a la postre todas las necesidades quedarían ajustadas. La conclusión que sacaba ante un panorama erizado de obstáculos era siempre la misma: que Dios no le defraudaría. Pero su optimismo, apoyado en motivos sobrenaturales, recibía además el impulso de una recta y constante voluntad de superación. De manera que si había de exponer una triste realidad, o censurar algo, o dar cuenta de un aprieto, su narración acababa siempre con una nota de victoriosa y positiva alegría:

Como pronto podremos contar con dos edificios nuevos —La Pililla y Molinoviejo— para Centros de Estudios y con las casas de Santiago y Barcelona [...] y como se necesitará gente para las residencias de estudiantes de Roma, Lisboa y Dublín (más tarde, al año siguiente: París, Chile, Colombia, Méjico y Argentina); y como será menester comenzar con la labor del campo y con la imprenta y con la clínica... ¡hace falta gente! Y hace falta formarla cada día mejor.

Miro el porvenir con mucho optimismo: veo ejércitos de hijas mías de todos los países, de todas las razas, de todas las lenguas. Basta con que las primeras hagan lo que puedan —¡con alegría!— por corresponder, obedeciendo —ancilla Domini— cada día con más empeño |# 79|.

La necesidad de que se incorporasen más mujeres al Opus Dei, como se ve por esta carta, era urgente. Especialmente se hacía sentir la de numerarias auxiliares, para el buen funcionamiento del conjunto de la Obra. Uno de los remedios sugeridos por el Padre era que en la administración de las residencias que se iban a abrir, como ocurriría en Granada en el otoño de 1947, las empleadas del hogar no fuesen de la Obra: de ese modo entiendo —escribe a la Asesoría— que allí saldrán muchas vocaciones de sirvientas |# 80|. Pasados los meses, en las cartas que le llegaban de sus hijas se reflejaba una clara impaciencia. Los frutos no aparecían y el Padre se vio obligado a tomar la pluma para recomendarles calma |# 81|.

Don Josemaría, como Fundador y Padre, llevaba las riendas de gobierno y tenía presentes a sus hijas ante el Señor: estoy en oración constante por ellas —dice— para que sean santas, alegres y eficaces, sin pequeñeces |# 82|. Y como buen director de almas y experto conocedor de la psicología femenina, enfrentaba a sus hijas con los fantasmas fabricados por la imaginación: gigantes de humo, penas sin sustancia, que podrían llevarlas a complicarse innecesariamente la vida, por no sujetar a tiempo las especulaciones. ¿Qué era todo aquello sino pequeñeces desorbitadas por la ficción?:

Que estén contentas siempre esas criaturas —servite Domino in laetitia!— y que sean muy sinceras; que sujeten la imaginación, que no se inventen penas innecesarias, y que sepan vivir nuestra vida de servicio a la Iglesia con toda su grandeza en las cosas vulgares, pequeñas y ordinarias: allí está Dios |# 83|.

Y se lo vuelve a recordar:

que no se compliquen la vida, inventándose penas y conflictos por pequeñeces sin categoría, que hay que olvidar inmediatamente, después de ofrecérselas alegremente al Señor. Y así serán sencillas, humildes, optimistas, eficaces: almas de oración y de sacrificio, según el espíritu de nuestra Obra. ¿Por qué no ser felices —gaudium cum pace!—, cuando el Señor nos quiere felices? |# 84|.

De cuando en cuando llegaban a manos del Padre en Roma los fajos de cartas que le escribían sus hijas y sus hijos. Ahora, que pasaba muchos meses en Roma, se hacía sentir más agudamente su lejanía física. Los que vivían en Diego de León, que era el Centro de Estudios, le echaban de menos de un modo particular. Ya no se encontraba con ellos en las animadas tertulias a última hora de la noche, antes de ir a la cama. La alegría que despertaba su presencia, la serenidad que emanaba de su persona, su conversación sobrenatural, tan alentadora, su sonrisa y sus dichos, eran tema de tertulia, pero en la categoría de los recuerdos. Con el crecimiento de la Obra se advertía que las distancias entre los Centros de distintas poblaciones y el número de los miembros pedían un nuevo orden, un comportamiento que, sin cambiar en lo más mínimo el espíritu y las costumbres, tal como se habían vivido desde los comienzos, se adaptase a la situación del presente. Leyendo las cartas que le enviaban sacaba consecuencias y orientaciones el Fundador para mejor provecho de sus hijos:

Uno de vosotros —manifestaba a los del Consejo— me ha hablado de su temor al papeleo, que necesariamente cada día es mayor, para el desenvolvimiento de nuestro apostolado. No hay que temerlo: hay que alegrarse, porque es síntoma de crecimiento, como en una persona física, al dejar la infancia, comienza la aparente complicación de los documentos de identidad, los certificados y títulos universitarios, la cartilla militar, etc. Si me conserváis nuestro espíritu, aunque no pueda haber aquella continua convivencia con el Padre, que otro, en su carta, añora, cada uno de los mayores y de modo especial los que tengan cargo de gobierno, en la Región o en una casa, sabrá dar aquel sentido sobrenatural y humano, de familia cristiana, que es fisonomía peculiar de nuestro Opus Dei. Luego, lo de siempre: vida interior, trabajo, alegría y una caridad fina —¡cariño!—, y de este modo no hay miedo al crecimiento, porque será crecer en número y en calidad —¡esos Centros de Estudios!— y en Amor de Dios y en eficacia |# 85|.

* * *

Otra importante intención del Padre por aquellos años, en que pedía al Señor con tanta insistencia que enviase gente a la Obra, era el mejorar la formación de los nuevos miembros, en su aspecto intelectual y en sus virtudes humanas. La labor de formación personal, iniciada con la dirección espiritual de cada alma, una a una, precisaba también de Centros de Estudios para los hombres y para las mujeres. Y si las numerarias auxiliares eran todavía escasas, razón de más —pensaba el Fundador— para aplicarse cuanto antes a formar bien a las primeras. A poco de pedir la admisión, las primeras numerarias auxiliares se fueron a vivir, por indicación del Padre, a Los Rosales; pero, al surgir allí algunos inconvenientes en la distribución del trabajo, se buscó solución en otra casa:

Me sigue ilusionando el pensamiento de que en La Moncloa tengamos el centro de formación de las sirvientas, mientras se arregla La Pililla y Molinoviejo |# 86|, escribe el Padre.

Lo estudiaron. No parecía fácil ni era el sitio más apropiado para un Centro de Estudios de las empleadas del hogar. En marzo de 1947 volvía el Padre a dirigirse a las de la Asesoría Central con una nueva sugerencia: ¿por qué no habilitar la Administración de Lagasca (Diego de León), reservando dos o tres cuartos para Centro de Estudios? |# 87|.

En abril insiste en la idea: sería fácil de arreglar aquello con poco gasto:

No olvidéis —les recuerda— que se comienza como se puede: si se espera a tener los medios humanos, no se comienza nunca. Los medios —y abundantes— vendrán a su hora: serán el premio de nuestro trabajo y de nuestra entrega, de nuestra fe |# 88|.

En mayo ya habían preparado un espacio mínimo para que pronto funcionase lo que el Padre (que consideraba aquello como un simple tanteo preliminar) denominaba conato de Centro de Estudios de sirvientas |# 89|. En fin, no era cosa de pedir peras al olmo. Por lo poco se empezaba, como siempre. No vaciló, pues, en felicitar de todo corazón a las que formaban parte de la Asesoría:

Acaban de llegar vuestras cartas: contentísimo con la casa de Lagasca, ¡el primer Centro de Estudios de sirvientas! Nace, como todo lo nuestro —como Jesús— con pobreza y sin medios materiales: éste es el camino.

Enhorabuena |# 90|.

* * *

Otra cuestión, presente de continuo en la mente del Fundador, era la de los sacerdotes. Su proyecto de expansión universal exigía nuevos centros y la atención espiritual reclamaba, a su vez, un mayor número de sacerdotes al servicio de todas las almas, primordialmente de los miembros del Opus Dei. Todo estaba articulado como un engranaje en movimiento. Ninguna pieza podía fallar, porque la máquina se pararía. Se avecinaba, además, la salida a otros países, la expansión por Europa y América. Era, por lo tanto, urgente ordenar a un buen número de sacerdotes, porque, además de sus tareas ministeriales, tenían como función específica ser elementos de cohesión y unidad espiritual de todos los miembros del Opus Dei.

Las estadísticas en esta materia son exactas, aunque el Fundador nunca hiciera uso de ellas. En su humildad no gustaba de triunfalismos ni de exhibiciones del potencial humano. No era de su estilo, ni era propio del espíritu de humildad colectiva que vivía la Obra. Baste indicar que a las ordenaciones de 1944 y 1946 siguieron otras nueve tandas entre 1948 y 1952, con un total de 44 sacerdotes más que sumar a los nueve primeros |# 91|.

He aquí una carta dirigida a los de la tercera promoción:

Roma, 18 de febrero, 1948

Que Jesús me guarde a esos tres.

Queridísimos Juan Antonio, Jesús y Adolfo: ¡Cómo me gustaría estar junto a vosotros el día de vuestra tonsura! Ya podéis suponer que, aunque me encuentre en Roma, no estaré muy lejos, a pesar de la distancia.

¿Qué os voy a decir? Que es una gran elección de Dios, la que Él hace dentro de nuestra Obra, para que seamos ¡los Sacerdotes! siervos de nuestros hermanos, que tienen nuestra misma vocación: siervos y modelos de santidad, de trabajo, de alegría: siervos e instrumentos delicadísimos, para formar y dirigir [...].

Hijos: predicad siempre a los nuestros —y a todos— que el problema de la eficacia de la labor apostólica es corresponder a la gracia de Dios, con alegría y con garbo ante la Cruz de cada día, con santidad personal.

Hijos: pedid al Señor muchas vocaciones: pedidle Sacerdotes doctos y entregados, que sepan ser de continuo —olvidados de sí mismos— el fundamento de nuestra unidad: consummati in unum!

Que nuestra Madre del Cielo, Spes Nostra, Sedes Sapientiae, Ancilla Domini, nos obtenga la gracia de ser Sacerdotes a la medida del Corazón de su Hijo y de su Inmaculado Corazón.

Os bendice vuestro Padre

Mariano |# 92|.

Cuando un año más tarde volvió a España se encontró a los sacerdotes con tarea de almas, hasta no poder más |# 93|. En 1952 contaría con un total de medio centenar de sacerdotes, pero los centros iniciados en el extranjero se tragaban las nuevas promociones. El Fundador había resuelto el problema, ciertamente, pero nunca pudo decir que le sobrase un solo sacerdote.

Descontadas correcciones y advertencias, en la larga correspondencia de gobierno de aquellos años no hay más que sinceras frases de encomio del Fundador para quienes colaboraron bajo su mando.

A las de la Asesoría, por su confianza y obediencia:

Queridísimas: ¿veis cómo van saliendo las cosas? Muy bien, esas tandas de ejercicios en Zurbarán. Muy bien, Abando y La Moncloa. Muy bien, el apostolado con las sirvientas. Muy bien, poco a poco, las cosas de Los Rosales. ¡Gracias a Dios! Pues, con mucha alegría, adelante |# 94|.

A los del Consejo General, por su buen criterio y mucho trabajo:

La impresión general de todo es admirable —escribe desde Madrid a don Álvaro—. Se nota, por meses, más madurez y eficacia. Dios está aquí. Han llevado las cosas, en mi ausencia, generalmente muy bien |# 95|.

Tampoco se olvida de alabar lo visto en los Centros de Estudios y los afanes de los veinte hijos suyos, que formaban la novena promoción de ordenandos: 1-VII-1951:

Muy contento también estoy de los nuevos curicas: de verdad que serán sacerdotes santos, doctos y alegres. Es para no salir de una continua acción de gracias |# 96|.