2. Las formas nuevas de vida cristiana

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Que el Fundador no estaba del todo conforme con el contenido del Decreto de erección de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz era cosa patente, por cuanto su texto no expresaba con propiedad la genuina naturaleza del Opus Dei. Tampoco respondía al carácter universal del Opus Dei, ni era, por consiguiente, el instrumento adecuado para su desarrollo. De manera que, después de haber conseguido la incardinación de los sacerdotes del Opus Dei en la nueva Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, don Josemaría se creyó obligado en conciencia a exponer las razones por las que ese ropaje jurídico no se ajustaba a la realidad del nuevo fenómeno pastoral que Dios había traído al mundo:

Por estas razones, entre otras —confesaba a sus hijos—, no podemos aceptar en conciencia lo conseguido hasta ahora, como cosa intangible y definitiva. Hay que avanzar y mejorar, hasta lograr un cauce, en el que se asegure con genuinidad lo que Dios quiere de nosotros |# 20|.

Existía también otra razón de peso para dar un paso adelante, aunque no la mencione el Fundador por tratarse de materia harto vidriosa. Pero es obligado decir, porque lo recogen los documentos públicos y solemnes de la Santa Sede, que la contradicción de los buenos no se había extinguido |# 21|. Al contrario, existía el peligro de que se propagase a otros lugares. Don Josemaría, con mucho dolor y delicadeza, informaba de ello a su buen amigo el P. Roberto Cayuela, S.J. |# 22|.

De los dichos peyorativos y de las habladurías contra la Obra en España se empezaba a tener conocimiento en Roma. Su mejor contrapartida eran las cartas comendaticias. En ellas se reflejaba la naturaleza universal de la empresa apostólica, que se extendía a gente de todas las condiciones, y de diversos países. Mientras que, por otra parte, los Ordinarios daban fe de la obediente sumisión a la Jerarquía de los miembros del Opus Dei. Además, con su trabajo profesional, específicamente apostólico, prestaban un servicio directo a las iglesias locales. Todo lo cual reforzaba la petición hecha a la Santa Sede para dotar al Opus Dei de un régimen pontificio, en atención a su gobierno, a su naturaleza y a sus fines.

A la segunda semana de su estancia en Roma, don Álvaro, dando por acabadas las gestiones de las cartas comendaticias, se dirigió a la Sagrada Congregación de Religiosos. (No tenía otra vía, no existía otro camino para tratar este asunto jurídico). Con el respaldo de esa impresionante colección de comendaticias, no parecía difícil lograr lo que deseaban. Sin embargo, aquella petición resultó ser la manzana de la discordia. No en cuanto a la sustancia del asunto sino en cuanto al procedimiento, porque surgieron diversidad de pareceres entre los consultores. Para unos, en efecto, la estructura jurídica del Opus Dei podría encauzarse dentro de la normativa del Codex vigente. Otros, en cambio, considerando que el Opus Dei era una forma nueva de apostolado, abogaban por encuadrarlo jurídicamente en la normativa propia de esas formas nuevas. En todo caso, la cuestión de fondo era que, para bien o para mal, no existían tales normas legales |# 23|.

Corría el mes de marzo de 1946 cuando don Álvaro, dejando el asunto en manos de los consultores de la Sagrada Congregación de Religiosos, trató de resolver otro problema: el de la casa. Pronto o tarde, se verían obligados a desalojar el piso que ocupaban, porque no tenían un contrato de arrendamiento. Pero, bien miradas las cosas, se les presentaba una ocasión inmejorable para adquirir una villa o un piso grande en Roma. Los precios estaban por los suelos. También es verdad que el mayor inconveniente para la operación era la falta de dinero.

«Estamos ahora viendo casas —escribe don Álvaro al Padre—. Nos damos caminatas enormes, y así aprovechamos el tiempo mientras se resuelven las instancias pendientes». Y, por lo que se refiere al asunto de la Curia, le dice: «Creo que hasta Pascua, por lo menos, es indispensable la estancia aquí. Desde luego, la cosa sale maravillosamente, pero es preciso que salga rápida y sin modificar nada, y aquí está la cuestión. Hay cosas que han tomado con mucho interés (!) y que están durmiendo el sueño de los justos desde hace dos años» |# 24|. Uno de los consultores —refería don Álvaro— le había comentado que si el Fundador «hubiera estado al corriente del mecanismo canónico de las llamadas formas nuevas, algunos puntos de las Constituciones los habría tocado de otra manera» |# 25|. «De todos modos —seguía contando don Álvaro— hay que dar gracias a Dios: me decían que lo normal es que retoquen todos, o casi todos los artículos, y que aprueben así, retocado» |# 26|.

Tres días antes de que le llegasen estas noticias, el Padre había ya empezado a escribir a sus hijos de Roma una larga carta —aquella famosa carta que comienza el 24 de marzo y acaba el 30 de abril de 1946—, donde se va reflejando el vaivén de la esperanza y la impaciencia creciente del Padre. Hasta entonces daba éste por descontado que las gestiones de don Álvaro serían negocio expedito, y que estaría de vuelta en Madrid al cabo de unas semanas. Pensaba, con razonable optimismo, que las cartas comendaticias que con evidente retraso seguían llegando a sus manos, no estorbarían, para reunirlas después todas en un libro, aunque no hagan falta ya para el decreto |# 27|.

Esto escribía el Padre, con fundada satisfacción, la noche del 24 de marzo de 1946. A la mañana siguiente se volvieron las tornas. Llegó un telegrama de don Álvaro anunciando al Padre una noticia que nada tenía de optimista. En efecto, en la Curia le decían que «era urgente esperar» |# 28|. No bien lo hubo leído el Padre, la demora le puso en guardia: Si las cosas se retrasan —escribe el 26 de marzo— vengo pensando en si convendría que se viniese el curica, para cambiar impresiones una semana, y enseguida volver a Roma |# 29|.

Quizá sea a partir de entonces cuando se enrosca en el ánimo del Padre la sospecha de que las cosas van a mayores, de que se complican |# 30|. No parecía conveniente que don Álvaro, el curica, se ausentase de Roma, porque ya había solicitado audiencia con Pío XII, a través de Mons. Montini. El día fijado era el 3 de abril, miércoles, al mediodía.

Traía don Álvaro unas palabras preparadas en italiano para pedir a Su Santidad que, si le era igual, le hablaría en español. «Pero en cuanto le vi —cuenta— se me fue el santo al cielo, y se lo dije en castellano» |# 31|.

— «¡Sí, cómo no!», le respondió el Santo Padre con acento sudamericano.

Le contó don Álvaro que ya había tenido la alegría de haber sido recibido por Su Santidad en 1943. Estaba en Roma enviado por el Fundador del Opus Dei para solicitar el Decretum laudis, acompañando la petición con cuarenta cartas comendaticias. Habló don Álvaro de la extensión del apostolado y de la situación de la Obra. Le impresionaba al Santo Padre oír que los miembros del Opus Dei ejercían el apostolado entre intelectuales, muchos de ellos profesores de la Universidad oficial, viviendo, como ciudadanos corrientes que eran, en el mundo y buscando allí la santidad de vida.

— «¡Qué alegría!», comentaba el Papa. Y, de pronto, se iluminó su cara aguileña, donde los pesares habían hecho estragos en los últimos años; y, fijando la mirada en don Álvaro, le decía:

— «Ahora le recuerdo perfectamente, como si le estuviese viendo, de uniforme; con condecoraciones y todo. Sí, sí: me acuerdo muy bien» |# 32|.

Continuó don Álvaro exponiendo las dificultades que habían surgido en la Sagrada Congregación de Religiosos |# 33|. Luego, con confianza filial, manifestó al Papa lo que, con toda razón, califica de frescura inaudita por su parte.

«Añadí al Santo Padre —escribe— que nos había recomendado el P. Larraona que encomendásemos mucho al Señor que saliera cuanto antes el Decreto y que, incluso, el Santo Padre, sin pedir él audiencia, le recibiera» |# 34|.

Después le entregó, en nombre del Fundador, un ejemplar de Santo Rosario, de La Abadesa de Las Huelgas y de Camino, todos magníficamente encuadernados en pergamino antiguo, con preciosos hierros, cantos de oro y blasón pontificio. Se apresuró el Papa a desenfundar Camino y leer algunos puntos: — «Parece muy bueno para hacer la meditación: son puntos de meditación», comentó |# 35|. Aprovechó don Álvaro, antes de despedirse, para hablar de Camino, diciendo al Santo Padre cómo él, y todos los miembros de la Obra, habían aprendido del Fundador a ser buenos hijos del Papa.

* * *

¿Qué eran esas formas nuevas de que hablaban los consultores de la Curia? ¿En qué consistía su novedad cuando un experto aventuraba que de estar al corriente de su mecanismo canónico el Fundador hubiera formulado de otro modo algunos puntos del Codex (del Derecho particular del Opus Dei)?

La Iglesia es joven, aun contando siglos, y fecunda. En la historia del último siglo aparecieron en su seno asociaciones de vida cristiana y de apostolado que no respondían al concepto estricto canónico de estados de perfección, ya fuese porque sus socios no emitían los votos públicos o por no hacer vida en común. Estas instituciones, variadas en sus fines y extendidas por muchos países, eran reconocidas por la autoridad diocesana como Pías Uniones, Sodalicios u Órdenes Terceras. Por su misma novedad se las denominaba formas nuevas de vida cristiana, formas nuevas de perfección, o de apostolado, o de vida religiosa; o simplemente formas nuevas |# 36|.

Aquellas instituciones que estaban dotadas de vida común para sus fieles hallaron un lugar en el título XVII del libro II, del Codex de 1917, como sociedades de vida común sin votos. Pero el resto de las formas nuevas, que eran canónicamente atípicas, creaban problemas, en cuanto a la competencia de las Sagradas Congregaciones, por falta de normativa que regulase el caso particular de cada una de ellas. Era, por tanto, urgente colmar ese vacío legislativo. Así, pues, en 1934, Mons. La Puma, entonces Secretario de la Congregación de Religiosos, se decidió en un Congreso jurídico por el reconocimiento de las formas nuevas; y posteriormente, en 1945, se formó una comisión encargada de preparar las normas de procedimiento para su aprobación |# 37|.

Quedó visto cómo en 1943 la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz obtuvo el nihil obstat de la Santa Sede como institución de vida común sin votos, con un flexible entendimiento de la vida en común; especificando que sus socios no eran religiosos. De este modo logró su erección diocesana y una amplia libertad organizativa, según su propio reglamento, y de acuerdo con los cánones del título XVII, libro II del Codex. Ahora, en 1946, a los tres años, el Fundador solicitó, dentro de ese mismo cauce jurídico, un Decretum laudis, que significaba, a todos los efectos, pasar de un régimen diocesano a un régimen pontificio; es decir, universal y unitario. Pretendía, asimismo, el Fundador la aprobación de unos Estatutos que garantizasen la auténtica naturaleza del Opus Dei, de manera que se viera claro que no era una asociación de fieles agregada como simple apéndice a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, sino savia y raíz de donde sale esa Sociedad Sacerdotal. O, en otras palabras, que los sacerdotes que entraban a formar parte de la Sociedad Sacerdotal, procedentes del Opus Dei, no dejaban de pertenecer a éste.

Cuando los consultores de la Sagrada Congregación de Religiosos examinaron el Codex de 1917, advirtieron que el Opus Dei, como fenómeno pastoral, presentaba problemas casi imposibles de resolver dentro del marco jurídico del título XVII del libro II, por mucha flexibilidad de interpretación que se diera a sus cánones. Por otra parte, pensar a esas alturas en reformar el Codex, para dotar de normativa apropiada a una institución naciente, era soñar imposibles. No es de extrañar, por tanto, que un alto personaje de la Curia dijera a don Álvaro que l’Opus Dei era giunto a Roma con un secolo di anticipo: que la Obra había llegado a Roma con un siglo de anticipación, y que la única solución posible era esperar, porque no existía un adecuado cauce legal para lo que la Obra representaba |# 38|.

¿Qué hacer en tal situación sino tomar por la única vía que les quedaba abierta y en la que tendrían tal vez mayor libertad para encajar en una normativa ad hoc? Ese camino era el que se venía preparando, de años atrás, para las formas nuevas. Por desgracia, el sistema legislativo y las normas de procedimiento para su aprobación, en frase de don Álvaro, estaban «durmiendo el sueño de los justos» |# 39|.

* * *

La frescura inaudita de don Álvaro produjo efectos inmediatos. Al lunes siguiente, Su Santidad despachó con el Cardenal Lavitrano, prefecto de la Congregación de Religiosos, encargándole que se hiciera enseguida lo de las formas nuevas. Y cuando el martes fue Salvador Canals a entregar unas copias de las comendaticias al P. Larraona, éste le dijo: — «Están Vds. de enhorabuena. Será la primera Obra que se apruebe» |# 40|. Pero a continuación empezaron a presentarse obstáculos y entorpecimientos. Como decía el P. Larraona al estudiar las Constituciones, «la Obra es una forma típicamente nueva, tiene cosas que podrían pasar perfectamente en el Congreso» y otras que «dañan la vista tal como están, de modo que facilísimamente podrían poner pegas los Cardenales de la Plenaria». (Y entre éstas, el que «en unas Constituciones de una Sociedad Sacerdotal se reglamente una obra femenina») |# 41|.

Los obstáculos y demoras que iban surgiendo mantenían al Padre en vilo. Algo sucedía, allá en el fondo de su alma. Para entenderlo basta considerar un dato peregrino, que no cuadra en absoluto con su modo de ser. En efecto, el 29 de marzo, con escasas y vacilantes noticias del asunto de Roma, escribía a sus hijos: En las manos de Dios estoy; y, a párrafo seguido, aquella enigmática frase: Algo me recuerda esta situación a aquélla, no sé por qué: sí sé por qué |# 42|.

Así queda, en suspenso, con la pluma en el aire, para continuar escribiendo —¡un mes más tarde!—, después de haber recibido carta de don Álvaro |# 43|.

¿Qué se ha hecho del dinamismo del Padre? Es preciso imaginárselo en ascuas y consumido por dentro, mientras viaja sin parar por toda España en busca de cartas comendaticias. Pero no perdió la ecuanimidad. Su respuesta a los problemas suscitados en la Curia romana es toda una lección de abandono en la Providencia y de confianza absoluta en la persona de don Álvaro:

Continúo el 29 de abril. He de salir de viaje y, entre unas cosas y otras, no he podido contestar la carta de Álvaro. No veo inconveniente en las modificaciones que apuntas, aunque parece que sería mejor dejar las cosas como están. La rama femenina no debe desgajarse del tronco. Todos los institutos de varones tienen cofradías, hermandades, pías uniones, etc., femeninas, que dependen de ellos más absolutamente. Pero, si no puede quedar así, por lo menos lograr esa unión y dependencia actuales por privilegio, en cuyo caso quizá podrían prepararse aparte las constituciones propias de la rama femenina del Opus Dei (para eso te mando papeles) y lograr su aprobación. [...]

En fin: desde aquí no es fácil hacerse cargo de la postura de esos señores canonistas: sería una pena muy grande desarticular esta Obra de Dios.

Haz notar bien claramente que estas hijas mías no son monjas. No hay por qué equipararlas |# 44|.

Otro dato digno de atención es que ya son cuatro las semanas que median, como un abismo de silencio, entre la carta de don Álvaro del 19 de abril y la siguiente, que lleva fecha del 17 de mayo. Lo que en ambas se refiere no podía menos de aumentar el desasosiego del Padre. Así sería, sin duda, porque don Álvaro le dice que va casi a diario a la Congregación de Religiosos a ver al P. Larraona, que estaba trabajando en la preparación del Decreto con el nuevo procedimiento de aprobación. Cierto es que las cosas de palacio van despacio, pero más lento era el caminar de la Curia romana, a juicio de don Álvaro. La elaboración del material que había de examinar la Comisión de consultores se alargaba indefinidamente |# 45|. Mientras tanto el Fundador miraba el pasar de las semanas y el transcurrir de los meses. Deseos le entraron a don Josemaría de ponerse en camino para Roma, porque empezaba a romperse su paciencia |# 46|.

Sábado, 18 de mayo: Ni ayer, ni hoy ha llegado el avión. Se os ha puesto, los dos días, telegrama. Esperamos que el Sr. Arzobispo podrá salir mañana o, lo más tardar, el lunes. Nada nuevo. ¿Cuándo llegarán las noticias, ¡por fin!, del decretum laudis? |# 47|.

Se trabajaba en Roma sobre los documentos presentados por don Álvaro a la Santa Sede. Habían de seguirse necesariamente los trámites de procedimiento. Primero un detenido examen de los Estatutos. Luego, una vez convocada la Comisión de consultores, se procedía a un estudio conjunto y, si el parecer de la Comisión era favorable, se elevaba la petición al Congreso pleno. Finalmente, se sometía su aprobación al juicio supremo del Romano Pontífice. Pues bien, aún estaban en el umbral de la primera etapa, hasta que a finales de mayo se fijó la reunión de la Comisión de consultores para el sábado, 8 de junio de 1946 («Iba a ser el sábado 1 —comenta don Álvaro—, pero el día 2 hay referendum y alguno de los consultores tiene que ir fuera de Roma para votar. Todo son pegas, y es natural que sea así») |# 48|.

Al Padre, que de mucho tiempo atrás venía suspirando por el decretum laudis, la noticia de que, por fin, se reunía la Comisión levantó su ánimo: Creo que debería darse un documento solemne —escribe a los de Roma—, precisamente porque se trata del primer caso de una forma nueva |# 49|.

El día 8, a las nueve y media de la mañana, empezó a trabajar la Comisión. Como diría luego su Presidente, el P. Goyeneche, fue la más larga de las que había presidido. Todos sus miembros estaban entusiasmados con el Derecho particular del Opus Dei, lo que ellos llamaban Constituciones del Opus Dei, y decididos a proponer al Congreso plenario la concesión del Decretum laudis |# 50|.

Don Álvaro no se dejó ganar por la exultación de los consultores, que se felicitaban, y le felicitaban por el «éxito de la Comisión», pues estaba convencido de que, al paso que llevaban, su estancia en Roma se prolongaría demasiado. «Como ve —cuenta al Padre— aquí todo se alarga: dice Larraona que la velocidad de lo nuestro es maravillosa, inusitada, y sin embargo, pasan días y días, y nada: si no viese la mano de Dios en todo, sería desesperante, verdaderamente» |# 51|. Se echaba encima el verano y no parecía posible ajustar los plazos de las reuniones, de modo que el Congreso ampliado aprobase los documentos ya examinados favorablemente por la Comisión. Y, ¿cuándo aparecería el decreto tan esperado sobre las formas nuevas, para aprobar el Opus Dei conforme a la nueva normativa? Don Álvaro acusaba el cansancio de tanto visitar, rogar, persuadir y utilizar toda clase de razones de urgencia para romper la explicable lentitud de quienes se ocupaban de este asunto. Más de tres meses llevaba en Roma, en brega incesante.

El lunes, 10 de junio, «después de pensarlo mucho» |# 52|, escribía al Padre: «yo me he desgastado casi en absoluto». Y en esa misma carta: «El único modo de salvar la cosa sería un viaje de Mariano por quince días [...]. De venir tenía que ser esta semana o la siguiente» |# 53|.

A esta sincera petición de auxilio, reaccionó inmediatamente el Fundador:

No me hace ninguna gracia el viaje que me indicas como conveniente: nunca he estado en peor disposición física y moral. Sin embargo, decidido a no poner inconvenientes a la voluntad de Dios, he hecho que esta misma mañana preparen mis papeles, por si acaso: si voy, iré como un fardo. Fiat. [...]

A pesar de todo, si conviene, no dudes en poner un telegrama urgente: Mariano saldría en el primer avión. Pedid por él |# 54|.

Sin conocer esta reacción del Fundador, el miércoles, 12 de junio, escribía don Álvaro confirmando su anterior opinión: «Es evidente que yo estoy desgastado, para este asunto» |# 55|. Pasa luego a otro tema: la larga audiencia que tuvo el día anterior con Mons. Montini, relatando al pormenor su entusiasmo por la Obra y su interés por la marcha de las gestiones del Decretum laudis, que «tiene que salir enseguida —dijo—, porque toda la Jerarquía nos mira con verdadero cariño» |# 56|. En manos de Mons. Montini, que se lo pasaría luego al Papa, dejó don Álvaro el libro encuadernado de las cartas comendaticias, el Curriculum vitae del Fundador y una fotografía de Su Santidad para que hiciera una bendición autógrafa |# 57|.

Al despedirse de Mons. Montini se olvidó don Álvaro de invitarle a comer, pues había mostrado una afectuosa intimidad y confianza. «Pero cuando me devuelva las Comendaticias —continúa la carta— le contestaré acusando recibo y haciendo la invitación. Lo ideal sería que comiera en casa estando Vd.» |# 58|.

(Don Álvaro daba por descontado que el Padre aparecería próximamente en Roma).