4. La Residencia de Jenner

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Cuando el Fundador andaba repitiendo en 1938, en Burgos, que necesitaba cincuenta hombres que amasen a Jesucristo sobre todas las cosas, su pensamiento se encontraba ya en Madrid. De manera que acabar la guerra y recomenzar en la capital fue todo uno. En la correspondencia de Isidoro, que hacía de altavoz de las preocupaciones del Padre, se perciben los apremiantes deseos de don Josemaría para poner en marcha, cuanto antes, una Residencia que supliera a la de Ferraz. Pero la Obra no contaba aún con aquellos cincuenta hombres y, además, los pocos que la formaban se hallaban fuera de Madrid, con excepción de Isidoro. En efecto, José María González Barredo, aunque asignado como profesor en el Instituto de San Isidro de Madrid, estaba arreglando otros asuntos en el norte de España. José María Albareda viajaba con frecuencia, por motivos profesionales. Álvaro, Vicente y Eduardo se encontraban en Olot (Gerona), militarizados. Chiqui, en San Sebastián. Rafael Calvo Serer, en Valencia. Y los demás, prestando aún servicio, y repartidos por distintos puntos de la Península.

Una carta de Isidoro de finales de abril de 1939 da idea del movimiento de todos ellos:

«En primer lugar ha habido carta de Chiqui; figúrate que ha aparecido nada menos que por S. Sebastián. Juan está pasando con nosotros la semana de permiso pero nos deja ya mañana. Barredo está en Vitoria con Albareda para asuntos profesionales. Ricardo continúa en Alcoy; hasta Paco se nos ha marchado. ¡No hay derecho! Precisamente el abuelo nos recordaba la necesidad de ir pensando en una casa para continuar su negocio pero si sus familiares están ausentes es claro que se retrasará. El abuelo como siempre ocupadísimo y nosotros dedicados a la organización y clasificación de los papeles de esta temporada» |# 119|.

A la falta de gente que ayudase en las gestiones de búsqueda de una casa para montar la Residencia, se agregaba el que por ninguna parte encontraban el dinero necesario. Y no es que don Josemaría se despreocupara buenamente de las pesetas, porque hacía más de un año que las venía mendigando. De la hoja mensual de Noticias de abril de 1938, cuando ya había empezado personalmente la campaña económica, es este grito a todos los conocidos: ¿Hacéis lo posible, para que el señor nos dé los dos millones de pesetas que necesitamos? |# 120|. Isidoro, que era el único totalmente disponible para echar una mano al Fundador en sus tareas, entró a prestar servicio el primero de mayo en los ferrocarriles del Oeste, en la estación de Delicias de Madrid. Con ocho horas diarias de oficina poco tiempo le quedaba para hacerse cargo de otros asuntos. Sobre don Josemaría acabó gravitando todo el peso de la Obra. (Es muy de notar que las cosas se arreglaban de tal manera, que el Fundador se hallaba casi siempre solo cuando más necesitado estaba de colaboradores).

El mes de junio se le presentó con una apretada agenda. En la primera mitad del mes tenía que dar dos tandas de ejercicios espirituales en Valencia; y, en la última semana, dirigir unos ejercicios en Vergara para los ordenados de la diócesis de Vitoria. Apretad al Señor, y esto marchará —decía desde Valencia a los de Madrid—. Lo mismo que tiene que marchar la cuestión de la Casa |# 121|. Pero acababa el mes de junio y no terminaba de aparecer la casa que buscaban. Don Josemaría comenzó a inquietarse como para escribir desde Vergara:

Quizá estoy más en Madrid —y en otros sitios— que en Vergara. Me encuentro, si cabe, un poco arrepentido de haber dejado patas arriba tantas cosas |# 122|.

(Quería decirles que en su pensamiento y en sus oraciones estaba pendiente de la casa y de la gente). Y, de pronto, con sorpresa de todos, parecieron desvanecerse las dificultades. Daba el Padre unos ejercicios a profesores universitarios en Vitoria, cuando vino a sus manos una carta de Isidoro, fechada el primero de julio, que terminaba con una suspirada noticia: «Esperamos que cuando regrese estemos ya instalados en la nueva casa» |# 123|. La casa en cuestión era un inmueble de la calle Jenner, número 6, donde habían alquilado dos pisos de la planta cuarta. Enseguida entraron allí albañiles y pintores. Se acuchillaron los suelos. Se hizo limpieza general en unas cuantas habitaciones, y se procedió al traslado de los muebles de Santa Isabel. Estaban a mediados de julio y en pleno zafarrancho de mudanza cuando, al ver que el Padre daba señales de agotamiento físico, sus hijos le convencieron de que fuese a trabajar y descansar unos días a Ávila. Tan pronto llegó a esa ciudad, escribía a los de Valencia:

Los de Madrid son pocos, para el trabajo de la mudanza. No permitían que les ayudara y, como esperan unas siete tandas de ejercicios todavía (dos para sacerdotes, en Madrid y en Ávila), comprendí que necesitaba descansar algo. Pero... me remuerde la conciencia bastante. |# 124|.

La compañía del Prelado de Ávila, don Santos Moro, y la tranquilidad de la ciudad castellana fueron como una lluvia de paz para el espíritu de don Josemaría.

Ávila de los Santos, día de Sta. María Magdalena, 22 de julio de 1939 —anota en una catalina suelta—: estoy unos días con este santo obispo, descansando. Huí del jaleo del cambio de casa. Parece egoísmo. Quizá lo sea, pero creo que no. Los chicos no me dejaban trabajar como ellos, en la mudanza. Y, de otra parte, estoy muy cansado y me faltan por dar seis o siete tandas de ejercicios.

Muy contento, en este Palacio Episcopal.

Omnes cum Petro ad I. p. M. |# 125|.

Mientras acababan los obreros su trabajo en uno de los pisos, los nuevos inquilinos vivían entre muebles almacenados. Don Josemaría hubiese querido que carpinteros y pintores, y hasta el dueño de la casa, comprendiesen mejor su urgencia. Dispuesto a dar el empujón definitivo a las obras, el 10 de agosto bendijo la casa. Es de suponer que las cosas fuesen luego más deprisa, pero no es ésa la impresión del sacerdote: La casa va despacio, porque los pintores y carpinteros se dan poca prisa. Aún está todo amontonado. Esto retrasa el oratorio, los ejercicios, y todo. ¡Dios sabe más! |# 126|.

Este particular estado de ánimo de don Josemaría, no era tanto producto de la impaciencia como resultado de la fuerte crisis que su alma estaba atravesando. La nueva purificación pasiva comenzó con el descontento consigo mismo. Se sentía desabrido, inquieto, irritable, insatisfecho. Le costaba horrores el no perder el dominio de sus nervios:

12 de agosto de 1939: Lleno de preocupación, porque no ando como debo. Me fastidia todo. Y el enemigo hace lo que puede para que mi mal genio salga a relucir. Estoy muy humillado.

Teniendo en cuenta su temperamento, de seguro que no se trataba de un suave padecer sino de un auténtico reventón interior, contra el que tuvo que debatirse con angustia: Sigo pasando unos días de crisis interior espantosos. No se los deseo a nadie, anota en sus Apuntes |# 127|. Y, como en ocasiones previas, al verse asaltado de terribles pruebas, se le escapaban gritos de auxilio:

Tu scis, Domine, quia amo te! ¡¡Madre!! San José, Padre y Señor; Relojerico: interceded por mí |# 128|.

En agosto llegaron a la Residencia varias solicitudes de plaza para el próximo curso académico. En vista de lo cual, echaron cuentas y decidieron coger otro piso en la planta segunda, en la que podían ir las habitaciones de doña Dolores, Carmen y Santiago; la zona de servicio, el comedor de residentes y el despacho de don Josemaría. Después Isidoro y Pedro se fueron a Albacete a recoger los muebles de la familia Casciaro (de «correctos y distinguidos» los califica Isidoro) y se los llevaron a Jenner |# 129|.

Mientras se ocupaban de ultimar la instalación de la Residencia, don Josemaría marchó a Valencia, donde había dejado en junio media docena de jóvenes que sentían la llamada al Opus Dei. En el mes de agosto los valencianos alquilaron un pisito, que contaba con un par de habitaciones y un pasillo. Era un entresuelo de la calle Samaniego, número 9. Por lo exiguo del refugio lo llamaron "El Cubil". Como estaba previsto, del 10 al 16 de septiembre de 1939, don Josemaría dio en Burjasot una segunda tanda de ejercicios espirituales para los universitarios de Valencia |# 130|. De allí salieron algunas vocaciones más y el Padre les animó a ir pensando en montar una Residencia de estudiantes para el próximo año. Pero había puesto tal fogosidad al dar las meditaciones en aquel curso de retiro que, tan pronto acabó su tarea, le sobrevino un fuerte agotamiento. Al día siguiente, 17 de septiembre, estaba don Josemaría comenzando a celebrar misa en la capilla de la Santísima Trinidad de la catedral de Valencia cuando se sintió indispuesto. Le llevaron a la sacristía y de allí a la calle Samaniego. No era El Cubil el sitio más apropiado, pero el enfermo insistió en ir a casa. En aquel piso no había cama, solamente un camastro de los que se usan en los cuarteles: cuatro tablones montados sobre unos pies de hierro. Tampoco había mantas ni colchón. Don Josemaría pasó unas horas de alta fiebre, arrebujado en unas cortinas viejas y sacudido por los escalofríos |# 131|.

A su vuelta a Madrid se ocupó de terminar el oratorio de la Residencia. Al igual que le había ocurrido en Ferraz 50, anhelaba tener cuanto antes al Señor en el tabernáculo. Como oratorio habían escogido la pieza más digna de la casa, en la cuarta planta, junto a la sala de estar. Recubrieron las paredes, de arriba abajo, con arpillera plegada, para amortiguar ruidos. Un listón de madera, que corría a la altura del techo, llevaba grabada una frase de los Hechos de los Apóstoles: Erant autem perseverantes in doctrina Apostolorum...; y otras palabras de un himno litúrgico: Congregavit nos in unum Christi amor... Las palabras estaban talladas a gubia y pintadas de tinta china roja por los chicos que ayudaban en los preparativos del oratorio; y, entre palabra y palabra, había intercalados tradicionales símbolos cristianos: una cruz, un cesto con pan, la vid, o una paloma.

Cerca de la entrada, adosada a la pared de la derecha, se colocó una cruz de palo teñida de nogalina negra. Y en la pared de la izquierda, junto a un ventanal que daba a la calle, fijaron una ménsula con una imagen de la Virgen. No había más que un solo banco, arrimado a la pared de atrás. En suma, en aquel cuarto, sobrio, sencillo y acogedor, la atención se centraba en el altar.

La mesa del altar y el sagrario se encargaron a un ebanista que vivía en las afueras de Madrid, por la Fuente del Berro, entonces un descampado. No era mal artesano, pero sí lento y apocado de ánimo. Era inútil meterle prisa en el trabajo porque se agobiaba. El sagrario era una caja de madera en forma de arqueta, cubierta con un conopeo. El Padre mandó que forrasen la caja por dentro con una tela de oro, pues resultaba de aspecto frío. La cola que usó el ebanista para pegar la tela dejó un olorcillo persistente y, por indicación del sacerdote, ponían de cuando en cuando unos algodones con un poco de perfume. El altar era sencillo y, según el color litúrgico del día, se revestía con los frontales correspondientes, de los que había un juego en tela de damasco. Los manteles que cubrían el altar colgaban por los lados hasta casi tocar el suelo. En fin, los candeleros, tres a cada lado del crucifijo colocado en medio del altar, se habían hecho con el material más barato que encontraron: barras de metal cromado, cortadas y soldadas en piezas |# 132|. Y no está de más esta prolija descripción, por lo que se verá más adelante.

A primera vista, en el oratorio predominaban las cruces: el crucifijo central, la cruz de palo, las de los pies y secciones de los candeleros, las del friso, más las catorce del via crucis.

Andando los años, contará el Fundador en una de sus cartas:

Habíamos erigido también, en el oratorio —una habitación pequeña, a pesar de ser la mejor de la casa, en la que no teníamos ni bancos ni nada—, el Víacrucis. Y yo les dije a mis hijos: ¡hijos míos, qué valientes somos! Porque hemos puesto muchas cruces: ¿estáis dispuestos a llevarlas todas? |# 133|.

* * *

Doña Dolores y sus hijos —Carmen, Santiago y don Josemaría— se instalaron en la segunda planta de la casa, en el piso de la izquierda, donde estaba también el comedor de los residentes, la cocina y la zona de servicios domésticos. Lo importante era que, después de tantos y tan azarosos cambios de vivienda, volvían a estar juntos, todos en familia. Ciertamente así lo había previsto la Providencia, pero no poca parte tuvo en ello la triste experiencia que don Josemaría sacó del servicio doméstico en los primeros centros de la Obra. Había intentado crear un hogar en la antigua Residencia de estudiantes de Ferraz 50: todos apiñados, con el Padre a la cabeza, en torno al Sagrario. Y, ante las múltiples deficiencias domésticas que impedían vivir un perfecto ambiente de familia, vio, como necesidad ineludible, la presencia de mujeres en la administración de la casa.

En los tiempos de Ferraz acudía en consulta de los problemas domésticos a su madre y a su hermana, pero aquello no era el método. Fue en el refugio del Consulado de Honduras, ponderando sobre la marcha de la empresa sobrenatural, cuando no vio otra solución para el futuro que obtener la colaboración de la Abuela. Desde la clandestinidad urgía, pues, a sus hijos que pidiesen a Dios una positiva respuesta de doña Dolores. La vida en familia, durante las cortas semanas de convivencia en la rectoral de Santa Isabel, había sido una venturosa experiencia. Doña Dolores y Carmen atendían a quienes estaban de paso y venían a charlar con don Josemaría. Ellas se ocupaban de arreglarles la ropa o de prepararles una comida. Fueron unas semanas relámpago. Porque en agosto, las monjas Agustinas de Santa Isabel se instalaron en la rectoral, como había concertado con ellas el Rector, cediéndoles su vivienda. Y, como la cosa más natural del mundo, los Escrivá se trasladaron entonces a la residencia de Jenner.

¿Sabía realmente doña Dolores adónde había ido a instalarse? Don Josemaría, como quien no quiere la cosa, le regaló un libro de la vida de San Juan Bosco, con el laudable propósito de que, siguiendo los pasos de la madre de Don Bosco, colaborase en la Obra.

No pasó mucho tiempo sin que doña Dolores, al tanto de la maniobra, le preguntara:

— "¿Es que quieres que yo haga como la madre de don Bosco? Realmente yo no estoy dispuesta a eso".

— "Pero mamá, si ya lo estás haciendo", trató de persuadirla el hijo. Y doña Dolores, que tenía superada esta prueba, de buena gana se echó a reír: — "Y continuaré haciéndolo con mucho gusto" |# 134|.

Movía a doña Dolores su amor de madre, pronta a no defraudar en nada las esperanzas de don Josemaría; y el haberse encariñado con una empresa que sabía venida de Dios. Había aceptado el título de Abuela; y la existencia de unos nietos reforzaba aquellos otros vínculos de amor humano y sobrenatural. Parecido era el caso de Carmen |# 135|. Pero, de lo que quizá no se percataron a fondo aquellas dos mujeres, sobradas de generosidad, fue del ingente trabajo que se les venía encima.

La Residencia no era un piso familiar, pues vivían encerradas en la zona interior de la casa. A don Josemaría no le veían con mucha frecuencia, a pesar de que su habitación daba al mismo pasillo que las suyas. Verdad es que se pasaba la mitad del tiempo fuera de Madrid y, cuando se hallaba en la capital, no le eran suficientes las veinticuatro horas del día para atender sus obligaciones de Rector, llevar la dirección espiritual de multitud de jóvenes, hombres y mujeres, profesionales y sacerdotes, dar a diario varias clases de formación, y participar algunas noches en la tertulia con los residentes antes de acostarse. Para no interferir en la marcha de la Residencia, Carmen y la Abuela solían ir a misa a una iglesia cercana |# 136|.

Cuando se inauguró el curso 1939-1940 los estudiantes eran una veintena, alguno de ellos antiguo residente de Ferraz. Al año siguiente casi se dobló el número. La transformación llevada a cabo al introducirse años más tarde las máquinas de uso doméstico, para limpieza de suelos, lavado de ropa, frigoríficos, cocinas eléctricas, y otros muchos aparatos electrodomésticos, hacen difícil imaginar lo que supuso para aquellas dos mujeres el cargar de golpe con ese peso. En un principio contaron tan sólo con la ayuda de Eusebia, la empleada del hogar que se trajeron de Santa Isabel. Luego, Carmen tuvo que buscar e ir formando en sus obligaciones al personal femenino que contrataba. Solamente la buena voluntad y el tesón de aquellas dos mujeres explica que salieran triunfantes de la empresa. Porque queda por mencionar la más crítica de las circunstancias: un montón de bocas jóvenes, que esperaban tres comidas abundantes a diario, sin otro recurso que sus cartillas de racionamiento en medio del hambre nacional.

No esperaban recibir paga alguna en premio a sus desvelos. En la Residencia las únicas que cobraban un sueldo eran las empleadas. En Jenner 6 nunca se salió de las deudas, como corrobora el testimonio de un residente. Al presentarse este joven solicitando plaza le pidieron un anticipo, sin decirle, naturalmente, que era para comprar la cama y el colchón en que había de dormir |# 137|.

La presencia de manos femeninas se adivinaba en los detalles de limpieza y adorno de la casa, en la preparación de las comidas, en el planchado de la ropa, en el esmero con que se trataban los objetos de culto y ropa de altar. Todo ello creaba un ambiente de orden y cuidado al que se acomodaba el comportamiento de los residentes: la cortesía, la corrección en el vestir, el respeto del horario, el no perturbar el estudio...

Cuando comenzó el curso académico 1939-1940, el Padre, para poder dar un impulso personal y directo a las actividades apostólicas, descargó parte de su trabajo en Álvaro del Portillo y en Isidoro Zorzano. Al primero lo nombró Secretario General; y al segundo, Administrador General de la Obra |# 138|. La Residencia se llenó pronto de visitantes. Los amigos llevaban a los amigos. Uno de los que acudieron a Jenner a mediados de octubre era un estudiante de Ingeniería, llamado Fernando Valenciano. Don Josemaría le habló inmediatamente de la labor de formación que se hacía en la Residencia. «Me trató con gran cariño —cuenta Fernando— y me dijo que aquélla era mi casa, que podía ir cuando quisiera, que había un oratorio. Y nos despedimos. Fue una visita muy breve. Quedé muy impresionado por la alegría y tono sobrenatural de las palabras, su simpatía y sus dotes humanas» |# 139|. A la semana siguiente le llamaron por teléfono. Le explicaron que a las ocho de la tarde había una clase de formación, que daría don Josemaría. Asistieron ocho o nueve estudiantes. La enseñanza del sacerdote tenía un hondo sentido espiritual; y de manera clara, sencilla, exigente y con buen humor, animaba a los asistentes a poner en práctica lo que habían escuchado. Se trataba de cuestiones muy precisas: oración, vida interior, estudio, santa pureza, fraternidad... Los sábados por la tarde don Josemaría dirigía la meditación en el oratorio, daba la bendición con el Santísimo y se cantaba la Salve |# 140|. Pocas semanas más tarde, el 23 de diciembre, Fernando pedía la admisión en el Opus Dei.

Otros, como José Luis Múzquiz, venían pensándolo de muy atrás. José Luis se había encontrado por vez primera con el Fundador en 1935, cuando estaba terminando su carrera de Ingeniero de Caminos. Asistió a los círculos de formación en la Residencia de Ferraz y el comienzo de la guerra le cogió en viaje de estudios por Europa. En 1938 se volvió a encontrar con don Josemaría en Burgos, adonde acudió en varias ocasiones desde el frente de Guadalajara, en que se hallaba su unidad. En 1939 continuó su dirección espiritual con el sacerdote; primero en Santa Isabel y luego en Jenner. Y por fin, un día de retiro, después de oír la meditación predicada por don Josemaría —cuenta José Luis—, «sin que él me invitara expresamente, le manifesté mi voluntad de ingresar en la Obra. Y él me dijo sencillamente: — Que Dios te bendiga, es cosa del Espíritu Santo. Esto sucedió el 21 de enero de 1940» |# 141|.

La mayor parte de las vocaciones venían, según expresión del Fundador, como por un plano inclinado, por las etapas de un proceso de intensificación de la vida interior, a medida que adquirían el espíritu de la Obra. Tal fue el caso, por ejemplo, de Francisco Ponz, antiguo alumno de José María Albareda en el Instituto de Huesca. En 1939 le había hablado éste de las clases de formación en la Residencia de Jenner. Acudió semanalmente a ellas el estudiante durante el primer semestre del curso. Y, cuando regresó a Madrid después de las vacaciones de Navidad, le invitaron a asistir a un día de retiro espiritual en la Residencia. Era domingo, 21 de enero de 1940. A las ocho de la mañana, por vez primera, oyó una meditación dirigida por don Josemaría. Las palabras le dejaron recuerdo inolvidable de la fecha. A continuación don Josemaría se revistió para celebrar. «El modo de celebrar el Padre la Santa Misa —cuenta Ponz—, el tono sincero y lleno de atención con que rezaba las distintas oraciones, sin la menor afectación, sus genuflexiones y demás rúbricas litúrgicas, me impresionaron muy vivamente: Dios estaba allí, realmente presente» |# 142|.

Ese mismo día Paco Botella, por consejo del Padre, le explicó ampliamente la Obra. Compró Francisco Ponz Camino y, durante una corta temporada, dedicó muchos ratos a su lectura, casi siempre en las horas tranquilas de la jornada, las que preceden al sueño. Llegó así el 10 de febrero, en que de camino hacia la Residencia, «mientras aquel tranvía hacía su recorrido —dice—, resolví no pensármelo más y fiarme del Señor y del Padre, entregándome para siempre a Dios en el Opus Dei» |# 143|. Le recibió el Padre en su despacho de la planta baja de Jenner, una habitación muy pequeña, de unos 3.50 por 3.50 metros, que hacía también de dormitorio. Sobre la mesa, que era muy simple, había un crucifijo de pie. «El Padre, de forma muy paternal y muy sobrenatural, quiso dejarme muy claros algunos puntos [...]. Me hizo ver que la llamada que me hacía el Señor era de carácter sobrenatural, cosa de Dios y no de los hombres [...]. Ser de la Obra significaba comprometerse a luchar toda la vida para mejorar en las virtudes cristianas, para alcanzar la santidad según el espíritu que Dios le había dado [...]. Desde aquel momento me sentí íntima y cordialmente vinculado, de por vida, a mi nueva familia, el Opus Dei» |# 144|.

A medida que llegaban nuevos jóvenes a los apostolados de la Obra, se hacía preciso darles a conocer el espíritu del Opus Dei, para que lo fuesen viviendo. Porque lo más probable sería que, a la larga, como había advertido el Padre a Francisco Ponz el día en que pidió la admisión en la Obra, se les pasase el entusiasmo inicial y tuvieran tentaciones contra el camino que empezaban |# 145|. Para acelerar, pues, la madurez de estas recientes vocaciones organizó en 1940 dos Semanas de intensa formación. Una en Semana Santa y la otra en el verano. En esos períodos, en que los residentes pasaban las vacaciones en sus casas, los miembros de la Obra podían vivir en intimidad familiar. El Padre les dirigía la meditación; les acompañaba en las tertulias, tarde y noche; les daba criterio y les infundía alegre optimismo. Quienes llevaban más tiempo en la Obra se encargaban de las charlas sobre diversos aspectos de vida y costumbres. Tenían también la oportunidad de leer Instrucciones y Cartas del Fundador, o conocer los comentarios del Diario del paso de los Pirineos y otros escritos |# 146|.

La segunda "Semana de Estudios" —más adelante las llamaría el Fundador "Semanas de Trabajo" o Convivencias— tuvo lugar en agosto. Mes de calor insoportable, especialmente para la Abuela, cuyo cuarto daba a poniente y por las tardes se caldeaba como un horno. Doña Dolores (y en esto don Josemaría salía a la madre) toleraba mal los calores, pero pronto dejaría aquel piso. Tan rápidamente crecía la Obra por aquellos días, que el Fundador, que siempre iba muy por delante de lo humanamente previsible y hacedero, soñaba con ampliar los centros. Por enero de 1940, cuando la Residencia de Jenner estaba recién puesta, informaba desde Madrid a sus hijos de Valencia: Aquí andamos también tras de adquirir un palacio, una casa grande. Se necesita, y la tendremos |# 147|. Buscaban asimismo un piso para que en él vivieran quienes tenían ya terminada su carrera y preparaban tesis doctorales, o se dedicaban al ejercicio de su profesión. De este modo Jenner tendría mayor capacidad para recibir estudiantes en el curso 1940-1941.

De cómo iban las gestiones para encontrar casa nos informa Isidoro a finales de julio: «se ha encontrado el piso que se deseaba y esperamos que no se tardará en dar con la casa que también se precisa» |# 148|. Y en agosto se disponían a comenzar las obras de adaptación en la casa que necesitaban, un edificio de la calle Diego de León, esquina a Lagasca, con aspecto de palacete y en buenas condiciones. A esa casa irían a vivir, en noviembre, el Padre, Álvaro del Portillo, la Abuela, Carmen y Santiago, y algunos otros de la Obra, como avanzada de las jóvenes vocaciones que esperaban en años siguientes |# 149|.