8. El bisturí de platino

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Desde un primer momento, don Josemaría tuvo la certeza de que las injurias contra su persona eran, en cierto modo, una prueba permitida por Dios, con el fin de purificarle. Y una de las cosas que le confirmaban en ello era ver la clase de herramienta de que el Señor se servía para marcar su alma en el dolor. Así lo explicaba el Padre; y así lo repetiría después don Álvaro al Obispo de Madrid: «¿Cómo no hemos de mirar y bendecir, como venida de Dios esta tribulación, cuando nos la manda por instrumento tan Suyo como es la santa y amada Compañía de Jesús?» |# 189|.

Empapado de esta sobrenatural consideración, también don Leopoldo veía la batida organizada por algunos religiosos como un lujo que Dios se permitía, y que tendría que pagarles luego con favores: «Dios habrá de premiar —escribía sin segundas intenciones— a los que arbitrantes se obsequium praestare Deo han movido esta guerra» |# 190|.

Saltaba a la vista que el Señor se comportaba magníficamente, con gran esplendidez, derrochando las caricias de la Cruz, demostrando —a poco tacto sobrenatural que se tuviera— que el Opus Dei le era algo muy propio y querido. De ahí que el Fundador sufriera las agresiones sin despegar los labios, como escribía al P. Basterra, en carta ya citada:

Nunca saldrá de Casa ni una palabra de protesta contra esos PP. que son instrumento de Dios, que quiere tratar su Obra a lo divino, como trató de ordinario todas las nuevas fundaciones |# 191|.

Tanto el Fundador como don Leopoldo estaban convencidos de que esas personas, en aquellas circunstancias, prestaban un gran servicio al Opus Dei. (Sin que por ello dejaran de ser responsables de sus actos. Dios puede sacar de los males, bienes). Y no implica esta afirmación la más leve brizna de ironía. Ciertamente, concuerda con el punto de vista histórico, porque la persecución parece ser ley de crecimiento espiritual, salvo raras excepciones. (También la bendita Compañía —comentaba el Fundador al Sr. Obispo de Pamplona— hubo de sufrir que se la acusara, en sus comienzos, de tener secretos y oscuridades) |# 192|. Tampoco era una consideración despreciable desde el punto de vista humano, porque los miembros del Opus Dei tenían el santo orgullo de verse asistidos por Dios, como soldados bisoños que hacían sus primeras armas, sufriendo rudos embates a pesar de ser tan poquita cosa |# 193|:

¡Qué gozo, en medio de la tribulación, ver que, siendo nosotros tan humildes, nos trata el Señor como a los grandes soldados de su Iglesia! |# 194|, exclamaba agradecido don Josemaría.

El Opus Dei, por disposición de la Providencia, estaba siendo sometido a dolorosísima operación quirúrgica, de la que todos sus miembros saldrían renovados, en salud y fortaleza. Para tan cruenta operación el Señor se valía de algunos hombres de Dios, a los que don Josemaría amaba, cada día con mayor finura, y que eran para el Opus Dei —aseguraba—, como un bisturí de platino en las manos de Dios |# 195|. Éste era el sentimiento que inculcaba en sus hijos, cuidando de cultivar en sus almas la devoción y amor a San Ignacio y a su bendita Compañía |# 196|, para que jamás naciese en ellos el más mínimo brote de rencor:

estoy cierto de que cuando, a la vuelta de los años, llegue a vuestras manos este escrito —insistía en 1947—, no tendréis en vuestro corazón —lo mismo que ahora nosotros— más que caridad y disculpa; y amaréis el martillo que nos ha golpeado, para que saliera la estatua bellísima que es la Obra |# 197|.

Semejantes manifestaciones de afecto a la Compañía aparecen, en boca y escritos del Fundador, en múltiples ocasiones, antes y después de tan larga tormenta. Y resulta aún más conmovedora su sinceridad cuando guarda ese cariño en lo secreto de su corazón, como puede comprobarse por una nota manuscrita, fechada el 8 de abril de 1941, en la que se confiesa a sí mismo:

Siento como nadie estos ataques, porque amo a la Compañía de Jesús. Y hoy mismo he celebrado la Santa Misa por la Compañía —como otras veces, desde que nos persiguen—, pidiendo al Señor que cese esta tribulación, si es su Voluntad |# 198|.

Pero, si acaso se nos despierta la curiosidad de saber por qué sufría el Fundador de manera tan singular con aquella campaña difamatoria, es menester una advertencia previa: el "sufrir" no se refería a los padecimientos morales que tocaban a su honra, porque de ésta hacía tiempo que se había despedido |# 199|. Lo que le dolía era el mal ajeno, el daño que estaban causando a la Compañía los métodos empleados por algunas personas procedentes de su mismo seno; y el escándalo público que ello acarreaba. No faltaron jesuitas que trataron de impedir los desmanes de sus hermanos en religión, sin conseguirlo.

Nadie como el Fundador sentía esos ataques, porque la calumnia, venga de donde venga, siempre envilece a quien la emplea. Deja, además, una traza viscosa en cuanto toca. Rastro difícil de limpiar, porque el pueblo, de primera intención, suele pensar que cuando el río suena, agua lleva. Y, una vez extendida la mancha, ¿cómo reparar el daño causado? |# 200|.

Sin atender a las consecuencias, se divulgaron procedimientos de actuación y calumnias que, posiblemente, serían copiadas por otros. Y así sucedió. No pasó mucho tiempo sin que los enemigos de la Iglesia calcasen, una a una, las acusaciones puestas a circular por aquellos religiosos. Y, no fueron solamente los enemigos. Hubo también fieles y clérigos que, siguiendo el ejemplo recibido, se autoconcedieron patente de corso para actuar a su antojo y reavivar la difamación contra el Opus Dei |# 201|.

Mientras descargaba la tormenta, el Fundador, con los suyos, seguía a pie juntillas las normas trazadas desde los primeros acosos:

Callar, callar, trabajar, perdonar, sonreír y rezar: y sufrir con alegría, porque el camino de Dios es sufrir, ponernos en las manos del Señor y no olvidarnos de que Él no pierde batallas |# 202|.

Por fuerza admiraba don Leopoldo la mansedumbre evangélica y la «caridad y amorosa resignación con que los miembros del Opus Dei acogen la persecución y besan las manos que los hieren» |# 203|. Como suele suceder a menudo, de grandes daños Dios saca, a la larga o a la corta, grandes bienes. Las adversidades, en lugar de deshacer la Obra, contribuyeron a unir íntimamente al Padre con sus hijos. Fue el primer fruto, resultado de aquel ofrecer el Fundador sus espaldas para recibir los golpes y proteger así a los suyos. Recordándolo, escribió años después:

Me atrevía a decir con San Pablo a los hijos míos: por tanto, os ruego que no decaigáis de ánimo, en vista de tantas tribulaciones como sufro por vosotros, pues estas tribulaciones son para vuestra gloria; puesto que los golpes, al menos en aquella primera época, eran contra mí |# 204|.

El Padre se representaba al vivo las dolorosas punzadas. Y recordaba haber visto de pequeño cómo las viejas de su tierra, armadas de agujas, pinchaban las brevas, para que madurasen más deprisa y se cargaran de néctar. De igual modo, la persecución había adelantado la mayoría de edad de sus hijos, los había madurado espiritualmente, haciéndolos más eficaces, más pacientes, y más fieles. Esta imagen de su niñez campesina en Fonz le venía con frecuencia a la hora de sobrenaturalizar los padecimientos de los hijos de Dios en esta vida:

En mi tierra —decía extrayendo el sentido divino del dolor—, pinchan la primera florada de higos, que se llenan así de dulzura y sazonan antes. Dios Nuestro Señor, para hacernos más eficaces, nos ha bendecido con la Cruz |# 205|.

Durante largos años tuvo que desmontar mentiras y esclarecer de mil modos la verdad acerca del Opus Dei. Así se fueron "delineando", incisivamente, los rasgos de la Obra. Hasta el punto —escribía el Fundador— de que está ahora como esculpida |# 206|. Asimismo, las contradicciones contribuyeron a poner aún más de manifiesto que la Obra no la hacen los hombres sino Dios |# 207|.

* * *

A mediados de la primavera de 1941 andaba alborotada Barcelona. Al menos muchos hogares católicos; desde luego, todos los círculos eclesiásticos; y no faltaban autoridades en actitud de alerta. Y, como la caída de una piedra en las aguas dormidas de un estanque, la perturbación de Barcelona fue esparciéndose a las diócesis limítrofes, como se comprueba por la anécdota que sigue.

Era entrado el mes de mayo cuando el Prelado de Lérida, Mons. Moll Salord, fue a entrevistarse con el de Gerona. Casualmente había ido leyendo Camino en el viaje, en un ejemplar que le había regalado el autor. Grande debió ser la sorpresa del Sr. Obispo de Gerona al ver entrar al de Lérida trayendo, a vista de todos y sin recato alguno, un libro que acababa de ser denunciado como herético la víspera. Pero leamos la carta de Mons. Moll Salord a don Josemaría:

«Recibí a su tiempo su precioso CAMINO con la amable dedicatoria que quiso estampar en su portada. Lo leí con sumo interés. Mejor, lo leímos juntos Mosén Ángel y yo... camino de Gerona, un buen día de primavera, a donde me enviaba el Señor, sin yo saberlo, para "desfacer entuertos" respecto a V. y a sus libros y sus cosas. Precisamente aquel Prelado el día antes había tenido unas visitas que le pusieron en guardia contra V. y su libro. Yo pude enseñárselo, debidamente censurado y aprobado, y certificar de su persona, que había conocido pocas semanas antes. Algo parecido tuve que hacer en algunos círculos eclesiásticos de Barcelona, donde se le tenía a V. por algo más que sospechoso. Una pena. Pero tengo la persuasión de que todo este ambiente hostil terminará en un ridículo mayúsculo. V. esté siempre con su Prelado y con los Prelados de las Diócesis donde V. piense actuar y lo demás no es sino polvareda vana, que nada tiene de Dios y mucho de miras e ideales humanos.

Tengo dos tandas para sacerdotes los días 13-25 de Octubre. ¿Sería V. tan amable que quisiera venir a darlas? La otra vez nos dejó con la miel en los labios, como suele decirse, sin apenas probarla... ¡Qué cosas tiene a veces el Señor! Mucho he tenido presente aquella interrupción como también, ante el altar, el alma de la persona que la causara.

Muy de corazón le bendice su afmo. s. s. en Cristo

+ Manuel, Obispo A.A.» |# 208|.

La divisa eclesiástica de don Josemaría fue siempre una rendida obediencia a la Jerarquía. De manera que al aconsejarle el Obispo de Lérida no separarse nunca de su Prelado, y actuar de acuerdo con los Prelados de las diócesis en que desarrollaba su apostolado, le está dirigiendo, más bien, palabras de aliento. El lema de "nada sin el Obispo" es lo que le daba seguridad en sus empresas, y el poder caminar a salvo aun en ambientes hostiles. La Obra —escribía don Leopoldo al Abad de Montserrat— no está desorientada:

«Sabe muy bien lo que es y a dónde va; no es tan joven que no tenga ya trece años de viva experiencia en ambiente de muy fervorosa meditación; y sobre todo va segura porque va de la mano de los Obispos, bien asida a ella y sin más afán que obedecerles y servir a la Iglesia; su lema y consigna y orden del día de todos los días es ¡Serviam!» |# 209|.

En medio del traqueteo a que estaban sometidos don Josemaría y sus hijos, comenta don Leopoldo, «su mayor consuelo es ver que todos los Prelados en cuyo territorio tienen casas, estamos con ellos, y los animamos y defendemos» |# 210|. En compensación al rechazo que implicaba, en algunos ambientes, la persecución, era de no poco alivio sentir el cariño de los Obispos.

* * *

El 9 de enero de 1939, pocas semanas antes de acabar la guerra, el Fundador dirigió una carta a los suyos, en la que les hablaba de los obstáculos que encontrarían tan pronto recomenzasen la labor. Y especificaba: escasez, deudas, pobreza, desprecio, calumnia, mentira, desagradecimiento, contradicción de los buenos |# 211|. Este detallado anuncio de los acontecimientos que les aguardaban, hecho con dos años de antelación, tanto tiene de predicción sobrenatural como de presagio histórico. Realmente, participa de ambos. En buena parte, era lógico prever que esto sucediera, teniendo en cuenta la naturaleza de los hombres y de las cosas |# 212|. Eran de esperar las incomprensiones y los encontronazos. Pero lo que va más allá de la humana previsión es el rápido, total y azaroso cumplimiento de cada uno de sus puntos.

Los acontecimientos confirmaron cabalmente el pronóstico hecho en Burgos, en 1939, antes de que apareciesen nubes por el horizonte. Es de notar, sin embargo, que todos los puntos mencionados —escasez, deudas, pobreza... persecución de parte de la autoridad— tienen significación precisa, clara y sustantiva. Todos, menos la contradicción de los buenos, dicho de santos, con significado y valor ascético peculiar, como se ha visto.

Es historia repetida en la vida de los santos la de tener que sufrir indecibles padecimientos. Pero el que Dios permita, a veces, que sean precisamente los buenos quienes sirvan de instrumento de tortura para una prueba de amor no es fácil de entender. Éste es el caso particular de la denominada "contradicción de los buenos". Claro que también es sabido que las vías del Señor son inescrutables y que la divina Providencia bien puede sacar luz hasta de los humanos errores. Sin embargo, dejando a un lado los designios ocultos y sobrenaturales, cabe preguntarse por las causas que, a ojos humanos, motivaron la contradicción. ¿Cómo y por qué se produjo la persecución? ¿Cuál fue el resorte que puso en movimiento los ánimos adversos?

Valga, como primera respuesta, el saber que aquella conmoción traía su origen del mensaje predicado por don Josemaría acerca de la llamada universal a la santidad. Ahí está la raíz de las incomprensiones, críticas, suspicacias y ataques a la Obra y a su Fundador. Antes de la guerra civil se murmuraba de don Josemaría que había formado una secta herética, cuyo propósito era buscar la santidad en medio del tráfago mundano. Ahora se repetía la vieja historia. El mensaje era, ciertamente, radical. Aquel joven sacerdote trataba de suscitar en los cristianos una respuesta adecuada a la vocación ínsita en el bautismo; y esa exigencia llevaba derechamente a la santificación, es decir, a vivir la plenitud de la vida cristiana en medio de la calle.

En cierto modo, considerando que el medio histórico-doctrinal había permanecido lánguidamente inmutado durante siglos, el mensaje del Opus Dei constituía una novedad impensada, que irrumpía de manera perturbadora. Para algunos hasta resultaba conflictivo con las costumbres y enseñanzas tradicionales. Por añadidura, muchos consideraban la vocación como término equivalente a consagración religiosa. Así, pues, no es de extrañar que midiesen a los miembros del Opus Dei por el género de vida que es peculiar al estado religioso, y que trataran de aplicarles votos, hábito, vida conventual o manifestaciones peculiares de pobreza. Con el resultado de que, al no encajar en sus moldes mentales ni la doctrina ni la secularidad propias del Opus Dei, nacía en ellos la sorpresa o el escándalo. No faltaron tampoco quienes creyeron deber de conciencia el combatir el desarrollo de las labores apostólicas que traía entre manos don Josemaría.

Las calumnias que corrían —como va dicho— eran de todo tipo. Algunas, ridículos infundios; otras, muy peligrosas acusaciones. Entre ellas la de que el Opus Dei intentaba destruir las instituciones de vida consagrada y que sustraía vocaciones a los religiosos. Así, esas afirmaciones se volvieron armas arrojadizas; y, con tal vehemencia, que no quedó piedra por remover.

No es preciso insistir en que la lista de acusaciones que se alegaban contra la Obra era larga. Pues bien, una de las muchas cosas que se le imputaban era «el odio a las órdenes religiosas», afirmación que, a juicio del Obispo de Madrid, era «una de las más graves calumnias que le han levantado al Opus Dei» |# 213|. Porque lo cierto es que don Josemaría amaba de todo corazón a los religiosos, tenía muchísimos amigos en Órdenes y Congregaciones |# 214| y seguía dirigiendo tandas de ejercicios espirituales en conventos y monasterios |# 215|.

Sin embargo, temían algunos que «la llamada universal a la santidad no llevaría sino a producir detrimento a los seminarios, noviciados de religiosos, etc., haciendo disminuir el número de vocaciones para el estado clerical o religioso» |# 216|.

Cuando el Fundador da cuenta a don Leopoldo de la entrevista sostenida el 31 de mayo de 1941 con el Provincial de Toledo, le informa en breves palabras: Todo es cuestión de que piensan que van a perder vocaciones |# 217|.

Quince días más tarde, reanudando el tema de la conversación mantenida aquel 31 de mayo, don Josemaría insiste por carta al Provincial: En el fondo, objetivamente, no hay más que un lamentable forcejeo por si éste o aquél se viene a trabajar con nosotros |# 218|.

Y, haciéndose eco de la cuestión, se dolía don Leopoldo al Abad de Montserrat:

«¡Y pensar, Rmo. Padre, que toda la tempestad ha surgido porque dos o tres chicos que querían entrar religiosos han preferido el Opus Dei después de conocerlo!

Es tal y tan enorme la desproporción entre la causa y los efectos, que naturalmente no cabe explicación, y hay que atribuirlo a la providencia del Señor, que para sus fines lo ha dispuesto así» |# 219|.

Con visión ancha y magnánima, entendía el Fundador que la salud general de la Iglesia estaba por encima de las necesidades particulares de la Obra, en esto de las vocaciones, como se desprende de una anotación de 1931. (¡Y esto lo escribía cuando no tenía más que tres personas que le seguían; tres vocaciones a medio hacer!):

Los socios y asociadas no serán egoístas, en el sentido de captar vocaciones para ellos solos (ni en ningún otro). Por el contrario, fomentarán vocaciones para los institutos, órdenes y congregaciones religiosas y Seminarios seculares |# 220|.

En el apostolado y en la dirección espiritual, don Josemaría se atuvo a aquel consejo que tan largamente comentaría en la tanda de ejercicios de junio de 1939: cada caminante siga su camino, es decir, la llamada de Dios. Y, aunque nunca le sobraran personas entregadas al Opus Dei, porque el poner en funcionamiento las labores apostólicas de la Obra exigía cada vez mayor número de ellas, jamás se metió a segar en sembrado ajeno |# 221|. Como director de almas fue extremadamente respetuoso, promoviendo vocaciones en beneficio de todas las instituciones de la Iglesia, sin excepción. Este modo de actuar es propio de la misión de la Obra, y está muy dentro de su espíritu. Y, sin embargo, se le echaba en cara a don Josemaría que robaba vocaciones a los religiosos, cuando su empeño era encauzarlas por el camino señalado por Dios para cada una |# 222|:

bien sabéis —enseña a sus hijos— que es propio de nuestro espíritu ver con alegría que surjan muchas vocaciones para los seminarios y para las familias religiosas. Es más, damos gracias a Dios, porque no pocas de esas vocaciones brotan como fruto de la labor de formación espiritual y doctrinal que llevamos a cabo entre la juventud al encender cristianamente el ambiente que nos rodea, al hacerlo más sobrenatural y más apostólico, se promueve lógicamente, para todas las instituciones de la Iglesia, un mayor número de almas |# 223|.

Cuando Dios llama a alguien a su servicio le llama por su nombre —vocación sobrenatural y personal—; generalmente, para algo muy específico y concediéndole, de paso, las gracias adecuadas. De manera que Dios sabe, antes que los hombres, a dónde dirige sus deseos. Esto es, quizá, uno de los motivos por los que don Josemaría no alcanzó siquiera a imaginarse que la cuestión de las vocaciones llegara a suscitar tamaño revuelo |# 224|. Con la gran polvareda de la incomprensión es de pensar que los promotores no llegaron a darse cuenta de las graves implicaciones que arrastraba consigo el desnaturalizar la vocación a la santidad a que están llamados todos los cristianos.

La grandeza de la vocación está ya en su origen, porque es la voz de Dios que viene a la criatura del más allá del fondo oscuro de los tiempos. Pero, aun así, siendo Dios dueño y señor de las almas, deja, en entera libertad, que éstas respondan a sus amorosos requerimientos.

En medio de estas duras tribulaciones, la prueba de La Granja, del 25 de septiembre de 1941, marca en el alma del Fundador la cota más alta de desprendimiento, y de su actitud de vigilia para llenar con la Voluntad divina el vacío de sí mismo. Esto le daba pleno derecho al título de: el que ama la Voluntad de Dios. La disponibilidad de todo su ser la describe el Obispo de Ávila, Mons. Santos Moro, que tan íntimamente le trató en los años cuarenta, con estas breves palabras: «Vivía pendiente de la Voluntad divina» |# 225|. En la escalada a Dios, don Josemaría había dejado atrás toda la impedimenta y se hallaba en el último tramo:

Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios |# 226|.