5. "Una lección de caridad"

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Don Josemaría nunca fue olvidadizo a la hora de poner en práctica los propósitos hechos en días de retiro espiritual. En la lista de las resoluciones tomadas en Pamplona se indicaba, muy escuetamente: 4º/ ellas; 5º/ hacer la tesis de derecho |# 188|.

Era de esperar que todas las anotaciones concernientes a la fundación de las mujeres se hallasen entre sus Apuntes íntimos; pero solamente en dos catalinas se menciona, de pasada, algo sobre su apostolado en Burgos con mujeres, en 1938. Carmen Munárriz, la hija del general Martín Moreno, una hermana de Vicente Rodríguez Casado y otras amigas formaban un pequeño grupo, a las que el Padre atendía espiritualmente (Tuve el círculo de estudios con las chicas. Vienen siete, escribe en una de las catalinas) |# 189|. Pensando en el oratorio que instalarían en Madrid, don Josemaría las animaba a confeccionar ornamentos y ropa de altar, para completar el encargo de objetos litúrgicos que había hecho en Pamplona:

Hemos sacado del cajón todos los objetos de culto, que nos hicieron en Pamplona, escribe con entusiasmo. Realmente, son magníficos. Así, estas hijas mías recubren de seda, por dentro, el Sagrario |# 190|.

Estas mujeres, llenas de buenos propósitos, o no llegarían a formar parte de la Obra, o no continuarían. No por ello disminuía el afecto espiritual del Padre por sus almas, ni por sus otras hijas, las que quedaban en zona roja: Hermógenes, Antonia, Lola... Aun con la mordaza que imponía la censura, se palpa el corazón del Padre en sus palabras:

Por cierto —suplica a Isidoro—, que el pobre viejo anda desazonado por las pequeñas nietas que tenía en Madrid: dígale algo de ellas, y de la abuela y las tías. ¡Mucho se acuerda siempre, y con todo cariño! |# 191|.

Isidoro le cuenta, y le oculta. Le cuenta que «la abuela, los tíos y demás familias continúan perfectamente»; y «las pequeñas encantadas de poder ayudar al abuelo cuando venga. Hermógenes continúa haciéndole compañía a la abuela y como disfrutamos de buen tiempo, lo aprovecharán para pasear». Y calla una noticia que hubiese sido cruelmente dolorosa para el Padre: «Desde el último bombardeo a Castellón, por el que quedó destruido el Hospital Provincial, que es donde estaba Antonia, no hemos vuelto a tener noticias de ella. Encomendadla»; esto escribía Isidoro a los de su zona. (Enseguida volvieron a localizar a Antonia Sierra: «Antonia sigue en Castellón y está muy contenta —informaban al Padre—, porque espera ver pronto al abuelo») |# 192|.

Por lo que hace a la tesis doctoral, tampoco perdió el tiempo don Josemaría. Aquel memorable día en que, recién llegado a Burgos, se dirigió al palacio arzobispal para proveerse de licencias ministeriales, el primer sacerdote que encontró en la calle fue don Manuel Ayala, secretario del Seminario y, antes, de la Universidad Pontificia, conocido de años atrás en Madrid. Don Manuel le prometió proporcionarle material para la tesis |# 193|. Era obvio que tenía que empezar de nuevo, pues todos los papeles y notas de investigación sobre la ordenación sacerdotal de mestizos y cuarterones en la América colonial española habían quedado en la residencia de Ferraz. Sin ser demasiado pesimista, podía darlos por perdidos.

Decidió centrar el tema de su tesis, un curioso caso de la historia del Derecho Canónico |# 194|. El monasterio de Las Huelgas Reales, a un kilómetro de las afueras de la ciudad de Burgos, era una fundación erigida por el rey Alfonso VIII, en el siglo XII. Su ámbito comprendía iglesia y capillas, aposentos, patios y huerta. Por corredores y claustros desfilaban más de un centenar de monjas y freiras. En aquel monasterio se casaron príncipes, se coronaron reyes y se enterró allí a varios soberanos. A su frente estaba la Abadesa, prelada de doce monasterios de las Bernardas de Castilla y de León, con señorío sobre medio centenar de villas y lugares; y con jurisdicción exenta, civil y criminal. La Abadesa confería beneficios, aprobaba confesores, daba licencias para predicar, conocía de causas matrimoniales y civiles, exigía tributos, imponía excomuniones. Gozaba la prelada de insignes privilegios; y, en las solemnes visitas de los reyes al monasterio, era de rigor que el soberano cediese la almohada a la abadesa, como si corrieran a la par sus dignidades.

Con esta estampa histórico canónica iba a encararse don Josemaría. (En nuestro siglo, figura nada severa, porque al suprimirse en 1873 las jurisdicciones exentas en España, la Abadesa pasó a depender del Arzobispo de Burgos, con quien tan buena amistad tenía ahora el investigador). Entre viaje y viaje, si es que disponía de unas horas, don Josemaría entraba en el monasterio, cruzaba el compás y se pasaba la mañana en el Contador bajo, adonde las encargadas de la biblioteca le pasaban infolios, librotes y legajos. Empezaba a trabajar temprano, tan pronto se marchaban Pedro y Paco a sus oficinas, después de ayudarle a misa. (Al llegar a Burgos, durante unos meses, solía decir la misa en las Teresianas o en Santa Clara, al lado de la pensión. Después, alternaba; celebrando unas veces en los Carmelitas; otras, en la catedral; y, por larga temporada, acostumbró decirla en la iglesia de San Cosme y Damián, en un altar con un retablo de la Virgen, decorado con abundancias barrocas. No está de más añadir que por esa época había en Burgos más sacerdotes que altares disponibles) |# 195|.

Uno de aquellos días —el lunes 6 de junio, recordamos—, después de decir misa, iba camino de Las Huelgas metido en la Llaga de la mano derecha del Señor. Poco pudo investigar esa semana, porque el martes, a las tres de la tarde, recibió un lacónico telegrama firmado por Ricardo Fernández Vallespín, con un texto de tres palabras: «herido no grave» |# 196|. Sin perder tiempo salió por tren para Ávila; y de allí, a Carabanchel Alto, en el frente de Madrid. Durante el viaje, revolviendo en su imaginación el texto incierto del telegrama, le asaltarían mil pensamientos inoportunos. Del centenar de almas jóvenes que llegaron a componer la gran familia de estudiantes de Ferraz, a esas alturas contábase ya con una decena de muertos. En Madrid murieron: Eraso, Llanos, Gastaca, Suárez del Villar... En los frentes habían muerto Pepe Isasa y Jacinto Valentín Gamazo, ambos miembros de la Obra; y Jaime Munárriz, estudiante de Medicina, uno de aquellos primeros que fueron a Porta Coeli. En los momentos de alta fiebre, Jaime clamaba, llamando a don Josemaría. (Los nombres de los muertos aparecían mensualmente en las hojas de Noticias. ¡Qué grupo tenemos en el Cielo! |# 197|, decía a los suyos don Josemaría).

El sábado, a las cuatro de la madrugada, con tres noches sin pegar ojo, regresaba el Padre a Burgos. Luego escribiría a Juan Jiménez Vargas:

¿Ricardo? Es milagroso que la bomba de mano, que le hirió, no le matara. Tiene un montón de heridas en todo el cuerpo: un verdadero tatuaje. Y, sin embargo, sólo tres o cuatro son de alguna importancia, aunque no graves [...]. Espero que se reponga pronto y que no quedará más mal recuerdo que el susto.

¡Qué impresión, ver Madrid tan cerca! Casi —sin casi— es estar en Madrid. Pasé mal rato |# 198|.

Después informa a Isidoro del percance de caza sufrido por Ricardo. ¿Cómo iban los de Madrid a imaginarse que habían tenido al Padre a tan poca distancia? Pero el corazón del Padre sí que había acusado dolorosamente la proximidad. Un oficial, compañero de Ricardo, llevó al sacerdote al observatorio de Carabanchel desde donde, con el anteojo de la batería, se paseó por Madrid |# 199|.

Con este motivo —sigue contando a Isidoro—, el abuelo se ha dado doblemente malos ratos: por el nieto y porque estaba a seis o siete kilómetros de su nieto Álvaro, a quien le tienen prohibido visitar. Contempló, sin embargo, con unos gemelos magníficos, la casa y todos los alrededores; y pudo hacerse la ilusión de que estaba donde el corazón quería. De hecho se encontró a menos distancia de Álvaro que cuando estuvo en el manicomio |# 200|.

Cómo ansiaba el Padre abrazar a todos los de su familia:

Pero el negocio es el negocio, y son necesarias esas separaciones. ¡Cuántas veces hubiera vuelto a mi país, antes de llegar a Francia, si no lo hubiera evitado Jeannot! Ha sido mejor que viniera, porque no se puede ni soñar la labor que se ha hecho |# 201|.

En los frentes en donde estaban destinados algunos de sus hijos —Teruel o norte de Aragón—, se habían librado luchas enconadas. En marzo de 1938 había dado comienzo la ofensiva nacional para alcanzar el Mediterráneo; en junio se conquistó Castellón. Pero después se volvieron las tornas, y en la última semana de julio se inició una espectacular ofensiva republicana |# 202|. El Padre se sentía orgulloso de haberse dejado llevar por el cariño hasta la primera línea del frente de Teruel, para visitar a Juan |# 203|. Durante esos meses no se concedían permisos para dejar el frente. ¿Por qué no hacerse capellán castrense honorario, como le propuso tiempo atrás el general Orgaz, y así podría atender a los suyos? |# 204|.

Don Josemaría adivinaba a medias los inconvenientes, que eran grandes, porque aquellos centros de enseñanza militar tenían ya sus capellanes. En cuanto a intentar un nombramiento de capellán efectivo, él mismo exponía al Obispo de Pamplona las desventajas que representaría el estar adscrito y sujeto a una determinada unidad, perdiendo la libertad para desplazarse a otros frentes |# 205|.

Con mucho juicio opinaba el Prelado de Pamplona que el caso debería tratarse directamente con las autoridades militares. Así fue como se pensó en nombrarle asesor jurídico militar, adscrito al Servicio Nacional de Asuntos Eclesiásticos |# 206|. De todas formas, don Josemaría deseaba contar con el beneplácito de Mons. Eijo y Garay, que ya tenía noticia del asunto a través del Vicario General de Reorganización, don Casimiro Morcillo. Y para facilitar el dictamen del prelado, le hacía unas observaciones; partiendo de la base de que mi vocación es ser sacerdote cien por cien |# 207|.

En el entretanto se había producido un inolvidable acontecimiento, que enseguida nos saldrá al paso.

* * *

La víspera del percance de caza de Ricardo, don Josemaría se enteró de que don Carmelo Ballester paraba en Burgos, en el Seminario. El padre Ballester era autor de la edición del Nuevo Testamento que le había regalado en Pamplona don Marcelino, y cuyo texto utilizó durante su retiro espiritual. El 15 de mayo fue consagrado obispo de León. No pudo asistir a la ceremonia don Josemaría, por hallarse de visita en el frente de Aragón; pero envió a don Carmelo como regalo una bandeja de plata, que llevaba grabado el blasón del nuevo prelado. (El regalo es modesto, pero simpático. Además él se lo merece, ...aunque no nos comprenda ¡por ahora!, dice a José María Albareda) |# 208|.

Don Carmelo invitó al Padre a pasar unos días con él en su palacio de León. León se encontraba a mitad de camino entre Burgos y Santiago de Compostela, por lo que, falto de tiempo, don Josemaría calculó meticulosamente las fechas para matar varios pájaros de un tiro. Su intención era llegarse hasta el sepulcro del Apóstol, a ganar el jubileo y a pedir por todos |# 209|. Siguiendo la secular tradición de las peregrinaciones medievales a la tumba de Santiago el Mayor, los devotos venían a lucrar las indulgencias concedidas en el Año Santo, que era aquél en que el 25 de julio, fiesta del Apóstol patrono de España, caía en domingo. Año Santo fue el de 1937, que se prolongó hasta 1938 a causa de las difíciles circunstancias de la guerra.

La noche del 15 de julio estaba don Josemaría en León, mimado por este Santo Sr. Obispo, como escribía a los de Burgos desde el palacio episcopal, suplicándoles oraciones: Pedid por mí: que este Jubileo jacobeo me limpie y me encienda el alma |# 210|. Cubrió todos los objetivos del viaje: habló de la Obra con don Carmelo; llevó consigo a la peregrinación a don Eliodoro Gil, el párroco que preparaba las hojas de Noticias a multicopista; y les acompañó Ricardo, que se les agregó en León el 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, onomástica de don Carmelo.

El 18, después de decir el Padre misa en las Teresianas, fueron los tres a la estación. Acababa de arrancar el tren y se quedaron en tierra. Remedió el percance don Eliodoro, el cual contrató a un taxista, feligrés de su parroquia, que les llevó en coche hasta Veguellina de Órbigo, a 30 kilómetros de León, donde alcanzaron al tren de Galicia. El suceso quedó bien prendido en la memoria de don Eliodoro, porque don Josemaría les dio —a él y a Ricardo— una meditación, de camino entre León y Veguellina. Cruzaban la vega feraz del Órbigo, entre campos de alfalfa, remolacha y lúpulo, cuando pasó el coche junto a una noria. Un borrico caminaba por el lendel con los ojos vendados, sacando el agua, que corría abundante por la acequia. Inspirándose en esta escena, les habló el sacerdote del trabajo monótono, perseverante, aparentemente sin fruto, pero imprescindible para dar lozanía al huerto. Después, elevando la parábola del burro a nivel espiritual, les hizo considerar la importancia de saber obedecer humildemente: recorrer el camino justo, con los ojos vendados, iluminados por la luz interior de la fe, sabiéndonos instrumentos en las manos de Dios |# 211|.

En Santiago se alojaron en la pensión La Perla. Al día siguiente, martes, 19 de julio, celebraba el Padre en la cripta, donde se veneran los restos del Apóstol. Le ayudó a misa Ricardo. ¡Cuánto se acordó de la familia, y de la abuela, y de tía Carmen y de tío Santi! (Esto escribe a Isidoro, para consuelo de los de Madrid, y demás de la Obra) |# 212|.

* * *

Tras la anotación del 6 de junio (la de su refugio místico en la Llaga de la mano derecha del Señor), que se corresponde con la carta a Juan Jiménez Vargas, sobreviene en los Apuntes un insólito vacío de dos meses, interrumpido tan sólo por una catalina que comienza con la advertencia siguiente: Martes 2 de agosto. Creo que debo anotar la lección que ayer nos dio el Señor sobre la Caridad |# 213|.

El suceso, que se recoge por extenso, pero no por entero, es trágico, ciertamente. Es uno de esos casos que turbaban desapaciblemente el ánimo de Pedro Casciaro, hasta el punto de «traumatizarlo», como él dice. Acababa el Padre de regresar de Santiago, el 20 por la tarde, cuando Pedro le notificó que, estando ausente de Burgos, habían preguntado por él desde la Vicepresidencia del Gobierno; y que días más tarde había ido al hotel un policía, de parte del comandante Gallo, de la Vicepresidencia, rogándole que pasase por la Casa del Cordón, donde tenía el despacho. Se presentó allí don Josemaría al día siguiente y don Primitivo Vicente Gallo, comandante Secretario, le pidió informes sobre Pedro Casciaro y su padre. Se los di cumplidamente en cuanto al chico —refiere don Josemaría—, y diciéndole lo que sé de las actividades buenas del padre, aunque sea en Albacete directivo de izquierda republicana... |# 214|.

Por lo visto, le había llegado al comandante Gallo una muy seria acusación contra Pedro Casciaro. A saber, que su padre era masón y comunista; responsable, si no copartícipe, en las muertes de mucha gente de derechas en Albacete. Y que el hijo, también comunista activo, había pasado a la zona nacional para hacer espionaje desde el Cuartel General de Orgaz |# 215|. (El comandante, que había hablado anteriormente con el general Orgaz, y sabía por éste que el puesto de confianza que Pedro tenía en el Gabinete de Cifra del Cuartel General, de donde salían las órdenes secretas, se debía a una recomendación de don Josemaría, expuso al sacerdote en qué consistía la denuncia).

Esas gravísimas acusaciones resultaban difíciles de desmentir ante un tribunal militar en juicio sumarísimo. En efecto, ninguno de la Obra había estado en Albacete al tiempo de los sucesos mencionados, aparte de que existía un aparente fondo de verdad, si se atenían a los hechos, puesto que el Sr. Casciaro ejercía todavía un cargo político. La denuncia había sido presentada ya por vez tercera y era preciso aclarar la situación cuanto antes. Los acusadores eran el matrimonio Bermúdez, marido y mujer. El comandante Gallo aconsejó, por tanto, a don Josemaría que fuesen a visitar a ambos cónyuges para ver el modo de acallar el asunto |# 216|.

Provenían los Bermúdez de la clase media de Albacete: familias de terratenientes, industriales y funcionarios. A poco de proclamarse la República, don Jorge Bermúdez, hombre de derechas, trabajaba como empleado de la Delegación de Hacienda de Albacete; mientras el Sr. Casciaro, catedrático de Instituto, era militante de izquierdas. Ni se trataban ni existía entre ellos enemistad personal de ninguna clase. Los Bermúdez tenían buena posición social y económica y vivían casi enfrente de la casa de los Casciaro; pero, a resultas de un revés de fortuna, hacia 1934, tuvieron que liquidar sus bienes en pública subasta, y trasladarse a otra capital. En 1936 se establecieron en Burgos y, al tiempo de la denuncia, don Jorge era Administrador de Propiedades y Contribución Territorial en la Delegación de Hacienda, puesto de prestigio e influencia oficial. Casualmente, días atrás, en una calle de Burgos, se habían encontrado cara a cara Pedro y la esposa de Bermúdez, doña Teresa Gallego. El encuentro suscitó sorpresa y desagrado mutuo. No se habían visto desde la subasta privada que habían hecho de algunos enseres del hogar antes de salir de Albacete. Pedro recordaba haber comprado en aquella ocasión una araña, una armadura y unas espadas tagalas, regateando el precio a la señora Bermúdez |# 217|.

El lunes, primero de agosto, se habían puesto de acuerdo en que, por parejas, visitarían a la misma hora, y separadamente, a marido y mujer. Así, pues, a las diez de la mañana, el Padre, acompañado de José María Albareda, se dirigió a la oficina del Sr. Bermúdez; mientras Pedro y Miguel Fisac, que se encontraba de permiso ese día en Burgos, fueron a ver a la esposa. Todavía en la calle, antes de entrar en el local de Hacienda, el Padre rezó al Santo Ángel Custodio del señor a quien iba a visitar y al de José Mª y al Relojerico, para que la entrevista se deslizara con toda suavidad |# 218|.

Les recibe el Sr. Bermúdez en su despacho. De entrada se sulfura, teniendo que recordarle el sacerdote que han ido caballerosa y cristianamente a tratar ese asunto enojoso. Y, en primer lugar, ¿cómo es posible que afirmara calumniosamente su mujer que ha visto a Pedro hacer propaganda del Frente Popular en Albacete durante las elecciones de 1936, si Pedro estaba entonces en Madrid en la residencia de Ferraz?

— No creo que el Señor le diera ubicuidad, para que obrara contra su Causa, apunta don Josemaría.

Por un instante vino a la memoria del funcionario la imagen fugaz de dos niños, de Rafael, su hijo menor, y de Pedrito, volviendo juntos a casa, allá por 1929, de sus excursiones con los Exploradores de España:

— Es verdad que "Pedrito" era un niño bueno..., pero ahora es hombre y puede que haya venido a hacer traiciones, de acuerdo con su padre... ¡que es rojo!

Sale de nuevo el sacerdote en su defensa:

— Yo trato a "Pedrito", día por día, desde que es "hombre", y respondo de él; es falso lo que afirma su mujer, con todos los respetos para ella.

El señor Bermúdez no quiere dejarse convencer. Insiste. Repite sus acusaciones contra el Sr. Casciaro. Rechaza obstinadamente cualquier testimonio favorable:

— ¡Debieron fusilarlos, en vez de meterlos en la cárcel, cuando Albacete fue nuestro!

Con mucha presencia de Dios, con suavidad, sin alzar la voz, el sacerdote le asegura que él pondría las manos en el fuego por Pedro.

— Va V. a quemarse, le advierte el funcionario; —que no sea al fuego lento, agrega con ironía.

Pero, ¿cómo se atrevía a decirle a él, un sacerdote que conocía a Pedro muy a fondo, que el chico no era buen cristiano, buen estudiante y buen español?

— Si es así, daremos gracias a Dios, y me alegro, concede con sorna el Sr. Bermúdez, que no tiene cara de fiesta y comienza a mostrar la más cerrada intolerancia.

— Pero V. ¡dejaría tres españoles de cada cien!, protesta el sacerdote.

— Así hay que hacer —contesta imperturbable el Sr. Bermúdez—, si no, no habremos logrado nada.

Condenó el sacerdote la vileza de semejante actitud y puso a la vista de aquel hombre las muchas deudas que tendremos que saldar el día del juicio, que bien pudiera estar cercano. ¿Y si el Señor le pidiera cuenta, aquel mismo día, de lo que pretendía hacer? Pero ni aun así lograba don Josemaría ablandar el corazón de aquel hombre, que repetía con rencorosa obstinación:

— El padre y el hijo la tienen que pagar.

— Eso no es cristiano: V. habría mandado a S. Agustín al infierno.

— El padre y el hijo la tienen que pagar, insistía el Sr. Bermúdez |# 219|.

(Transcurrió la entrevista dentro de los términos de la corrección. Nos dimos la mano, y a la calle, se lee en la catalina).

Salió el Padre silencioso y entristecido del despacho de Bermúdez, impresionado por el tono duro y cortante que mantuvo el funcionario hasta el último momento. «Bajó las escaleras del edificio muy recogido, casi con los ojos cerrados y dijo, como pensando en voz alta: mañana o pasado, entierro» |# 220|. Luego fue a contar la entrevista al comandante Gallo.

Entretanto, Pedro y Miguel conferenciaban con la señora de Bermúdez en su domicilio de la plaza de Primo de Rivera. La conversación no pudo ser más agria. La señora se encaró con Pedro. Ella tenía dos hijos militarizados, uno de ellos en el frente; ¿era justo que mientras ellos se jugaban la vida, él estuviese tan ricamente en retaguardia, haciendo espionaje para los rojos? Intervino Miguel para defender a Pedro. Se enzarzaron acaloradamente. Se cruzaron insultos; y les juró que no quitaría ni una letra de la acusación presentada por su marido. Pedro, profundamente abatido, se volvió a la oficina de Los Pisones.

(La entrevista de los chicos con la señora —se lee en los Apuntes— fue terrible: llegó a decir al hijo que "haría todo el mal que pudiera a su padre") |# 221|.

Acompañado de Miguel, reconcentrado, en silencio, comió el Padre. Subieron luego ambos al cuarto del hotel. Continuaba el sacerdote ensimismado, con una idea clavada en la mente. Por la tarde, repetidas veces me vino al pensamiento —escribirá más adelante— que aquella familia iba a tener una desgracia. Pensé en un hijo que tienen en el frente. Ante el mirador, sentado en uno de los silloncitos de mimbre, con la mirada perdida y en oración, se sintió interiormente coaccionado para decirle a Miguel: mañana o pasado esa señora tendrá entierro; habrá que darle el pésame |# 222|.

A media tarde —prosigue el relato— salimos Miguel y yo a dar una vuelta: como es costumbre en Burgos, había una esquela de defunción en una esquina: era del señor, a quien vimos José Mª y yo por la mañana. Se me escapó: "entendí que era el hijo". Miguelito cambió de color: "a la hora de morirse este hombre, lo decía V."

Rezamos por él el Sto. rosario y hoy celebré por su alma la Misa. No prejuzgo. Confío en que este hecho objetivo innegable sólo es, para nosotros, una lección de caridad.

Nunca me he visto tan miserable como esta temporada |# 223|.

A última hora de la tarde volvió Pedro del cuartel de Los Pisones. En el hotel, procurando que no se impresionara demasiado, le contó el Padre la visita por la mañana al Sr. Bermúdez y su repentina muerte poco después, ya que él y Miguel habían visto su esquela mortuoria al pasar junto a la iglesia de la Merced. Pedro, al oír la noticia, sintió un extraño malestar. No se tenía de pie y fue a tumbarse al fondo de la habitación, en la cama del Padre, que, en voz baja, le tranquilizaba por la muerte del señor Bermúdez, porque «estaba moralmente seguro de que Dios Nuestro Señor se había apiadado de su alma y le había concedido el arrepentimiento final; y añadió que desde que salió de su despacho no había dejado de rezar, tanto por él como por sus hijos» |# 224|.

Cuando se hubo repuesto le indicó el Padre que volviese al cuartel a pedir al capitán Martos, del Gabinete de Cifra, tres o cuatro días de permiso para ir a Bilbao con su tío, por sentirse físicamente agotado. De camino, al pasar delante de la iglesia de la Merced, pudo comprobar Pedro, por sí mismo, que allí había una esquela de don Jorge Bermúdez. El capitán Martos debía estar ya al tanto de los hechos. Era de por sí hombre ligeramente supersticioso. No tuvo inconveniente en conceder el permiso: «Por supuesto, Casciarito, vete a descansar; bien sabes que siempre te he estimado, ¿no tendrás nada contra mí, verdad?»

«Aquella misma noche salí para Bilbao», refiere Casciaro. «En Bilbao fui serenándome aquellos días, aunque quedé impresionado para toda mi vida» |# 225|. (Cuando esto escribía era el año 1979).

* * *

Ensimismado, concentrado en oración, como traspuesto, estuvo el Padre desde que salieron del despacho de Bermúdez. Recordemos que esto le había ocurrido ya en otras ocasiones: ese soñar despierto que me hace conocer a veces cosas futuras o lejanas, nos cuenta |# 226|. La intimidad con el Señor, los fenómenos sobrenaturales extraordinarios —iluminaciones, locuciones interiores, don de lágrimas, discernimiento de espíritus, socorro de la Virgen o de los Ángeles Custodios— eran cosa corriente en su vida. Tan hecho estaba don Josemaría a las intervenciones del Señor, que se mantuvo sereno, sin prejuzgar, viéndose miserable, y no sacando de todo ello otra enseñanza que una lección de caridad |# 227|.

Tal vez, al leer y meditar despacio la catalina de lo sucedido el 1º de agosto, se sorprenda el lector de la serena reacción de don Josemaría. No podía ser de otro modo, dada su profunda y abundante experiencia de cómo se comporta Dios con los hombres. En contraste con la serena actitud del Padre, todos a su alrededor sintieron, de una u otra forma, terrible desasosiego ante el caso del Sr. Bermúdez. Mientras tanto el Fundador proseguía, con naturalidad, el curso de su vida contemplativa en medio del mundo, del trabajo y ocupaciones diarias, y de este suceso alarmante.

Considerado de cerca, el hecho que nos ocupa —uno más entre los muchos extraordinarios de su vida— presenta dos aspectos. Uno de carácter perturbador y dramático. Otro, en cambio, de salvadora purificación. Inquietante es fijar la mente en el cumplimiento inexorable de una terrible predicción. Lo saludable, por el contrario, es saberse protegidos por el poder omnipotente de nuestro Padre Dios. En el primer caso ponemos el acento sobre el don de profecía. En el segundo, sobre el amor.

El toque encendido del dedo de Dios cauteriza, ciertamente; pero al mismo tiempo, sana. Por eso en las visitaciones divinas, con frecuencia dolorosas, el Fundador veía mimos y caricias paternales, muchas veces más allá del entendimiento humano; aunque siempre salvadoras. Acostumbrado ya a tales intervenciones sobrenaturales, el episodio de Burgos lo califica don Josemaría de lección de caridad: Dios salía en defensa de los suyos. El Fundador se abstiene en sus Apuntes de juzgar a nadie. Pero, con el suceso todavía fresco en la memoria, en una carta escrita a la semana siguiente, el 11 de agosto, se lee, de su puño y letra, esta consoladora experiencia: Dios sabe mucho y obra, ¡siempre!, amorosamente |# 228|.

El 17 de agosto, de vuelta de Bilbao, se encontró Pedro Casciaro en la calle a uno de los hijos del Sr. Bermúdez, teniente provisional de Infantería. «Cuando iba a despedirme —escribe al Padre el 18 de agosto—, le pregunté si era verdad que había tenido aquella desgracia; me dijo que sí, que fue en la Oficina sin darse cuenta siquiera y cuando estaba hablando su padre con un compañero. Parece que ha sido una angina de pecho. Le di el pésame». A vuelta de correo, desde Vitoria, envió el Padre una carta a sus hijos de Burgos (Pedro, Paco y José María) con una misteriosa postdata, y con un simple comentario: No me extraña lo del hijo de aquel señor, porque Dios sabe hacer las cosas bien. ¡Qué Padre es! |# 229|.

A las anteriores noticias agrega Pedro Casciaro unas parcas, pero definitivas, pinceladas. Aun siendo tan terriblemente inquietante este episodio, el cronista no debe callar los pormenores. A las pocas semanas de la muerte de don Jorge se mató su hijo Rafael, el aviador. Cuando Pedro notificó al Padre la triste noticia, éste comentó con dolor: Hasta cierto punto, era de esperar... encomiéndale; yo también lo haré.

«Algunos días después —refiere Casciaro—, me encontré a la viuda de don Jorge en la iglesia de la Compañía. Al darme cuenta de que era ella, salí lo más inadvertidamente que pude de la iglesia, pero me vio; y me pareció advertir que me miró con ternura» |# 230|.