2. "Los Rosales" y la residencia de Zurbarán

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Los sacerdotes salidos de las filas del Opus Dei adquirieron, sin tardanza, un cierto aire de familia. Respetando rasgos personales, se iba imprimiendo en los tres recién ordenados una fisonomía enraizada en el espíritu de la Obra y nutrida del trato constante con el Fundador. El primero en advertir tal parecido fue don Leopoldo. Y, a medida que pasaban los meses, aumentaba la satisfacción del Padre por el rendimiento de los primeros sacerdotes. A cien leguas se echaba de ver que eran hechura suya. Se reconocía en ellos con alegría, sabiendo que aspiraban al ideal de sacerdocio adonde los conducía. Se hacían, sin quejas, a una vida de mucho sacrificio y de mucha actividad apostólica. Tomaban ejemplo del Padre y también se "mataban a trabajar".

Esa actividad apostólica del Padre suele reflejarse en la correspondencia, por eso resulta bastante extraño que las cartas de otoño de 1945 no sumen siquiera una docena. Es posible que algunas se hayan perdido; pero no hasta el punto de no dejar rastro escrito de sus movimientos por la península antes del 19 de enero de 1946. Dos cartas hay de esa fecha. Una para sus hijas de Bilbao, en que les dice: Recibo vuestras cartas, y hago que vuestras hermanas os escriban con frecuencia, ya que ahora no puedo hacerlo yo |# 30|. Y, más adelante, otra pequeña laguna; salvo dos cartas. Ambas fechadas en Granada. Una dirigida a sus hijas del Centro de Abando (Bilbao), en que les dice que acaba de llegar de Sevilla y que pronto irá a Bilbao a verlas |# 31|. La otra para sus hijas del Centro de Los Rosales (Madrid), informándoles de que desearía estar con ellas, pero hay que tener un poco de paciencia, porque el Padre anda estos días por ahí, como un pobre gitano |# 32|.

¿Por qué no podía escribir el Padre? ¿A qué tanto viajar de ciudad en ciudad? ¿Qué hacía por esos mundos de Dios, como un pobre gitano nómada? Una carta de don Álvaro escrita el 3 de febrero en Bilbao, y dirigida a José Orlandis, nos pone sobre la pista del paradero del Fundador: «Anteayer —le dice— llegué a ésta con el Padre, que ha seguido su viaje hacia Asturias y Galicia». Luego le comunica que se ha recibido un telegrama de Salvador Canals, que llegó felizmente a Roma; y continúa don Álvaro: «Creo que tú y yo podremos salir a fines de éste o principios del que viene» |# 33|.

(Salvador Canals y José Orlandis —fieles del Opus Dei— habían vivido tres años en Roma: de noviembre de 1942 a noviembre de 1945; y dieron una mano a don Álvaro en 1943 en las gestiones hechas a fin de obtener el nihil obstat de la Santa Sede para la erección canónica en Madrid de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz).

Por el modo de dar don Álvaro la noticia, se sobrentiende que José Orlandis la esperaba y que la marcha de ambos a Roma respondía a un plan previamente trazado por el Fundador. En efecto, una semana más tarde, el 9 de febrero, don Álvaro escribirá a Roma, a Salvador Canals, anunciándole su próxima llegada: «Yo iré enseguida. Las cartas están a punto: tenemos varias y otras nos las enviarán [...]. A ver si antes de quince días estoy ahí. Las cartas serán de Sevilla, Granada, Murcia, Valencia, Barcelona, Vitoria, Santiago, Valladolid, Madrid, y quizá Zaragoza y Coimbra, además de Pamplona, Ávila, Palencia y Salamanca» |# 34|. La naturaleza de estas cartas nos la aclaran las líneas que don Álvaro envía al día siguiente a José Orlandis, que se hallaba en Zaragoza: «Te incluimos unas letras para el Sr. Arzobispo. Se le piden las comendaticias, que ya han dado todos los Señores Obispos a quienes se las han pedido» |# 35|.

Es evidente que el Fundador estaba recorriendo, incansable, toda España, yendo de un lado para otro con objeto de obtener cartas comendaticias de los Prelados españoles. Pero, ¿cuál era ese proyecto llevado con tanta urgencia y avalado por una colección tan impresionante de cartas comendaticias? Un documento redactado de acuerdo con el Sr. Obispo de Madrid-Alcalá, explica dichas gestiones y proyecto. He aquí la traducción de su texto latino:

Beatísimo Padre:

El sacerdote Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, Presidente General de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, humildemente postrado a los pies de Vuestra Santidad, encarecidamente suplica de Su benevolencia se digne conceder el Decretum Laudis (Decreto de Alabanza) y la aprobación de las Constituciones de dicha Sociedad |# 36|.

(Se hace luego mención, en media docena de líneas, de los hitos fundacionales y jurídicos del Opus Dei: fundación en 1928; aprobación como Pía Unión en 1941; erección canónica de la Sociedad en 1943, en la diócesis de Madrid). Y continúa el documento:

Gracias a la ayuda divina, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz ha ido creciendo hasta el punto de que, tanto por el número y selecta calidad de sus socios como por la naturaleza y desarrollo de sus actividades —que llevan a cabo con fruto no solamente en buen número de diócesis sino también en diversas naciones de Europa y América— dicha Sociedad requiere una aprobación que le dé mayor estabilidad y alcance que la que corresponde tan sólo al derecho diocesano |# 37|.

(En su párrafo final se hacía notar la oportunidad y eficacia del apostolado que realiza la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, suficientemente probadas en los 18 años de su labor). El documento está fechado en Madrid, 25 de enero de 1946 |# 38|. En resumidas cuentas, la concesión del Decretum Laudis —sanción pontificia— no significaba otra cosa que la aprobación por la Santa Sede, lo cual permitiría dotar al Opus Dei de un régimen pontificio, adecuado a la expansión apostólica por las diócesis de distintas naciones.

Las cartas comendaticias, que se adjuntarían a la solicitud, eran escritos de recomendación y testimonio de la expansión apostólica del Opus Dei por la mayoría de las diócesis españolas y de algunas naciones de Europa y América. Eran también una muestra de adhesión, por parte de los Obispos, a los deseos del solicitante para obtener un régimen de carácter universal, como convenía a la naturaleza de su apostolado.

* * *

Don Álvaro y José Orlandis se embarcaron en Barcelona en el "J.J. Sister", que rendía viaje en el puerto de Génova, adonde llegaron la tarde del 16 de febrero |# 39|. Allí les esperaba Salvador Canals. A poco de entrar en Roma, don Álvaro escribía al Padre, informándole de la situación y de las gestiones para aprobar la Obra como institución de Derecho pontificio. Mientras tanto, don Josemaría continuaba en España sus incesantes viajes y fatigas. Las comunicaciones entre los dos países —España e Italia— no estaban normalizadas, ni en cuanto al correo ni en cuanto al transporte de personas y mercancías. Con todo, en la festividad de San José recibió telegramas y felicitaciones de muchos sitios: América del Norte y del Sur, Suiza, Portugal, Italia...

Eran las últimas horas del 24 de marzo de 1946 cuando escribía a sus hijos de Roma para ponerlos al corriente de los sucesos en España. Se encontraba por entonces don Josemaría dirigiendo un curso de retiro para universitarias en el centro de la calle Zurbarán de Madrid, según cuenta:

Gracias a Dios, se trabaja: tengo dos círculos de estudios (S. Rafael), con un promedio de dieciocho asistentes en cada uno; y se va a tener otro desde esta semana, tres semanales por tanto. (Os escribo en la noche del 24 de octubre). Además estoy dando la segunda tanda de ejercicios, y ya hay preparada otra |# 40|.

En cuanto a los "curicas", como para confirmar sus impresiones, escribe:

Los curicas trabajan muy bien, y hay labor sobrada para todos. Ellos os contarán. Ahora, hoy, José Luis está en Sevilla, pero Chiqui sirve para todo; verdaderamente casi es imposible y, sin embargo, se atiende el curso de Los Rosales y el trabajo de Madrid |# 41|.

En esta carta, escrita al correr de la pluma, se atropellan las noticias. Muchas son importantes, como las respuestas a las comendaticias que le iban enviando los Obispos españoles; la admisión en la Obra de las primeras numerarias auxiliares; y más todavía las referentes al Papa y a su conocimiento del Opus Dei:

Me escribe el Abad Escarré —cuenta el Fundador— y me da noticias que me consuelan de veras, sobre su entrevista con el Santo Padre, Laus Deo! |# 42|.

Esa noche dejó sin terminar la carta y empalmó al día siguiente con un: Continúo el 25 de marzo, a la noche. No fue notable la contribución del día 25. Solamente ocho o diez líneas, para seguir escribiendo el 26. Pero tampoco fue muy lejos esa jornada; y, párrafos abajo, recomienza tres días más tarde:

29 de marzo: He estado en Zamora, para ver a aquel Sr. Obispo, que también nos hace comendaticias. Hemos ido por la mañana ayer y hemos vuelto a la una de la madrugada de hoy [...]

Chiqui está en Bilbao, y José Luis, que ya volvió de Sevilla, se va mañana a La Coruña. Otra vez me quedo solo, aunque por poco tiempo. ¡Cuánta falta hacen más sacerdotes!

No sé qué os parecerá esta carta, escrita a trocitos y llena de olitas así como las que escribía en tiempos desde Burgos. Algo me recuerda esta situación a aquélla, no sé por qué: sí sé por qué |# 43|.

Pero no parece terminar aquí la carta, con la mención de la visita al Obispo de Zamora y el recuerdo de los tiempos de Burgos. Hay a continuación un salto espectacular de treinta días, para recaer de nuevo en secciones y empalmar esquemáticamente a modo de diario:

Continúo el 29 de abril. He de salir de viaje y, entre unas cosas y otras no he podido contestar la carta de Álvaro.

Y hay más: 30 de abril: Acabo de llegar de Valladolid, y esta mañana dejé a Nuestro Señor en el Sagrario: es cosa hermosa, ¡uno más! |# 44|. (Don Josemaría contaba el número de Centros de la Obra por el número de Sagrarios).

Sobrada razón tenía don Josemaría para calificar la carta como escrita a trocitos y llena de olitas, pues cuida de separar con líneas onduladas las apreturas de los renglones. La carta, desde el 25 de marzo, lleva, como va expuesto al pormenor, un curso accidentado y sus páginas invitan a seguir los pasos del Fundador.

Dejando a un lado la génesis de la carta, la lógica curiosidad del lector viene a tropezar, una vez más, con el lema del silencio —ocultarme y desaparecer— que responde a un rasgo esencial del carácter de Josemaría. A la ofensa, a la calumnia o a la contradicción injusta, respondía con la callada; y era un hábil maestro en desviar la atención de quienes trataban de desnudar su alma y analizar su persona. Más de una vez, ya al final de su vida, recordando viejos sucesos de sus cuarenta y tantos años de Fundador, hablaba como por encima, en presencia de sus hijos, sobre las intimidades de su alma:

De bastantes no sabréis nada, porque he procurado que no quedase rastro; pero conoceréis los suficientes para vibrar muchísimo y dar muchas gracias a Dios [...].

Desear conocer esos sucesos es muy bueno; pero debéis comprender que, mientras yo viva, no deben hacerse públicos, porque pertenecen a la intimidad de mi alma |# 45|.

¡Los silencios de don Josemaría! Por debajo de las líneas de esa carta del 24 de marzo de 1946, con todas sus noticias y accidentes, se adivina (e indirectamente lo deja traslucir su autor) el ímpetu del carisma fundacional. Actuaba siempre bajo el impulso del Espíritu Santo. De ello tenía conocimiento el Fundador por la efervescencia apostólica que sacudía hasta los tuétanos todo su ser. Era como un aviso de lo alto, ya experimentado anteriormente en Burgos, que preludiaba una época de intensa vibración, en la que sería menester trabajar con toda el alma |# 46|. Y, de algún modo, le rondaba también el presentimiento de que volverían a desencadenarse las purificaciones pasivas, sin que supiese a ciencia cierta lo que le vendría encima esa primavera de 1946.

* * *

Uno de los centros que atendía espiritualmente el Padre con sus primeros hijos sacerdotes era Los Rosales. Pero en sus continuos desplazamientos por las diócesis españolas para predicar a petición de los Obispos echaba algo de menos. Soñaba con disponer de una casa de retiros llevada por sus hijas. Hasta entonces, si quería dar un curso de retiro a mujeres que participaban en los apostolados de la Obra, tenía que hacerlo en el Centro de Jorge Manrique; y, si se trataba de hombres, en el Centro de Diego de León o en la residencia de La Moncloa. A veces, por falta de fechas disponibles, don Josemaría se veía obligado a predicar, a un mismo tiempo, dos cursos de retiro. Una de tales ocasiones se presentó en 1942, en que tuvo que atender, simultáneamente, dos tandas para universitarios, entre el 16 y el 21 de diciembre. Una en Diego de León y otra en la residencia de Jenner |# 47|. Cada uno de los grupos contaba con más de veinte personas, de forma que los asistentes no cabían todos juntos en la misma casa.

Don Josemaría se pasaba buena parte del día yendo y viniendo, de Diego de León a Jenner, y viceversa. Y, por muy rápido que fuese, en cada caminata emplearía un cuarto de hora largo. Diariamente daba, en cada uno de los oratorios, tres meditaciones más una plática; y aún sacaba tiempo para charlar con cada uno de los participantes. Se presentaba en el oratorio con puntualidad, aunque todavía con la agitada respiración de quien ha venido a paso forzado por la calle. Luego, de rodillas ante el Sagrario, decía clara y espaciadamente, y con viva fe, la oración preparatoria para la meditación. Se sentaba. Abría el evangelio y comenzaba la oración sin ahorrarse esfuerzo de voz. Al tercer día estaba ronco; y, al cuarto, afónico. Pero, ni aun con la voz tomada cedía en su vigor |# 48|.

Aquel sacerdote lo mismo se desvivía por una sola alma que por toda una muchedumbre. Prueba de ello es lo ocurrido a Marichu Arellano. Uno de los hermanos de Marichu, Jesús, era de la Obra y vivía en Diego de León. Jesús invitó a su hermana a que no dejase de hablar con don Josemaría cuando pasase por Madrid, pues la familia Arellano residía en Corella (Navarra). Y un buen día de abril de 1944 la muchacha se presentó en Diego de León para ver a su hermano y, de paso, saludar al Padre. Era una visita de pura cortesía, porque no tenía ningún asunto particular que tratar con el sacerdote. He aquí sus impresiones:

«Me llamó la atención su naturalidad y su alegría. El Padre no perdió tiempo y empezó a llamarme por mi nombre. Se interesó por mi viaje y me preguntó por mis proyectos. Le dije que pensaba estar unos días en Madrid para conocer la ciudad, ultimar algunas cosas de compras porque pensaba casarme pronto y hacer Ejercicios Espirituales, aprovechando aquel viaje» |# 49|.

El sacerdote preguntó a Marichu si le dejaba pedir a Dios que la llamase a la Obra. La chica, un tanto desconcertada, reflexionó unos momentos. ¿Qué hacer? Estaba por ver lo de la vocación, pero si de verdad la obtenía... Y asintió: podía pedirla. El sacerdote quedó en avisarla de nuevo porque, precisamente, iba a predicar un curso de retiro en Jorge Manrique.

Cuando se presentó allí Marichu, una de las cosas que le sorprendieron fue que asistieran tan pocas chicas. No pasaban de tres o cuatro. Sólo ella no era aún de la Obra.

«Sólo asistió Marichu Arellano. Fueron cinco días en los que el Padre dio todas las meditaciones, charlas y Bendición con el Santísimo, con la proverbial puntualidad que siempre vivió el Padre para empezar y terminar cada acto cuando el horario lo establecía» |# 50|.

* * *

Un día de noviembre de 1944, el Padre pasó aviso a Nisa y a Mary Tere Echeverría para encontrarse con ellas en Los Rosales. Hacía poco que había hallado la casa, pensando que podía servir como Casa de retiros. Estaba emplazada dentro del pueblo de Villaviciosa de Odón, lugar pequeño y tranquilo, a media hora escasa de coche desde Madrid. Recorrió el Padre la casa, amplia, agradable e independiente, pues tenía jardín y algo de huerta, y eligió la mejor habitación para destinarla a oratorio. Esa misma tarde fue a ver a don Julio, el párroco del pueblo, y le presentó a Nisa, a Mary Tere y a las dos empleadas del hogar que les acompañaban. Ese día tomaron posesión del inmueble |# 51|.

Después vinieron, como siempre, las urgencias pastorales del Padre, que quería tener todo prontamente acabado y en perfecto funcionamiento. Él mismo se ocupó del oratorio, en cuya instalación se utilizaron objetos procedentes de Jenner, almacenados desde que tuvieron que trasladar esa residencia a La Moncloa. De Jenner provenía la arpillera, la tela de saco con que revistieron las paredes; y el friso que remataba el plisado de la tela, con un texto de los Hechos de los Apóstoles |# 52|.

Pronto empezaron las obras de acondicionamiento del inmueble con el fin de utilizarlo para dar cursos de retiro. Por instancia fechada el 29 de octubre de 1944 don Josemaría suplicaba al Obispo que: se digne otorgar el oportuno permiso para fundar esa Casa de Ejercicios en Villaviciosa de Odón |# 53|. Un mes más tarde, con el oratorio ya listo y acabado, elevará otra instancia, solicitando, de esa misma autoridad eclesiástica, que se digne concedernos Oratorio semipúblico con Sagrario en la finca Los Rosales, de Villaviciosa de Odón, mientras se llevan a cabo los preparativos de la Casa de Ejercicios y se construye la capilla definitiva |# 54|.

Posteriormente pensó el Padre que Los Rosales bien podía ser un centro de formación de las mujeres de la Obra. Sentía urgente necesidad de ello, pues el centro de Jorge Manrique resultaba insuficiente para los proyectos apostólicos que el Fundador tenía en la cabeza en 1945 |# 55|. Para don Josemaría no se trataba de una posibilidad sino de una realidad con claridades de presente. Y así, la tarde en que tomaron posesión de Los Rosales, animaba a sus hijas diciéndoles: Ahora estáis sólo dos, pero muy pronto seréis doscientas, dos mil |# 56|.

El primer invierno en Los Rosales se les hizo largo a aquellas mujeres. De tiempo en tiempo algunas de las que allí vivían iban por turnos a descansar o cambiar de ambiente. Y cuenta Marichu Arellano que, en abril de 1945, viendo el Padre la mesa que tenían para comer, que era pequeña, les indicó que sería conveniente poner otra mucho más grande, asegurándoles que ese mismo año la mesa resultaría insuficiente |# 57|.

Las mujeres venían a la Obra con ritmo lento y espaciado. En julio del 45 comenzó en Los Rosales un curso de formación. El Padre les dirigía la meditación de la mañana y, a continuación, celebraba misa. Seguidamente les daba clases o charlas sobre puntos fundamentales del espíritu de la Obra. En esta tarea le ayudaban los primeros sacerdotes, uno de los cuales acompañaba siempre al Padre.

«Nos repetía —recuerda Carmen Gutiérrez Ríos— que nos necesitaba especialmente fieles; que sin serlo, estorbábamos en la Obra y un día nos dijo que, si éramos de verdad fieles, pronto estaríamos extendidas, como en abanico, por el mundo entero. En primer lugar, por todas las provincias de España y a la vez y luego, por Estados Unidos, México, Inglaterra y, a continuación, por el mundo entero.

Cuando el Padre decía estas palabras, sólo teníamos tres Centros: Moncloa, Jorge Manrique y Los Rosales. Soñaba el Padre en voz alta y nos invitaba a soñar: Soñad y os quedaréis cortas» |# 58|.

Estos grandes afanes de expansión apostólica los redondeaba con las menudencias de la vida corriente y ordinaria, como refiere María Teresa: «Una tarde de 1945, me explicaba el Padre que tenía ante Dios la gran responsabilidad de nuestra formación, de transmitirnos íntegro el espíritu de la Obra que Dios le había entregado a él. A los pocos días el Padre preguntó por la Directora. Subí yo al vestíbulo de Los Rosales donde el Padre me esperaba. Con mucha paciencia me preguntó: Hija mía, ¿por qué este bargueño está con estas dos hembrillas en vez de tener una aldaba agradable o una cerradura? Yo le contesté: "No sé, Padre". El Padre me explicó que una Directora debe saber todo lo que hay en una casa, el porqué de cada clavo. A continuación dijo que llamara al herrero del pueblo y que nos pusiese una cerradura en el bargueño. Luego, a la llave le ponéis un cordón con una borla, para que quede más acabado: y todo, por amor de Dios» |# 59|.

La finca de Los Rosales funcionó muy pronto como Centro de Estudios y formación para las mujeres de la Obra. Y en el verano de 1945 empezó también a utilizarse la finca de Molinoviejo para tener un curso de formación de hombres. Era Molinoviejo una muy modesta casa de campo, perdida en medio de un espeso pinar, entre la falda de una montaña y el pueblecito de Ortigosa del Monte (Segovia). Con el tiempo sería Casa de Retiros y Convivencias, pero antes precisaba de grandes reformas.

* * *

El número de centros en Madrid y provincias no daban, ni de lejos, medida aproximada de la expansión de la Obra. Para los apostolados con varones se disponía en Madrid de dos pisos: uno en la calle de Villanueva y otro en la de Españoleto, más una residencia universitaria (La Moncloa), y el Centro de Estudios en Diego de León. Las mujeres, por su parte, contaban con Los Rosales, un centro que se ocupaba de la Administración de la Residencia de La Moncloa —con independencia de ésta— y el de la calle de Jorge Manrique. Para dar más impulso al apostolado con jóvenes universitarias, parecía conveniente dejar Jorge Manrique y trasladarse a sitio más céntrico de Madrid. Don Josemaría encargó a sus hijas que rezasen pidiendo al Señor que la residencia nueva que buscaban estuviera dispuesta para principio del curso académico. En octubre dieron con una casa en la calle Zurbarán. Comenzaron enseguida los trabajos de albañilería, adaptación del inmueble, traslado de los muebles de Jorge Manrique y preparación del oratorio |# 60|. Conforme desalojaban los obreros una zona de la casa, dándola por acabada, inmediatamente se amueblaba, decoraba, y ocupaba. Al fin, se fijó el 8 de diciembre de 1945 como fecha para celebrar la primera misa y dejar al Señor en el sagrario.

La fe, honda y despierta, del Fundador, cuidaba y enseñaba a cuidar la delicadeza de trato con el Santísimo Sacramento, según demuestra lo acaecido esa misma tarde, en que hubo una Exposición Eucarística en el oratorio de la residencia de Zurbarán. Lo cuenta Lola Fisac: «El Padre nos pidió que invitásemos a nuestras amigas y a nuestras familias: rezamos el rosario y luego el Padre nos dio la Bendición solemne con el Santísimo. Estaba el Oratorio completamente lleno. Se empezó a contestar a las oraciones desacompasadamente y sin cuidado. El Padre hizo una pausa y comenzó de nuevo. Pero no se habían dado cuenta y siguieron atropellándose unas a otras. Entonces el Padre, vuelto hacia los asistentes explicó que esa forma de rezar no era buena ni para la tierra ni para el cielo y que así no se podía alabar a Dios, ni conversar con Él. Se arrodilló y volvió a empezar la Estación al Santísimo de nuevo» |# 61|.

Desde esa fecha don Josemaría se entregó en cuerpo y alma, de manera abnegada, a los apostolados que se desarrollaban en la residencia de Zurbarán, como se señala en la petición de oratorio semipúblico |# 62|. Don Josemaría se había encargado personalmente de la instalación del oratorio, superando la escasez de medios y la falta de dinero. La casa parecía puesta, adrede, bajo la protección de la Virgen. En la pared del primer descansillo de la escalera, entre dos ventanales, había mandado colocar un cuadro con loas a Nuestra Señora. De manera que al subir o bajar la escalera, que era paso obligado en la casa, se pudieran leer y repetir esas alabanzas: «Dios te Salve, María, Hija de Dios Padre; Dios te Salve, María, Madre de Dios Hijo; Dios te Salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo, más que Tú sólo Dios» |# 63|.

En el cuarto de Dirección, el único de que se disponía cerca de la puerta de entrada, y donde se recibía a las visitas, había un cuadro de la Virgen. Representaba la Anunciación: la Virgen, de rodillas, con las manos juntas, en oración. (Ese cuadro estaba en el oratorio de Jorge Manrique, como retablo, cuando celebró misa el Padre el 14 de febrero de 1943) |# 64|. El retablo del oratorio de Zurbarán era un cuadro de la Purísima, copia de un Claudio Coello.

Se buscaron residentes y, en cuanto comenzó el curso en la Universidad, fue avisándose a algunas otras chicas para comenzar con ellas las clases de formación. A principios de febrero de 1946, don Josemaría dio su primer círculo de estudios en Zurbarán |# 65|. Una vez hecha la oración introductoria, se sentaba a la cabecera de una mesa de tapete color rosa, a tono con el sofá y las cortinas del salón. Las que asistían se colocaban en torno a la mesa, sobre la que había un atril de madera dorada, en forma de concha, donde ponían los Evangelios. Leía don Josemaría unos versículos, haciéndoles un comentario breve y jugoso. Pasaba luego a hablarles de algún punto de vida interior o de alguna virtud en concreto. Venía a continuación el examen de conciencia y les ayudaba a sacar algún propósito, uno por lo menos. Antes de despedirse les invitaba a traer alguna amiga, caras nuevas con las que ensanchar el grupo. Y cuando, a la semana siguiente, empezaba el círculo, don Josemaría, por sistema, repasaba o hacía repasar el tema últimamente explicado: Así, vuestras amigas —les aclaraba— saben de qué hablamos y se ponen al día |# 66|.

A fuerza de trabajo y oración fueron llegando mujeres al Opus Dei. No fue fácil. Después de ser admitidas en la Obra, el Padre continuaba con gran celo sacerdotal la dirección espiritual de esas chicas. Aumentaban también las clases de formación en el salón rosa; y las meditaciones en el oratorio |# 67|.

* * *

El encuentro con el Padre, en innumerables casos, despertaba aspiraciones nuevas en las almas, abriéndoles horizontes insospechados. Véase un caso: «en mayo de 1946 —refiere Carmen Canals— hice unos días de retiro espiritual en la Residencia universitaria de Zurbarán, 26, que dirigió el Fundador del Opus Dei, al que no conocía» |# 68|. Le impresionaron a Carmen la fuerza de su palabra, su cariño a la Virgen y el modo de preparar a las participantes para la confesión. En dos ocasiones charló con el Padre. La primera vez, un rato muy breve, en el que don Josemaría le preguntó si seguía las meditaciones, si hacía oración y si iba a misa con frecuencia. Cuando por segunda vez acudió al sacerdote fue para pedirle la admisión en la Obra: «le dije que quería ser del Opus Dei. El Padre me dijo que no», añade la interesada |# 69|.

Siguió Carmen frecuentando la residencia por un tiempo y luego dejó de ir. Cuatro años más tarde hizo un curso de retiro en Molinoviejo. «Y me conmovió —dice— volver a escuchar ideas que yo guardaba casi sin darme cuenta en el alma: eran las mismas cosas que yo había escuchado al Padre» |# 70|. Allí renovó su decisión de pertenecer a la Obra, un 12 de marzo de 1950. No pasó mucho tiempo cuando un día se encontró en Los Rosales con el Padre, quien les dio una charla, a todas juntas, en el comedor grande, sobre la virtud de la sinceridad y sobre amor a la Iglesia y al Papa.

Al salir de esa clase, Carmen se acercó para saludarle y decirle que le preocupaba aquella contestación del Padre años atrás, ante su deseo de pertenecer a la Obra. Don Josemaría la tranquilizó y le comentó que, entre sus dos hermanos —que eran del Opus Dei— y su oración, habían arrancado del Señor la llamada que había sentido a su tiempo, tras el primer encuentro |# 71|.

¿Qué extraño don poseía el Padre para dictaminar quién podía ser de la Obra y quién no? Éste era el caso de las hermanas Gutiérrez Ríos. Una de ellas, Lolita, estaba haciendo unos días de retiro espiritual en el centro de Jorge Manrique. La otra hermana, Carmen, fue a recogerla al terminar el retiro. Vio la casa, notó el ambiente de cordialidad que allí reinaba y quedó prendada de algo impalpable que no acertaba a definir. A los pocos días consiguió una entrevista con el Padre, el 6 de abril de 1945. No fue preciso agotar la conversación. Carmen estaba decidida. He aquí su testimonio sobre el caso:

«Mi hermana, que había ido antes que yo por aquella casa para ayudar y en Jorge Manrique había conocido al Padre, después de pasar los años, muchas veces ha comentado con la familia y con las amistades algo que está muy claro: el respeto del Padre a la libertad de todos. El Padre, en aquellos años, le había dicho: Lolita, éstas quieren "pescarte", pero tú no te dejes. Y Lolita añade que, efectivamente, quiere y siempre ha querido mucho a la Obra, al Padre, a todas las personas de la Obra que ha conocido, pero que nunca ha sentido el menor síntoma de vocación a la Obra, aunque colaboró entonces en las labores apostólicas del Opus Dei con cariño y entusiasmo» |# 72|.

Por el contrario, desde el primer momento en que el Padre conoció a Carmen, le dijo que reunía todas las condiciones para emprender el camino del Opus Dei.

Era corriente en el Fundador administrar a un desconocido el consejo oportuno, aun sin previo conocimiento de su situación. Y leía en los corazones de sus hijos. Encarnita refiere con sencillez uno de estos casos, sucedido en 1943, cuando —estando en la Administración de La Moncloa— se le hacía difícil el trabajo.

«El Padre vino de visita con un Sr. Obispo y entró en la cocina, donde yo trabajaba. Traté de estar muy delicada y sonriente y me quedé asombrada cuando el Padre me dijo en voz muy baja al pasar junto a mí:

— ¿Qué te pasa?

Y me dirigió una mirada que infundía aliento. Esas palabras fueron lo suficiente para recomenzar con grandes deseos de fidelidad» |# 73|.