1. El regreso a Madrid

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Conforme corrían las fechas se agrandaba la ilusionada impaciencia del Fundador por volver a Madrid. Desde febrero de 1939 hay en su correspondencia una estremecida alegría, aun a sabiendas de que encontraría la capital en condiciones nada favorables para reemprender su trabajo. Pero la entrada en Madrid era señal definitiva de que la guerra había acabado y de que empezaba una nueva era para la Obra.

Esto se acaba, escribe a Juan Jiménez Vargas. Y el pensamiento, como una cadencia, salta de carta en carta: Esto se acaba: lo otro es para siempre, recalca con visión apostólica a Ricardo Fernández Vallespín. Y comenzará, para nuestra familia, una época de intensa vibración, añade a Juan |# 1|. Esto se acaba —repite a Ricardo— y será menester trabajar con toda el alma |# 2|.

Vinieron días de gozosa expectación, en que don Josemaría traía despierto su anhelo apostólico, al presentir a corta fecha la expansión de la Obra. Soñaba con hallarse dentro de la capital: ¡Madrid!: incógnita que miro con optimismo, porque todo lo mueve mi Padre-Dios, decía a Pedro Casciaro |# 3|. Y, por adelantado, daba vueltas mentalmente a uno de los graves problemas que se le iban a presentar y que tendría que resolver. Se trataba de la colaboración que esperaba por parte de doña Dolores. Así lo manifiesta, al escribir a Paco Botella: Pienso en todos: en los de la zona roja, de modo especialísimo. Cuando escribas a los demás —a todos— di que pidan al Señor que nos conserve a la abuela: veo, con luz meridiana, que la necesitamos |# 4|.

Entre tanto, había llegado noticia de la muerte del Papa Pío XI; y cuando, tres semanas más tarde, en carta del 3 de marzo de 1939, anuncia a Juan Jiménez Vargas la elección de Pío XII, del corazón del Padre se escapa una chispa de esa hoguera universal latente en la entraña del Opus Dei: Papam habemus!: la próxima vez, andaremos por allí cerca tú y yo y otros que me sé |# 5|. (Desde 1931 venía soñando con esa hora, cada vez más cercana: Sueño —se lee en una catalina— con la fundación en Roma —cuando la O. de D. esté bien en marcha— de una Casa que sea como el cerebro de la organización |# 6|).

Por esos días se había comprometido a dar unos ejercicios espirituales a los seminaristas de la diócesis de Vitoria, pues le engolosinaba pensar en esa labor de almas cuasi-sacerdotales. De manera que le fue preciso exponer al Obispo los motivos que aconsejaban diferir ese curso de retiro espiritual:

1/ La necesidad de estar en Burgos el día de San José, por las razones que V. conoce. Hay bastantes que vienen con un permiso extraordinario de veinticuatro horas, sin tiempo material de llegar a Vergara.

2/ La posibilidad, llena de probabilidades, de que se tome Madrid, mientras yo estuviera dando la tanda de ejercicios.

3/ En el caso de que se tomara Madrid y yo no acudiera en el primer momento, faltaba a mi deber estricto de recuperar Santa Isabel, como Rector que soy de aquel Patronato (cosa que procurarían algunas personas hacer resaltar), y a un doble deber —muy sobrenatural el uno, y el otro de sangre— con la Obra y con mi madre, que me esperan sin dilaciones |# 7|.

Así, lleno de alborozo, pisando imaginativamente la raya de la tierra prometida, envió a los suyos una carta circular que comenzaba con estas palabras:

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María.

Jesús bendiga a mis hijos y me los guarde.

Siento la moción de Dios, para escribiros en estas vísperas de la toma victoriosa de Madrid.

Está próximo el día de volver a nuestro hogar, y es menester que pensemos en la recuperación de nuestras actividades de apostolado |# 8|.

Era, realmente, una carta circular. Hubo que pasársela de mano en mano, de ciudad en ciudad, hasta que todos los destinatarios la leyeron, porque no había copias. La carta era el toque de clarín con que el Padre despertaba la vibración espiritual de sus hijos. Una vez acabada la guerra cobraría nuevo empuje la campaña de la que tantas veces les había hablado: poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas. Se trataba de una movilización universal bajo el estandarte del: Regnare Christum volumus

Quiero que os vayáis preparando —les decía— para la antigua lucha —que es milicia y servicio de la Iglesia Romana, Santa, Una, Católica y Apostólica—, rezando con espíritu de monje y de guerrero, que ésa es la vibración de nuestra llamada, el Salmo de la Realeza de Cristo:

Todos los martes, luego de invocar cada uno a su Santo Ángel Custodio con el ruego de que le acompañe en su oración, besará el rosario, en prueba de Amor a la Señora y para significar que es la oración nuestra arma más eficaz. Y seguidamente recitará el salmo número 2, en latín |# 9|.

Estoy hablando de luchas y de guerra —les advertía—, y, para la guerra, hacen falta soldados. Por lo tanto, era preciso ejercitar el proselitismo:

Nunca ha estado nuestra juventud más noblemente revuelta que ahora. Sería un remordimiento grande dejar sin provecho, sin aumento de nuestra familia, esos ímpetus y esas realidades de sacrificio, que indudablemente se ven —en medio de tantas otras cosas, que callo— en los corazones y en las obras de vuestros compañeros de estudios y de trincheras y posiciones y parapetos.

Sembrad, pues: yo os aseguro, en nombre del Amo de la mies, que habrá cosecha.

Pero, sembrad generosamente... Así, ¡el mundo! |# 10|.

Para el Padre la carta era, indudablemente, un medio de desfogarse, transmitiendo a sus hijos el ardor apostólico que llevaba dentro, que no era poco. La víspera de fecharla, el 23 de marzo de 1939, informaba a Albareda:

Paco te escribirá con detalle: yo, sólo decirte que creo que me voy a marchar pronto camino de Casa, para estar cerquita cuando la puerta se abra. Llevaré la comida que tenemos preparada. Tú habrás de procurar traer el fichero y la máquina de escribir.

Tengo otra carta circular, que no sé cuándo circulará: si vienes aquí, la leerás.

¿Por qué no vienes el domingo próximo? Creo que me iré el lunes |# 11|.

Entre Burgos y Madrid hubo idas y venidas, para tratar los términos de la rendición de las fuerzas republicanas. Don Josemaría seguía de cerca la marcha de los acontecimientos. El lunes 27 de marzo salió hacia Madrid en un camión de aprovisionamiento militar, sentado al lado del conductor. Llevaba la documentación en regla. Iba provisto de un salvoconducto y de permiso eclesiástico. Pasó la noche en Cantalejo, un pueblo a más de cien kilómetros de la capital. Al día siguiente se rindió el ejército republicano. En la mañana del 28 de marzo comenzaron a entrar las tropas en Madrid; y, entre los soldados, don Josemaría, vestido de sotana. La emoción era incontenible. Posiblemente era el primer sacerdote que veían con sotana por la calle desde julio de 1936. La gente se abalanzaba a besarle la mano, y don Josemaría les tendía un crucifijo |# 12|.

Pasó por delante de Ferraz 16 y pudo comprobar el estado lastimoso de aquella Residencia, que nunca llegó a inaugurarse. Después se dirigió al piso de la calle Caracas, para abrazar a su madre y hermanos; y tomó posesión del baúl donde se guardaban los documentos y papeles que componían el archivo de la Obra |# 13|. Pero, antes que su familia de sangre, le interesaba reunir a sus hijos. Enseguida se encontró con Isidoro Zorzano y José María González Barredo, que estaban en Madrid. Luego fueron apareciendo otros; los primeros Ricardo Fernández Vallespín y Álvaro del Portillo, que venían con permiso militar. El 29 de marzo por la mañana se fueron todos a echar un vistazo de reconocimiento a Ferraz 16. Pudieron palpar su lamentable estado. Los estragos producidos por los proyectiles eran más graves de lo que se había imaginado el Padre, cuando el año anterior examinaba la casa con el anteojo de antenas de la batería de Carabanchel. La vivienda había sido saqueada. Las paredes estaban acribilladas por los impactos de los proyectiles. El suelo se encontraba hundido y roto. En realidad, lo único sano y sólido del edificio eran la fachada y las paredes maestras.

Paco Botella, que llegó de Burgos por la tarde, se los encontró en Santa Isabel, adonde habían ido todos a examinar las condiciones en que se hallaba el convento. La iglesia era un triste testimonio de vandalismo incendiario. El 20 de julio de 1936, tan pronto estalló la guerra, los revolucionarios le pegaron fuego. Ardió el suelo; ardieron los bancos, y los retablos; y las llamas consumieron valiosas obras de arte |# 14|.

* * *

Para vosotros no habrá obstáculos insuperables, había escrito poco antes el Fundador a los suyos, sobre todo, cuando de continuo os sentís unidos, por una especial Comunión de los Santos, a todos los que forman vuestra familia sobrenatural |# 15|. Pensamiento que sostenía su optimismo al encararse con la ingrata tarea de recomenzar a partir de las ruinas. Y no es mera casualidad el que, cuando don Josemaría visitó de nuevo Ferraz, el 21 de abril, encontrase un consolador vestigio de aquella fraternidad que allí se vivió. Entre los cascotes del piso, halló el pergamino que había mandado colgar antaño, con el texto evangélico: Mandatum novum do vobis: ut diligatis invicem, sicut dilexi vos, ut et vos diligatis invicem. In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis ad invicem (Jn. 13, 34-35) |# 16|.

Al día siguiente de entrar las tropas en Madrid ya se habían reunido en la capital un pequeño grupo de miembros de la Obra y, no teniendo donde alojarse, don Josemaría les invitó a dormir en la rectoral de Santa Isabel. La tarde del 29 de marzo se dedicaron a limpiar ese piso, que se hallaba en mejor estado que el piso destinado a los capellanes, ocupado años atrás por los Escrivá. Aquello había sido oficina de comisarios políticos y el edificio contiguo, el colegio de niñas, había servido de cuartel del arma de Ingenieros. Por todas partes reinaba el desorden: papeles esparcidos, ficheros despanzurrados, mesas y sillas rotas, camas deshechas y armarios abandonados. Aunque no se encontraban en muy buenas condiciones, recogieron algunos enseres para amueblar la casa del rector, con intención de pintarlos o repararlos el día de mañana |# 17|.

Pronto estuvo aquello habitable. Don Josemaría habló con su madre y hermanos, conviniendo en irse todos juntos a Santa Isabel. De hecho en la rectoral comenzó la colaboración directa de Carmen y doña Dolores en la marcha de los centros de la Obra, porque durante algunos meses la rectoral fue la única vivienda que tuvieron en Madrid. El espacio de que disponían era bastante reducido. En un extremo del piso habían preparado una habitación para doña Dolores y su hija. A la otra parte de la entrada a la rectoral se instaló don Josemaría, en un pequeño cuarto con una cama turca. Y en la habitación de al lado, que era bastante más amplia y se conocía como el "rancho grande", colocaron cuatro camas |# 18|.

No tardó en aparecer por Santa Isabel la Madre Priora de las Agustinas, acompañada de una novicia, con intención de ocupar el piso de los capellanes, ya que el resto del convento se hallaba en ruinas a causa del incendio. El Rector les buscó una solución más conveniente para que pudiesen hacer vida de comunidad con el resto de las monjas, que se encontraban entonces fuera de Madrid, mientras reparaban la iglesia y las dependencias quemadas |# 19|. En vista de que el edificio vecino de las monjas de la Asunción no había sufrido daño alguno, esta comunidad cedió temporalmente a las Agustinas algunas habitaciones del colegio de niñas. Arreglo provisional que se mantuvo hasta el mes de agosto, cuando don Josemaría, de acuerdo con el Vicario General de la diócesis de Madrid, don Casimiro Morcillo, cedió voluntariamente a las monjas su vivienda. Según se estipulaba en contrato firmado el 5 de agosto de 1939, entre el Rector del Patronato de Santa Isabel y la Madre Priora, Sor Vicenta María del Sagrario, aquél cedía a la Comunidad de Agustinas Recoletas «el derecho de habitación que le corresponde en la Casa Rectoral, calle de Santa Isabel, nº 48». En el contrato de cesión se establecían, además, ciertas cláusulas para proteger los derechos de futuros Rectores a la vivienda a ellos destinada en Santa Isabel |# 20|.

A la rectoral fueron a parar también los antiguos muebles de la casa de la Abuela. No eran muchos, pero ponían una nota de elegancia familiar en aquel desamparado ambiente, en el que vivieron doña Dolores y sus hijos a partir del 9 de abril. Esa fecha marca el comienzo de lo que Santiago Escrivá de Balaguer denomina "etapa de transición", esto es, el servicio interino que su madre y hermana prestaron en los centros de la Obra, hasta que las mujeres del Opus Dei tomaron el relevo en las tareas de administración doméstica |# 21|. Más acertado sería decir que, tanto en el caso de Carmen como en el de doña Dolores, este compromiso de ayuda apostólica se hizo incondicional y de por vida. Durante la "etapa de transición", la vida de la Abuela, minada por callados sufrimientos, físicos y morales, se fue extinguiendo suavemente, en silencio, sin que le llegase una temporada de descanso. En cuanto a Carmen, su período activo de trabajo se alargó año tras año, y consumió así la flor de su juventud y lo mejor de sus fuerzas, permaneciendo siempre en retén, siempre disponible y sin pregonar su escondido sacrificio.

La limpieza y adecentamiento de la casa rectoral llevó tiempo. No sólo por la mucha suciedad acumulada, sino porque hubo que notificar a las autoridades el hallazgo de un depósito de armas y las horrendas profanaciones de los enterramientos de la cripta, en donde se entremezclaban los cadáveres en impresionante revoltijo. Fue preciso también limpiar el pozo de la huerta, al que habían sido arrojadas algunas personas asesinadas durante la guerra |# 22|.

* * *

Comenzaron luego para don Josemaría jornadas de intensísima actividad. Como había escrito a los suyos en la carta del 9 de enero de 1939, la Obra, empresa sobrenatural, sufrió una paralización en los años de guerra. Una detención, gracias a Dios, "en apariencia", porque la realidad era bien distinta. Ahora se hallaban todos mejor dispuestos para la "recuperación" de las actividades ordinarias de apostolado |# 23|. (La palabra "recuperación" era entonces vocablo muy socorrido, pues la escasez de bienes obligaba a poner en uso los ya desechados por viejos o inservibles. Don Josemaría imprimió a esa palabra un noble sentido de urgencia: el de recobrar un tiempo apostólico aparentemente perdido en años anteriores).

Reanudó, pues, lo interrumpido; recomenzando por sus Apuntes íntimos. La primera catalina, después de la guerra, corresponde al 13 de abril de 1939, y recoge una locución divina:

Me sorprendí, como hace años, diciendo —sin darme cuenta hasta después— "Dei perfecta sunt opera". A la vez me quedó la seguridad plena, sin género de duda, de que ésa es la respuesta de mi Dios a su criatura pecadora, pero amante. ¡Todo lo espero de Él! ¡¡Bendito sea!! |# 24|.

El día anterior había localizado a su antiguo confesor y fue inmediatamente a visitarle: Ayer estuve con el P. Sánchez, en Velázquez 28. ¡Qué alegría demostró! Me dio muchos abrazos, y sigue —se ve— creyendo en la Obra |# 25|.

La siguiente noticia que tenemos de don Josemaría viene en carta de Isidoro a Paco Botella. Es muy sucinta: «El abuelo está ocupado las 24 horas con visitas». (El remitente debía tener el pensamiento poblado de graves preocupaciones domésticas, además de urgentes tareas apostólicas: «Desde que hemos terminado las faenas de la casa —continúa refiriendo Isidoro—, nos dedicamos a la labor que ya teníamos empezada de organizar las cartas. Los fusibles han seguido dándonos guerra; ahora el problema lo constituyen los ratones. ¿Te acuerdas de la forma que atracamos sus viviendas? Pues no ha servido de nada; nos las deshacen diariamente. Nos están criando dos gatos para extirpar esos animalejos») |# 26|.

Gracias al fichero, que habían rehecho casi totalmente en Burgos, pudieron continuar en Madrid la labor de San Rafael. El Padre recibía a los visitantes. Charlaba con ellos. Daba clases de formación a los miembros de la Obra que aparecían en Madrid con permiso militar. Atendía a las comunidades de monjas de Santa Isabel; y no interrumpía su perseverante correspondencia, animando a todos a que le escribieran, como pide a Ricardo Fernández Vallespín:

Querido Ricardo: no sabes cómo te agradeceré que no te empereces, y nos escribas con mucha frecuencia [...].

Creo que habremos de bendecir la guerra: ¡mucho espero, para Dios y para España!

He comenzado a trabajar, y estoy contento. Al principio, al volver a Madrid, me pareció que me costaría encajarme. Pero, no: lo mismo que en 1936, gracias a Dios.

Un fuerte abrazo, y te bendice

Mariano |# 27|.

Don Josemaría tenía un modo insólito de contemplar la guerra y las muchas cicatrices que el conflicto bélico había dejado en todos. Llevado de su sobrenatural optimismo, no se paraba a contemplar los desastres que quedaban a sus espaldas sino el hecho positivo de que la guerra, con todas sus pruebas evidentes de dureza y crueldad, había servido para templar las almas. El Fundador miraba adelante, esperanzado, cuando escribía a Chiqui:

Yo te aseguro que, si me cumples el plan de vida que te di, habrás de bendecir la guerra, porque tendrás más experiencia y más reciedumbre para seguir trabajando |# 28|.

A mediados del mes de mayo algunos Prelados concertaron con don Josemaría el que diese tandas de ejercicios espirituales a sacerdotes y religiosas |# 29|. Comenzaría en el mes de junio en Valencia y, siguiendo su costumbre, con antelación de semanas se puso a encomendar al Señor el trabajo, pidiendo oraciones por el provecho espiritual de los ejercitantes, como escribía a Mons. Santos Moro, Obispo de Ávila:

Muy querido Señor Obispo: ¡Jesús me lo guarde!

Este pecador siempre acude al Sr. Obispo con la mano extendida. Padre: tengo pendientes varias tandas de ejercicios, algunas (en Valencia y Madrid) para Sacerdotes,... y necesito sus oraciones y su bendición de Padre y de Pastor.

¡Gracias! Ya sabe cómo le quiere su agradecido

Josemaría |# 30|.

Rafael Calvo Serer y don Antonio Rodilla, que además de Vicario General de la archidiócesis de Valencia era Rector del "Colegio del Beato Juan de Ribera", consiguieron reunir muy pronto un grupo de ejercitantes universitarios. Así, pues, el comienzo del retiro se adelantó al 5 de junio. En esa fecha llegó don Josemaría a Burjasot, pueblo vecino a la capital, donde se encontraba el Colegio. Venía el sacerdote dispuesto a "meterse en harina"; esto es, a dedicarse por entero a su faena espiritual, encomendando al Arcángel San Rafael que sus palabras resultaran eficaces. De paso, llevaba la intención de aprovechar, él también, aquellos días de retiro: Yo aprovecho el fregoteo de estas almas, para refregar la mía: que buena falta le hace |# 31|, decía a sus hijos.

Paseaban los universitarios en pequeños grupos por el jardín del Colegio esperando la llegada de don Josemaría, cuando vieron aparecer un sacerdote joven, sonriente y con aspecto de encontrarse fatigado por un largo viaje. Cuando ya se acercaba, don Antonio Rodilla, que tenía al lado a unos cuantos universitarios, les comentó sin andarse con rodeos: — Este señor hace milagros... |# 32|. Don Josemaría alcanzó a oírle y se aproximó rápidamente para manifestarle, con un gesto de cariño, que no le hacía ninguna gracia el comentario. Pero el Vicario General no hablaba por hablar. Sabía muy bien lo que se decía, pues don Josemaría le había franqueado su alma en Burgos |# 33|.

Recorriendo el Colegio antes de comenzar el retiro, don Josemaría descubrió dentro de la casa un cartelón con esta frase: "Cada caminante, siga su camino". Preguntó por su origen. Al parecer el edificio había sido requisado durante la guerra por el ejército republicano y todavía quedaban algunas señales de su paso. No quiso que lo quitaran: — Dejadlo, me gusta: del enemigo, el consejo |# 34|.

Y esa frase le sirvió de comodín para sus meditaciones. En diversos sentidos hizo de ella glosas y comentarios sobre la vocación cristiana, sobre la fidelidad a la llamada particular de cada uno, y sobre el camino que conduce al ideal que vislumbramos.

Sabiendo que podía encontrar al Padre en Valencia mientras daba sus tandas de retiro espiritual, primero una a los estudiantes y luego otra a los sacerdotes, Álvaro del Portillo le llamó por teléfono antes de lograr un permiso militar y emprender el viaje para verle. Estaba destacado en Olot, en la zona de los Pirineos. No supo, hasta haberlo experimentado, lo accidentado que iba a resultar el viaje. Las tropas republicanas de retirada habían volado los puentes en la zona de Cataluña y en el Ebro, las carreteras estaban machacadas y el servicio de trenes sin normalizar... Tres días tardó Álvaro en llegar a Burjasot. El último día de ejercicios, con gran estupor de los asistentes, entró en el oratorio un alférez de Ingenieros que se dispuso a seguir la meditación en primera fila. Tan atrasado tenía el sueño de las noches anteriores que a los pocos minutos dormía beatíficamente |# 35|. Aquel sueño, ante Dios, venía a ser oración, comentaba el Padre. La oración del cansancio, convertido en deseo de aprovechar lo poco que quedaba ya de aquellos días de retiro espiritual.

Escaso tiempo pasó el alférez en Valencia. A los dos días iba de regreso a Olot, donde se encontraría con una carta del Padre fechada el 6 de junio en Burjasot, esto es, antes de que saliera de Olot hacia Valencia. En dicha carta venía expresada, con claridad transparente, la más audaz afirmación de paternidad espiritual que haya salido nunca de la pluma del Fundador:

Saxum!, le decía a Álvaro: esperan mucho de ti tu Padre del Cielo (Dios) y tu Padre de la tierra y del Cielo (yo) |# 36|.

En muy breves palabras queda cifrada la filiación del cristiano para con nuestro Padre-Dios. Al mismo tiempo, se expresa la transcendencia sobrenatural de la llamada divina al Opus Dei, y la consiguiente paternidad del Fundador para con sus hijos, que va más allá del tiempo y de la muerte.

A los ejercicios espirituales de Burjasot asistieron catorce muchachos. Buena disposición tendrían cuando el Padre, al día siguiente de su llegada, escribe con entusiasmo a los de Madrid:

Muy contento: apretad al Señor, y esto marchará. Lo mismo que tiene que marchar la cuestión de la Casa. ¡No faltaba más! Cada momento es para mí de mayor optimismo |# 37|.

También pedía inmediata ayuda de oraciones a otras personas. Y es que don Josemaría había dado, por fin, con la tan esperada cantera de vocaciones al Opus Dei. ¡Esto marcha!, escribía al terminar los ejercicios en Burjasot. Ayer envió el Señor a otro: cuatro, nuevos, en total. Y de buena pasta. Espero que tendrán perseverancia |# 38|.

No fueron los únicos. Acabados los ejercicios habló con don Josemaría un joven que no había podido hacerlos y que, al conocer la Obra, estaba decidido a que se le admitiera: se empeña en empujar también la puerta |# 39|, refiere el Fundador. Y un mes más tarde la puerta había cedido:

Jesús te me guarde.

¿Qué voy a decirte, sino que sí y que adelante? Pásmate y séle agradecido, al ver que te quiere para cosas tan grandes.

Si perseveráis... ¡son tan sazonados y tan jugosos los frutos de esa encendida tierra valenciana!

Te quiere y te bendice tu Padre

Mariano |# 40|.

José Manuel Casas Torres era, de momento, el último de ese racimo de vocaciones valencianas que habían comenzado en Burjasot con la de Amadeo de Fuenmayor. Don Josemaría, seguro de no haber agotado aquel filón, decidió volver a Valencia, tan pronto le fuera posible, para hacer realidad el interrumpido sueño de 1936 cuando, a punto de comenzar la labor de expansión a provincias, estalló la guerra civil.