1. Muerte de la Abuela

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Al Fundador, hecho a contemplar serenamente las adversidades, no le alteraban ni obstáculos ni tropiezos en la carrera de la fundación. Por de pronto, pensaba que Dios y el tiempo los resolverían, si ponía de su parte el esfuerzo necesario. Sabía aguardar y, además, ¿no tenía la Obra siglos por delante? Junto a este confiado abandono en la Providencia, había también en su naturaleza un impetuoso resorte de efectos fulminantes. Tales urgencias le brotaban de su arrebatado amor de Dios y de la acuciante responsabilidad con que vivía, a diario, su misión. Pero, se mire por donde se mire, la armonización de factores tan dispares en su persona no es, por supuesto, operación fácil de explicar.

Desde los primeros años, don Josemaría trabajó con sacerdotes y jóvenes estudiantes, con obreros, con menestrales y artistas, sin que dejara de sentir la necesidad de buscar almas entre las mujeres |# 1|. Y mucho tiempo pasó hasta que vinieron las primeras vocaciones. De forma que, cuando anotó en las Catalinas ese venturoso suceso, con la fecha del día —14 de febrero de 1932—, cayó en la cuenta de que hacía justamente dos años que el Señor le había pedido trabajar también con mujeres. Así, de prisa pero sin prisas, fue saliendo este apostolado.

Don Josemaría, como va dicho, confiaba la dirección espiritual de esas mujeres a algunos sacerdotes del grupo que le seguía, aunque nunca llegaron éstos a captar el espíritu de entrega a Dios en medio del mundo. Por fuerza de las circunstancias —tres años de aislamiento durante la guerra civil—, en sus almas se había operado un fuerte cambio de orientación, en lo concerniente a la vida interior. En aquel azaroso período se interrumpió la formación que habían recibido por parte del Fundador, siendo sustituido el vacío por una espiritualidad muy alejada del carácter secular propio de la Obra. En realidad el fallo, como indica el Fundador, había de achacarse a los sacerdotes encargados de atender a esas vocaciones de mujeres: de tal modo —escribe— que tuve que prescindir de ellas en 1939 |# 2|, por el bien de la Obra y de sus propias almas. Fue, para ser preciso, el 28 de abril cuando comunicó a una de ellas, a Ramona Sánchez, sus proyectos de prescindir inexorablemente de todas las chicas; y de que debían seguir otro camino, religiosas o el matrimonio, encargándole que lo dijese de su parte a las otras |# 3|. Después —cuando ya habían dejado la Obra— ayudó a algunas, a las que quisieron, a entrar en Congregaciones religiosas. Así, don Josemaría se determinó a empezar ex novo.

La consecuencia de aquella renovación fue que una de las dos vertientes de la Obra, la de las mujeres, quedó en blanco, salvo una excepción: Lola Fisac. Lola había pedido la admisión en mayo de 1937, cuando el Fundador estaba refugiado en el Consulado de Honduras. Al salir de su refugio con su flamante nombramiento de Intendente General del Consulado, don Josemaría pensó seriamente en hacer un viaje a Daimiel, el pueblo de la Mancha en que se encontraba Lola. Tenía la intención de llevarle el Santísimo para que comulgasen ella y su hermano, que también estaba escondido en la casa. Pero se precipitaron los acontecimientos y no pudo realizar el viaje hasta que la guerra hubo concluido.

Dos años más tarde vería cumplido su deseo. El 18 de abril de 1939 salió el Padre para Daimiel y durmió en casa de los Fisac, donde se le preparó, lo mejor que pudieron, un dormitorio en el salón de la casa, con un gabinete para trabajar o recibir. En cuanto a la misa, todas las iglesias del pueblo estaban cerradas al culto. Habían sido saqueadas o profanadas. Solamente un sacerdote pudo escapar a la matanza de clérigos y religiosos. Este sacerdote guardaba en su casa un juego de ornamentos y tenía altar portátil. Allí celebró misa don Josemaría, al día siguiente de su llegada, por las intenciones de la familia Fisac.

El 20 de abril tuvo Lola una detenida conversación con el Fundador. Cuando acabó de referir los pormenores de su vida, el Padre, sentado en su escritorio y armado de papel y pluma, fue trazándole un plan de vida. Encabezó una cuartilla con la invocación: Sancta Maria, Spes nostra, Ancilla Domini, ora pro nobis!, y empezó anotando lo referente a la oración: media hora, a hora fija, por la mañana. Siguió luego por la presencia de Dios, dedicando cada día de la semana a una devoción. A continuación: la lectura espiritual, con la Historia de un alma de santa Teresita. Añadió además el rosario y los exámenes diarios: el general sobre las obligaciones con Dios y con el prójimo; y el particular, para vivir mejor la presencia de Dios, y acabar a conciencia el trabajo emprendido. Finalmente: hacer siempre comuniones espirituales y actos de amor y desagravio.

Estas instrucciones por escrito las cerró don Josemaría con una breve recomendación: Vive la Comunión de los Santos; y con un consejo: que no dejase de escribirle a Madrid cada ocho o diez días |# 4|. Ese año de 1939 Lola fue a Madrid en varias ocasiones. La primera, el 22 de mayo, cuando pasó unos días con unas parientes que vivían en la calle de Santa Isabel, frente por frente del Patronato. Durante esa estancia charló de nuevo y se confesó con don Josemaría y comenzó a intimar con Carmen y doña Dolores.

Eran de esperar, lógicamente, las primeras dificultades de aquella mujer, aislada en el pueblo:

Jesús te guarde, le escribía don Josemaría

Quédate tranquila: vas bien.

¡Sobre la nada edifica siempre el Señor! Todos los instrumentos le hacen falta: desde el serrucho del carpintero a las pinzas del cirujano. ¡Qué más da! La gracia está en dejarse emplear.

Frío o fervor: lo interesante es que la voluntad quiera: es —debe ser— para ti indiferente el fervor o el frío.

Te bendigo

Mariano |# 5|.

Cuando de nuevo volvió a Madrid, en la segunda mitad de septiembre, don Josemaría se había trasladado ya de Santa Isabel a la Residencia de Jenner. Lola sintió entonces la alegría, y la tranquilidad de espíritu, de ver algo en marcha, de palpar algo tangible. Una realidad, en fin, que no estaba hecha de promesas evanescentes.

Cuando estuvo por tercera vez en Madrid, poco antes de la Navidad del 1939, se quedó a vivir con doña Dolores en el piso de Jenner. Días inolvidables y gratos, sin más acontecimientos que el trajín del piso, las faenas de servicio doméstico y la compañía de la Abuela.

Los residentes, en vísperas de Navidad, preparaban el "nacimiento" en el piso de arriba y, de tarde en tarde, bajaban a pedir algo a la Abuela. Doña Dolores, recordando viejos tiempos, de cuando el marido ponía el nacimiento ayudado por los críos, les decía aquello que su hijo recogió luego en Camino: Nunca me has parecido más hombre que ahora, que pareces un niño |# 6|.

Lola conoció entonces a Amparo Rodríguez Casado, otra joven que también pertenecía a la Obra y procedía del grupo de muchachas a las que don Josemaría atendió espiritualmente en Burgos. Un día expuso el Fundador a estas dos hijas suyas el panorama apostólico de la Obra, es decir, el que tenía en su cabeza. Se lo describió a grandes rasgos, haciéndoles comprender que no se trataba de castillos en el aire, sino de algo firme y objetivo. Y lo pintó con tal viveza y entusiasmo —dice Lola— que «nos pareció sobrecogedor y precioso. Me asustó un poco» |# 7|.

(En los Apuntes de 1939 hay tremendos huecos de uno, dos y hasta de tres meses entre anotación y anotación. Tan solitarias notas entre tan considerables trechos imponen respeto al lector, porque, indudablemente, se trata de hitos importantes. Así, en una nota de finales de 1939 se lee: Mi preocupación son ellas. Bueno: mi primera preocupación soy yo mismo) |# 8|.

Ese año de 1940 se le hizo muy largo a Lola. Cuando regresó de Madrid al pueblo, con el deseo encendido, pero un tanto preocupada por el panorama exigente que el sacerdote le había hecho entrever, le entró, en medio de la forzada ociosidad, una irritante impaciencia por arrancar, de una vez, en las tareas apostólicas. Urgencias que el Fundador le calmaba por carta:

¡Jesús te guarde!

Esa impaciencia por la labor es agradable a Dios siempre que no te quite la paz. Procura que te sirva de acicate, para buscar la presencia del Señor en todo: y así es seguro que contribuirás a acelerar la hora.

Únete a las intenciones del Padre: no olvides el valor inmenso de la Comunión de los Santos: de este modo no podrás decir nunca que estás sola, puesto que te encontrarás acompañada por tus hermanas y por toda la familia |# 9|.

El Padre no permitía que se apagase el divino entusiasmo en aquella alma. De manera que, alternando prudentemente el reposo con el estímulo, mantenía la llama de la esperanza. Tres semanas más tarde, en el aniversario de la fundación de mujeres, volvía a insistir:

No me pierdas la paz por nada. Es preciso no dejarse llevar de los nervios |# 10|.

Al mes siguiente:

Tranquila. Tranquila, con alegría y paz. Éste es el santo y seña |# 11|.

(Aquel sacerdote, además de mucha paciencia, tenía la vista puesta en lo alto, esperando que el Señor le sacase de apuros, como registra en sus Apuntes:

Miércoles, 8 de mayo de 1940: Se han pasado unos meses sin escribir Catalinas. No es extraño, porque llevo una vida de ajetreo que no da tiempo a nada.

[...] Mi gran preocupación es la parte femenina de la Obra) |# 12|.

De pronto se produce el cambio tan esperado. El 10 de mayo el Padre escribe a Lola anunciándole la llegada a la Obra de nuevas mujeres: Ya te contará Amparito que aumentó la familia. ¡No te digo nada cuando —¡muy pronto!— se tenga la casita... |# 13|. Y el 21 de junio de 1940 anota escuetamente: La rama femenina —laus Deo!— va marchando |# 14|. (Con un paso, al parecer, lento y trabajoso, como si el Señor quisiera probar la fe y la tenacidad del Fundador). La tan deseada "casita" no se abrió hasta el otoño. Era un pequeño piso alquilado de la calle de Castelló, que instalaron las mismas chicas que iban por allí, con los pocos enseres que consiguieron de casa de sus padres. Don Josemaría se puso enseguida a dar clases de formación a ese grupo de mujeres jóvenes. Eso duró poco. Duró hasta el 6 de diciembre, porque, como refiere Lola Fisac, «hubo de levantar pronto el piso: la juventud del Padre y la nuestra, suscitaba curiosidad en el vecindario» |# 15|. Punto sobre el que no transigía el sacerdote.

La razón para dejar el piso, según Lola, eran las posibles habladurías de la vecindad. Y, al decir del Padre, que lo supo por doña Dolores, las chicas de San Rafael, en el «piso que tenían, en vez de hablar de apostolado, se dedicaban a hablar de novios» |# 16|. Al menos algunas. Eso ya era otra historia.

Pero lo peor del caso consistía —y esto lo ignoraba Lola— en que venía lloviendo sobre mojado y que el sacerdote, y su Obra, se hallaban expuestos a que les cogiese el grueso del chaparrón, que no había acabado de descargar. El chaparrón de susurraciones y calumnias que, en el otoño de 1940, estaba cebándose en la honra del Fundador, y se anunciaba borrascoso. Se ha tocado el asunto, pero he aquí, sin recargar demasiado las tintas, una catalina que nos sitúa en el ambiente de aquella temporada:

Día 16 de Septiembre de 1940: Ayer por la mañana estuve con el Vicario General, para tenerle al tanto de estas tribulaciones. Casimiro me animó y me dijo: "Aún vendrá más y quizá sobre el sexto. Pero no te preocupes. De S. Ignacio, entre mil calumnias y con la oposición de prelados y hombres doctos contra la Compañía, llegaron a decir que sacaba las mujerzuelas, con mal fin, de sus casas. No me extrañaría, por tus trabajos sacerdotales, verte algún día en la cárcel. Todo es muy buena señal" |# 17|.

Enseguida se efectuó el traslado, del mobiliario y de las reuniones, del piso de Castelló a una habitación de la casa de Diego de León 14. Era éste un palacete donde hubo que hacer obras. Aparte de la familia de doña Dolores, que había dejado Jenner junto con don Josemaría y Álvaro del Portillo, muy pocos vivían en ese edificio, frío e inhóspito en la temporada de 1940-41, pues no encendían la calefacción. Por las tardes, las mujeres, con separación absoluta, solían reunirse en una habitación de la planta baja para trabajos de costura y confección de ornamentos destinados a los nuevos oratorios. El Padre pasaba algunos ratos con ellas, haciéndoles indicaciones sobre el trabajo profesional que traían entre manos o dándoles criterio sobre el espíritu de la Obra. En aquel cuarto, cuatro mocosas y un pobre cura, como les decía don Josemaría, estaban echando los cimientos de un camino que se encontrarían hecho las que vinieran más tarde |# 18|.

Del 10 de diciembre en adelante, solía dirigirles con frecuencia la meditación, preparando a ese grupo de mujeres para su futura incorporación a la Obra. Pero le ocurrió con ellas algo parecido a lo de ciertos estudiantes antes de la guerra: que, sin previo aviso, desaparecían como por ensalmo.

Doña Dolores y Carmen asistían, muy frecuentemente, a la tertulia de trabajo de las chicas |# 19|. Sobre todo la Abuela, que sabía escuchar y pocas veces intervenía |# 20|.

Vivía la señora en una habitación del primer piso, que daba al chaflán de la calle de Diego de León con la de Lagasca. Tenía el cuarto un amplio mirador de cristalera y una mesa camilla en la que solía hacer su vida de trabajo, siempre dedicada a coser, a hacer punto o a leer. Nunca ociosa. Así la conocieron aquellas primeras mujeres de la Obra que en los años treinta habían ido por Santa Isabel. Así la veía Ramona Sánchez, una de las primeras, que aconsejada por don Josemaría se hizo Hija de la Caridad en 1940: «una gran señora, siempre sonriente y cordial, que pasaba días enteros dedicada a coser tanta ropa, y bastante vieja, de los chicos que ayudaban al Padre» |# 21|. Eran aquellos los tiempos de la Residencia de Jenner; y doña Dolores perseveraba todavía en ese humilde servicio.

En raras ocasiones invitaba don Josemaría a algún amigo o conocido a almorzar en el piso de Jenner. Luego, con más frecuencia, fueron no pocos prelados y otros huéspedes distinguidos los que pasaron por el comedor de Diego de León |# 22|. En tales ocasiones presidía la mesa la Abuela, como señora de la casa; y su nerviosismo, ante los elogios de los Obispos o invitados de rango, se delataba por el rubor de la cara. Tenía el cutis muy blanco y el cabello era todo de plata, de manera que resaltaba aún más su dulce sofoco. «Hoy vienen invitados —decía de antemano a Lola Fisac—. Lo que más siento es que me pongo colorada como si tuviera quince años» |# 23|.

Entre los frecuentes viajes de don Josemaría para predicar fuera de Madrid y sus muchas ocupaciones cuando estaba en la capital, ocurría que pasaban semanas enteras sin que doña Dolores viese a su hijo, aunque vivieran bajo un mismo techo. La señora resolvía su pena con un leve suspiro: «Hoy no he visto a mi hijo, decía a Lola. Aún no le he visto. Tiene tanto que hacer... Nada; no ha venido» |# 24|. A veces era mejor que fuese así, porque en esa temporada de invierno y primavera de 1941 don Josemaría estaba recibiendo golpes muy duros. Al enterarse la Abuela de tanta calumnia y espina, sufría y rezaba, y saludaba al hijo con un compasivo: «Hijo mío, no tienes un día sano» |# 25|. Al menos, la Abuela tuvo el gozo, ya muy al final de su vida, de ver la Obra oficialmente aprobada por el Obispo de Madrid.

Era mujer sana, trabajadora y resistente. Muy pocas veces guardó cama. No se le conocían otros achaques que los del reuma, aunque, indudablemente, quedó muy disminuida de bríos a causa de las penalidades de la guerra |# 26|. Salía muy poco de casa. Tan sólo a misa o a hacer alguna compra. Excepcionalmente, un día de primavera, alrededor del 12 de abril, sus nietos la llevaron de excursión a El Escorial. Al día siguiente tenía fuertes dolores de cabeza y se le declaró una ligera afección de bronquios. Luego le vinieron altas fiebres y la enfermedad siguió su proceso normal. Con todo, los dos médicos que la atendían, Juan Jiménez Vargas y otro colega, no estaban demasiado preocupados por la suerte de la paciente |# 27|.

Por aquel entonces don Josemaría había sido invitado por el Obispo Administrador Apostólico de Lérida, Mons. Manuel Moll, a dar una tanda de ejercicios espirituales a los sacerdotes de la diócesis |# 28|. Como se acercaba la fecha de su partida, consultó a los médicos sobre el estado de su madre. Éstos le tranquilizaron. La evolución de la enfermedad indicaba mejoría. De manera que el 20 de abril el sacerdote se despidió de su madre, rogándole que ofreciese sus molestias por la labor que iba a hacer en ese curso de retiro. Doña Dolores, desde la cama, cuando su hijo salía de la habitación, dejó escapar a media voz un «¡Este hijo!» |# 29|. Como si presintiera la hondura del sacrificio que se le pedía.

A pesar de que Álvaro avisó al Padre por teléfono a Zaragoza que su madre continuaba mejorando, don Josemaría abrigaba una vaga corazonada del sacrificio que, también a él, se le pedía. Tan pronto llegó al seminario de Lérida, se dirigió al Sagrario con esta oración: Señor, cuida de mi madre, puesto que estoy ocupándome de tus sacerdotes |# 30|. Luego, se fue a su cuarto y, todavía con un triste presentimiento, escribió al Vicario General de Madrid:

Acabo de llegar a Lérida, y me remuerde la conciencia, por no haberte dicho que venía a dar una tanda de ejercicios a Sacerdotes. No hubo tiempo material de verte. Sólo hablé con Lahiguera.

Dejé a mi madre, en Madrid, bastante enferma. Pide al Señor, para que, si es su Voluntad, no se me la lleve aún: me parece que Él y yo la necesitamos en la tierra |# 31|.

Veinticuatro horas más tarde, repentinamente, la enfermedad de la Abuela se agravó, con todos los síntomas de pulmonía traumática. Se le llevaron los últimos sacramentos y en la madrugada del 22 de abril entraba en lenta y plácida agonía. Hasta el punto que «la mañana antes de su muerte —cuenta Santiago Escrivá de Balaguer— yo entré en su habitación a despedirme para ir a la universidad, como todos los días» |# 32|.

Agonizaba la Abuela cuando don Josemaría estaba preparando una plática para los sacerdotes en el seminario de Lérida, con la intención de tocar el papel que ha de desempeñar la madre del sacerdote en la vida de su hijo, como él mismo refiere:

A mitad de los ejercicios, a mediodía, les hice una plática: comenté la labor sobrenatural, el oficio inigualable que compete a la madre junto a su hijo sacerdote. Terminé, y quise quedarme recogido un momento en la capilla. Casi inmediatamente vino con la cara demudada el obispo administrador apostólico, que hacía también los ejercicios, y me dijo: don Álvaro le llama por teléfono. Padre, la Abuela ha muerto, oí a Álvaro.

Volví a la capilla, sin una lágrima. Entendí enseguida que el Señor mi Dios había hecho lo que más convenía: y lloré, como llora un niño, rezando en voz alta —estaba solo con Él— aquella larga jaculatoria, que tantas veces os recomiendo: fiat, adimpleatur, laudetur... iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amen. Amen. Desde entonces, siempre he pensado que el Señor quiso de mí ese sacrificio, como muestra externa de mi cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo por esta labor |# 33|.

El gobernador civil de Lérida, Juan Antonio Cremades, conocido de los tiempos de Zaragoza, puso un coche a su disposición. Pero, por una serie de percances, no llegaron a Madrid hasta las cuatro de la madrugada. Entró don Josemaría en el oratorio de Diego de León donde estaban velando los restos mortales de doña Dolores. Después de un llanto reportado y sereno ante el cadáver de su madre, pidió a Álvaro que le ayudase a recitar juntos un Te Deum |# 34|.

Salió fuera del oratorio, y le explicaron, con cierto detalle, la defunción de la Abuela, mientras protestaba en voz baja, filialmente, al Señor: Dios mío, Dios mío ¿qué has hecho? Me vas quitando todo; todo me lo quitas. Yo pensaba que mi madre les hacía mucha falta a estas hijas mías, pero me dejas sin nada ¡sin nada! |# 35|. A continuación se preparó para decir la misa corpore insepulto. A esa misa siguieron otras celebradas por sacerdotes amigos. Por la tarde fue el entierro. Presidían el duelo, al lado de don Josemaría, su hermano Santiago y fray José López Ortiz. Doña Dolores recibió sepultura en el cementerio madrileño de La Almudena |# 36|.

Y el Fundador quedó con la firme convicción sobrenatural de que la muerte de su madre estaba ligada a la labor con los sacerdotes, como deja entender en las cartas de esas fechas:

He agradecido con toda el alma su cariñoso pésame con motivo del fallecimiento de mi madre (q.e.g.e.). Ha sido para mí un golpe duro y, a la vez, muy consolador; porque me ayudó siempre con cariño en mi labor sacerdotal, y ya habrá recibido de Dios nuestro Señor su recompensa |# 37|.

De nuevo se repetía la lección de que, en su vida, Dios le hacía ir por delante de sus hijos. Si no pudo estar presente al morir don José |# 38|, tampoco ahora, al fallecer su madre. De forma que, cuanto más meditaba en estos dos sucesos, más clara sacaba la enseñanza de que también en ese desprendimiento tenía que dar ejemplo. Porque el día de mañana, muchos de sus hijos, en tierras lejanas a causa de la expansión de la Obra, se encontrarían ausentes al morir sus padres.

A los dos días del entierro —refiere José Luis Múzquiz— dirigió una meditación en el oratorio donde se había velado el cadáver. Mirando al Sagrario, como frecuentemente hacía, y aceptando plenamente la voluntad de Dios, oraba así:

Señor, estoy contento de que hayas tenido esta confianza conmigo, pues aunque se procure que mis hijos estén junto a sus padres cuando mueran, no siempre será posible por necesidades del apostolado. Y has querido, Señor, que en esto vaya yo también por delante |# 39|.