5. "El cuento de la buena pipa"

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

El más seguro escondrijo donde ponerse a salvo era el asilo de las Embajadas. Desde las primeras fechas del alzamiento, en que las milicias implantaron el terror en Madrid, las sedes diplomáticas acogieron a centenares de fugitivos; entre ellos un alto porcentaje de sacerdotes y religiosos. Luego, en el otoño de 1936, al recrudecerse la furia persecutoria y comenzar los fusilamientos en masa, no solamente los edificios oficiales de las representaciones diplomáticas, sino también sus anexos y dependencias se vieron abarrotados de refugiados. Y, al cabo de unos meses, era tal el hacinamiento de las gentes en esos locales que, al hacerse patente que la guerra se prolongaría, los embajadores de los diversos países trataron de obtener la evacuación de sus asilados, que pasaban ya de 13.000 en la capital |# 154|.

El 27 de marzo de 1937 el gobierno republicano dictó, por fin, las condiciones generales para la evacuación de los asilados diplomáticos, bajo el compromiso de «no admitir en lo sucesivo, cualesquiera fueren las circunstancias, nuevos refugiados». Los jefes de las distintas representaciones diplomáticas, según lo acordado, habían de solicitar la evacuación por listas cerradas y detalladas, con fotografías de los asilados |# 155|.

El Consulado General de Honduras ofrecía un amparo de segunda clase. No era sede de una misión diplomática sino tan sólo de una oficina consular, en la que vivía don Pedro Jaime de Matheu, cuyo status, a efectos de gestión, no pasaba de Cónsul General Honorario |# 156|. En los meses de febrero y marzo de 1937 habían salido de España expediciones organizadas por las Embajadas de Argentina y México, con centenares de evacuados. Creyó, pues, don Josemaría que el traslado al Consulado de Honduras le abría las puertas para salir de Madrid. Era un pensamiento razonable, pero equivocado, como luego advertiría.

Habían dejado el sanatorio de Suils con la idea de inscribirse en la lista que preparaba el Consulado de Honduras. Después de que don Josemaría, su hermano Santiago y Juan hubieron adelantado el precio del viaje, les dieron los números 23, 92 y 35, respectivamente. Pero, pronto debió sospechar el Padre que las gestiones se estancaban, pues en carta a Isidoro del 20 de abril le pide que vaya a saludar al Embajador de Chile y le entregue una nota en la que le notifique que están inscritos en lista de evacuación. Me dicen —explica a Isidoro— que saldrá una expedición cada semana: si nos reclamara el Sr. Embajador, la semana próxima podíamos estar fuera. De lo contrario... ¡cualquiera sabe! |# 157|.

Un poco tarde llegaba el recurso, porque don Aurelio Núñez Morgado, Embajador de Chile, se vio obligado a dejar España esa misma semana a causa de la tirantez de relaciones con el entonces Ministro de Estado español, Álvarez del Vayo |# 158|.

A finales de abril el Fundador estaba convencido de que su partida no se haría esperar: Nada fijo, pero parece inminente. Sin embargo, ocho días más tarde le asaltaron las dudas, pues no parece ver otra solución que las gestiones que haga José María Albareda, aquel joven profesor que había ido por la Residencia de Ferraz: De aquí no salimos nunca, si José Mª no mueve la cuestión de Chile; no sé cuándo se irá Josemaría: quizá pronto, quizá tarde, quizá... nunca |# 159|.

La esperanza de que el Consulado de Honduras fuese un trampolín adecuado para saltar al extranjero resultó fallida. Aquel refugio se convirtió en una ratonera sin salida; quienes no lo abandonaron voluntariamente quedaron allí atrapados hasta el término de la guerra civil. Fácil es decirlo; pero, ¿quién hubiera podido adivinarlo entonces?

A la semana siguiente, primera semana de mayo, andaba don Josemaría dando vueltas en la cabeza a otras posibles soluciones: ¿Chile? ¿Chile o China..., qué más da? Insistamos |# 160|. Insistió Isidoro en la Embajada de Chile, donde le dijeron que sus listas de evacuación estaban cerradas y que era imposible una nueva inscripción, pues se habían enviado ya al gobierno. Cuando se lo comunicaron al Padre, éste no se dio por vencido: Chile: Mirad, les escribía: lo que os han dicho es lo que dicen aquí, para echar a los pelmazos [...] Si quieren, lo arreglan: ¡si es su oficio, componer lo más descompuesto! |# 161|.

Las razones diplomáticas no bastaban para desanimar al Padre, que intentó, a continuación, romper brecha por la Embajada de Turquía, no sin antes precaver a sus hijos contra la excusa diplomática de "ya están cerradas las listas". Puso así en marcha un nuevo recurso |# 162|, volviendo a exhortar a sus hijos de Madrid, para que insistieran con tozudez, con ocasión o sin ella. (¿Se acordaba en ese momento de los consejos de San Pablo a Timoteo?):

Hoy no tengo otro tema de que tratar: evacuación, evacuación y evacuación. Insistid, molestad, oportuna e inoportunamente: sed latosos. ¿Qué tenemos que ver nosotros con estas luchas?: es preciso irse de Madrid y de España: ¿está bien patente mi ruego? Ya sé que hacéis lo que podéis —y muy agradecido—, pero es menester que hagáis más de lo que podéis |# 163|.

A mitad de mayo, en su correspondencia, todo son interrogantes sobre la evacuación. Sus despedidas no están sin embargo exentas de cierto humor: Sábado -15-mayo-1937— ¡Del fondo de todas las Honduras! |# 164|. Y cuando, al cerrarse el mes, escribe a Valencia, su carta se halla saturada de un sano escepticismo en cuanto a la evacuación: Es lamentable sentirse extranjeros y evacuados, sin acabar nunca de completarse la evacuación. De nuevo (es el cuento de la buena pipa) parece que vuelve a moverse el asunto de la salida [...]. Yo, francamente, si no lo veo, no lo creo |# 165|.

En junio parece renacer la esperanza, y las referencias al asunto de la evacuación en las cartas del Padre son otra vez persistentes y machaconas: Hay que insistir en Chile o en Suiza con el máximo interés y hay que procurar que tengamos los carnets. Poned interés. Aquí no se puede continuar. ¿No nos recibirían en Suiza, o en Turquía o donde sea? |# 166|.

Lo cierto es que, a las veinticuatro horas, se había evaporado toda ilusión: Nuestro gozo en un pozo |# 167|. Tan hundidas estaban las esperanzas, que, a mitad de junio, el Cónsul de Honduras les informó que, por su parte, no haría más gestiones para la evacuación. Con ello ahorraba a sus asilados posibles decepciones. Aunque, más bien, es de sospechar que se trataba de una cortina de humo, ya que el Cónsul no se atrevía a manifestarles la auténtica gravedad de la situación. Se encontraban realmente en un pozo. Además de ser débil y precaria la dudosa competencia de un Cónsul Honorario para negociar con un Ministro del Gobierno de tú a tú, don Pedro Jaime se había atado las manos al confeccionar la lista de asilados enviada oficialmente al gobierno español. En ella figuraba un total de 32 personas, incluidos mujeres y niños. De descubrirse que el número de asilados en el Consulado de Honduras era tres veces mayor, la vida del Cónsul se hubiera complicado. Por lo tanto, era preferible no hacer gestiones y evitar desagradables sorpresas |# 168|.

Poco más adelante, el 29 de junio, con motivo de la fiesta onomástica de don Pedro, los asilados entregaron al Cónsul unos pliegos de firmas, encabezados con estas palabras:

«A S.E. D. Pedro Jaime de Matheu —los refugiados agradecidos—

Madrid 29 de junio de 1937» |# 169|.

En los tres pliegos se recogían 88 nombres; el primero de ellos el de Juan Manuel Sainz de los Terreros, aquél que con Juan Jiménez Vargas recibió la absolución del Padre en una buhardilla.

Mas don Josemaría ni se declaraba vencido ni daba todo por perdido. Enseguida se metió en un nuevo empeño: obtener pasaportes argentinos, aun reconociendo que aquello era el cuento de nunca acabar: ¿Josemaría? —se pregunta retóricamente en una carta a los de Valencia—. Parece que se vuelve a vislumbrar la posibilidad de que salga. Esto es... el cuento de la buena pipa |# 170|.

* * *

Al llegar don Josemaría al Consulado, él y sus acompañantes hicieron vida nómada por una larga temporada, en transhumancia diurna por vestíbulos y pasillos. Y, a la hora de acostarse, acampaban en la sala. Bajo la mesa, que de día era la del comedor, juntaban los colchones y sembraban los alrededores de objetos dispares. ¡Si contemplarais, cada noche, la faena, para convertir el comedor en cama redonda o poco menos! |# 171|.

Aquel salón desmantelado se veía sembrado de tazas, mantas, libros y servilletas; maletas, cuadros, jarras, trapos de limpieza y objetos de aseo. ¿Las sillas? Proceden de diversas familias; las hay hasta de cocina: pero, por la noche, las sacamos al cuarto de baño. ¿El cuarto de baño?... |# 172|. Alrededor de una treintena de personas utilizaban ese cuarto de baño que, por ser el único de que disponían los asilados en ese piso, tenía el uso matutino rigurosamente reglamentado.

Al Padre, Santiago y José María González Barredo acompañaban Álvaro del Portillo, llegado la víspera, y Eduardo Alastrué, que se incorporó al día siguiente. Eduardo, que también formaba parte de la familia dispersa, había estado encarcelado en una checa de la calle Fomento en el mes de noviembre y, cuando iban a matarle, le dejaron en libertad, inexplicablemente |# 173|.

Hasta mediados de mayo no dispusieron de habitación propia. Se les destinó un cuarto al final del corredor, junto a la puerta de la escalera de servicio. Probablemente sirvió en otros tiempos de carbonera. Era angosto y con suelo de baldosas, que desaparecía por la noche al desplegar mantas y colchonetas. De día, convenientemente arrolladas y arrimadas a la pared, las colchonetas servían de asiento. Una estrecha ventana daba a un patio interior, tan sombrío que durante la jornada era menester dejar encendida la bombilla, que colgaba del techo, débil, desnuda y solitaria. En este triste y reducido cuchitril organizó el Padre la vida de los suyos. La descripción que hace del cuarto, para divertimiento de los valencianos, está tocada de humor; pero es exacta y realista:

No se pueden extender los cinco colchones de nuestra propiedad. Con cuatro, queda el pavimento del todo alfombrado. ¿Que os describa el hogar? Cuando está el campamento levantado, en un rincón hay, doblados con las mantas y almohadas dentro, dos colchones, uno sobre otro. Un poquito de espacio. Los dos colchones de José B. y de Álvaro, puestos de la misma manera, y, sobre ellos, muy arrolladita, con un fúnebre paño negro para envolver, una colchoneta de Eduardo. Tocando, el radiador —cinco elementos tísicos—, que sostiene una tabla de cajón: mesa, para las vituallas y para seis tazones, someramente limpios, que lo mismo sirven para un cosido que para un barrido. Una ventana, que da al patio oscuro —oscurísimo—. Debajo de la ventana, un cajón pequeño de embalar, con unos libros y una botella para los banquetes. Encima del cajón, dos pequeñas maletas (sobre una de ellas, que tengo en las rodillas, escribo; después de escribir en cien mil posturas... plenas de gravedad... para los músculos, y completamente ridículas e inestables). Pegadas al cajón, otras dos maletillas, que rozan la pared en ángulo, y sostienen un maletín y una caja de hoja de lata, donde guardamos los chismes de aseo de todos. Pegando a las maletas, la puerta. Aunque estemos en la puerta, no os echo del cuarto (podríais entrar como quisierais: la puerta no se cierra: está estropeada). Falta que admiréis la cuerda, que corta un ángulo de la habitación, y sirve para dejar colgadas cinco toallas; y la hermosa pantalla de legítimo papel de periódico, que este abuelo ha puesto a la bombilla monda y lironda que pende del sucio flexible, en un momento de buen humor. Bueno: y no se os ocurra tocar la llave de la luz, porque luego es un lío para encender: está rota. ¿Más? |# 174|.

Distribuidas por cuartos, a lo largo de aquel pasillo, se alojaban más de treinta personas. (El número de acogidos en el anexo del piso de arriba era de otros sesenta más) |# 175|. Con tan densa población, la convivencia, en la arrastrada monotonía de las horas, se hacía dificultosa. La vida del refugiado carecía de alicientes si no era la esperanza de algo que no terminaba de llegar: la evacuación o el fin de la guerra. En consecuencia, el desaliento iba destemplando los nervios del asilado, hasta sumirle en una profunda apatía. En aquella atmósfera faltaba incluso el vigor necesario para matar el tiempo, que transcurría con inexorable lentitud, dejando en los espíritus la huella duradera del tedio y del vacío. Y si acaso un recuerdo o una palabra despertaban momentáneamente chispazos de interés, encendiendo un destello de odio o de rebelión, pronto se extinguían.

Las relaciones sociales en aquella forzosa convivencia tampoco eran gratas ni tranquilas. Las desavenencias se producían de continuo, como también la explosión en lamentos o las recriminaciones. Carentes de una disciplina de trabajo, todo se les iba —como a un animal enjaulado— en dar vueltas en la cabeza a sus preocupaciones, que siempre eran muchas, hasta el punto de que algunos terminaban desquiciados. Sus conciencias se movían entre niebla. Al final, casi todos quedaban bajo el dominio de una doble obsesión: la del hambre y la del miedo |# 176|.

En un primer momento, el amparo de una sede diplomática significaba haber superado el riesgo de detención o el peligro de muerte. Pero luego, paulatinamente, sobrevenía un asustadizo pensamiento de inseguridad, que atenazaba la imaginación. En el caso de Honduras, no podían olvidar del todo los asilados que no se hallaban bajo el amparo seguro de un pabellón de misión diplomática sino en un Consulado General, por lo que los rumores sobre un posible asalto, y la insuficiente garantía del asilo, les agrandaban el miedo. Sobre todo cuando llegó la noticia del allanamiento del consulado del Perú. El hecho tuvo lugar en la noche del 5 al 6 de mayo de 1937, en que las autoridades de Madrid enviaron fuerzas armadas a los locales del Consulado y se llevaron detenidos a todos los refugiados, en total 300 españoles y 60 peruanos |# 177|.

Este suceso provocó una crisis de pánico colectivo en un grupo de asilados. Imaginaban en peligro su seguridad si don Josemaría, que decía Misa casi todas las mañanas en el vestíbulo de entrada, era denunciado por alguien y se presentaba la policía |# 178|. Tampoco el Cónsul, por lo que nos refiere su hija, se consideraba a salvo: «la gente tenía miedo y le parecía que podían quedar comprometidos, por lo que —desde que mi padre le dijo que era peligroso celebrar la Santa Misa— siempre la celebraba en la habitación que ellos ocupaban» |# 179|.

Por la mañana temprano, cuando todavía no se habían levantado los demás refugiados, el Padre daba la meditación a los suyos. «Sus palabras —recuerda uno de los oyentes—, unas veces serenas, otras impetuosas y emotivas, siempre luminosas, descendían sobre nosotros y parecían posarse en nuestra alma» |# 180|. Comentaba el Evangelio, les hablaba de la persona y vida de Cristo, y se preparaban todos para asistir a misa.

Luego, el sacerdote colgaba de la pared un Crucifijo y extendía los corporales sobre una maleta. Una vez terminada la misa, las Sagradas Formas no consumidas se conservaban en una cartera, que cada día guardaba uno, por turno, para dar de comulgar a otras personas, o entregárselas a Isidoro para que repartiese la Comunión a los miembros de la Obra que estaban fuera del Consulado. En la pobreza de aquel cuartucho se celebraba misa con sabor de catacumba. Al relatarlo a los de Valencia, con sencilla y festiva naturalidad, añade el Padre los ingredientes necesarios para salvar la censura:

Pues, Señor, que D. Manuel me invita a almorzar con la familia. Y vamos. ¿Cómo no, con el hambre que hace? Y resulta que, con estos problemas de evacuación en Madrid, no hay nada de lo que, en otros tiempos se creía necesario. Hoy —por hoy, deduciréis lo de los demás días— no habiendo mesa, se improvisó con un cajón de tablas que debió contener naranjas. Sobre él, una, dos y tres maletas. Después una servilleta, no muy limpia —¡Don Manuel!— y dos más pequeñas de las corrientes. Se empeñó —nos empeñamos— en que presidiera el banquete un retrato del anfitrión, colocado en la pared pulcramente clavado con una aguja. Más tarde, el acabose: a pesar de la escasez, nos ha sobrado pan para unos días. Y estos criotes me han salido como si hubieran pasado por el patio de Monipodio: me han robado la cartera —¡asómbrate!—, aquella carterita africana que me trajo Isidoro, y, para no reñir entre ellos, la guarda cada día uno, con riguroso turno. Y yo me aguanto, igual que si estuviera en la dulce higuera |# 181|.

En el vestíbulo tuvieron por un tiempo reservado el Santísimo (el Amigo), en un mueble cerrado con llave (el cajón del Pan). A finales de abril, don Josemaría, que se encontraba baldado a causa del reuma y no podía ir a hacer las visitas acostumbradas al Señor, se servía de dos niños pequeños para enviar recados al Amigo.

Volvían los niños a dar cuenta de su recado al Señor. ¿Y qué le has dicho? —preguntaba don Josemaría a uno de ellos, que era andaluz. — Que le dé a uzté laz trez cozaz, y laz otraz maz, que le hacen farta, contestaba el pequeño.

El modo de saludar estos niños al Amigo conmovió al sacerdote: Yo no sé quién les ha enseñado la martingala pero, debilidad senil o lo que sea, me entusiasmo cuando veo a esta pareja de chiquitines —¡bien saben que sin comer no hay quién viva!— acercarse al cajón del Pan... ¡y meter un beso, muy apretado y ruidoso, por la cerradura! |# 182|.

Otra medida, surgida de la prudente cautela del Cónsul, fue que éste redujo considerablemente las visitas que Isidoro solía hacer al Consulado. El edificio estaba protegido y controlado por guardias que, en la calle, exigían los documentos de identificación a quienes entraban o salían; pero esto no suponía riesgo para Isidoro, por su nacionalidad argentina. En cuanto a la prohibición del Cónsul, la eludía fácilmente subiendo, no por la escalera principal sino por la de servicio. Llamaba suavemente a la puerta al final del corredor, se le abría, y nadie se enteraba de su visita |# 183|. En otras ocasiones eran los hermanos de Álvaro —Teresa y Carlos, niños de nueve y once años— los que sacaban sin peligro cartas o papeles que luego llevaban a Isidoro |# 184|.

Al desasosiego producido por el temor al asalto o a una denuncia se juntaba el azote del hambre. Los víveres eran escasos y el abastecimiento difícil en una ciudad cercada por las tropas nacionales. En la mayoría de los asilos diplomáticos el hambre se hizo sentir con rigor al implantarse entre la población civil el sistema de racionamiento por cartillas, de las que carecían los refugiados, aunque tenían organizadas sus propias fuentes de abastecimiento |# 185|. El hambre acosaba traidora y calladamente, ofuscando la razón. Con frecuencia el tema de la comida se deslizaba en la conversación de los asilados con obsesiva nostalgia, en forma de recuerdos y anécdotas gastronómicas.

Si se rebusca entre la abundante y larga correspondencia de esos meses de encierro, en que don Josemaría raramente pasaba un día sin escribir, se advierte que el tema del hambre y de la comida lo menciona muy excepcionalmente y, si lo hace, es siempre con una gota de humor.

¿En qué consistía su comida? Escribiendo a los de Valencia, les da noticias suyas y de su hermano:

El peque Santiaguito se ha quedado en los huesos: los míos, aunque otra cosa os digan por ahí, todavía tienen demasiada carne, a pesar de no comer más que dos cazos de arroz al mediodía (estamos de arrós, hasta aquí: lo alto de la coronilla, si se me permite el término, retrógrado, oscurantista y clerical) y, por la noche, otros dos cacitos de sopas de ajo.

No hay mal que cien años dure. Paco: ¿no es verdad que estoy desconocido, hablando hasta de comida? |# 186|.

Y más adelante: Ya nos varían de cuando en cuando el menú. ¡El abuelo, hablando de re culinaria!, como diría un clásico. Pues, sí: el hambre, dije mal, el apetito hace milagros. Ayer, al mediodía, nos dieron arroz con habas: con unas habas de edad respetable, a las que no quisieron quitar sus consistentes calzones... Y, por la noche, cebolla cruda con pedazos de naranja (nos pareció estupenda, pero revolucionaria: ¡qué modo de apresurarse, al día siguiente!), y, en aquellos tazones que ya conocéis, una buena cantidad de un líquido muy líquido, con lejano sabor a canela que se agarraba a la garganta. Nos aseguraron que era chocolate. ¡Se hacen ahora tantos descubrimientos! |# 187|.

El tono festivo en que se dirige a sus hijos valencianos, a fin de entretenerlos y disipar sus preocupaciones, adquiere duros contrastes con el de las cartas a los de Madrid. Éstos estaban perfectamente enterados del hambre que sufrían en el Consulado, donde hasta las migajas de pan recogían.

Alguna petición hizo, sin duda, Isidoro a los del "Levante feliz", como llamaban entonces a las provincias valencianas, alejadas del frente de guerra y con abundancia de víveres, gracias a su fertilidad: ¡Ah!: si mandan algo de Valencia —decía el Padre a Isidoro—, no me olvidéis que aquí tengo cuatro de los nuestros con hambre. A mí, me sobra lo que dan. Pero ellos y Santiago necesitan más [...]. ¡Cómo me molesta, aun hablar, cuánto más escribir, de este asunto de manducatoria! |# 188|.

A los dos días, y para que no interpreten su anterior petición como apremiante grito de famélicos, puntualiza: ¿Pan? Nos sobra [...]. ¡Ah! Y mucho ojo con enviar nada que vosotros no tengáis. Quiero, exijo, que en primer término os preocupéis de vosotros mismos. Creo que está claro, ¿eh? |# 189|.

De la angustiosa escasez de comestibles da también idea el alborozo con que saluda la llegada de un refuerzo de provisiones, el 5 de mayo: Hoy nos han traído queso y huevos, de parte de mi sobrino Isidoro. Hace unos meses que no habíamos, ni visto, ni olido semejantes manjares |# 190|.

Ante todo, aquel sacerdote se preocupaba de distribuir entre unos y otros los alimentos que conseguían. No se guiaba por el dicho popular: "quien parte y bien reparte se lleva la mejor parte". Al revés, se las arreglaba para dar la impresión de que comía igual que los demás. En realidad, y sin que nadie lo notase, se llevaba la peor parte. Es decir, se aprovechaba de la escasez para apretarse aún más el cinturón. Pero algunos de sus ayunos no lograban pasar inadvertidos. A este propósito cuenta su hermano Santiago que todos los refugiados esperaban la noche del domingo como niños con la ilusión de una golosina. La cena de los domingos era de migas con chocolate; pero «los domingos Josemaría no cenaba nunca» |# 191|. Y, para prevenirse contra los placeres del gusto, continuó en el Consulado con su vieja costumbre de paladear acíbar. El producto era de libre venta y no quería privarse de él. Las circunstancias de la guerra y de las privaciones por las que tenían que pasar no las consideraba el sacerdote como suficientes para eximirle de vivir hasta en los más mínimos detalles el espíritu de penitencia, sino todo lo contrario. De ahí la nota a Isidoro, el 30 de mayo: Envíame un par de reales de acíbar. De seguro que tendrán en la farmacia de Eugenio, o en cualquier droguería. Que sea en polvo |# 192|.

* * *

Entre los innumerables datos y noticias de la copiosa correspondencia del Fundador desde el Consulado hay un hecho particularmente curioso. Algo que llama a veces la atención por su misma ausencia. Algo que era previsible hallar en sus cartas y que el lector, sin embargo, no encuentra. Y consiste en que, por más que se busque entre sus escritos, no aparecen referencias ni comentarios a temas políticos. No se alude a gobiernos, ni a zonas, ni a frentes de combate. Tampoco se mencionan ciudades liberadas u ocupadas, amigos o enemigos, víctimas o culpables. Estos silencios no son por causa de la censura sino por razones de carácter sobrenatural, como queda reflejado en los relatos de quienes compartían el asilo consular. Mientras las conversaciones de los refugiados reincidían en el hambre o en la marcha de la guerra, don Josemaría evitaba hablar de la contienda fratricida que desgarraba a la nación. Los suyos no vibraban con ánimo belicoso. Delante de él no se comentaban las operaciones militares, ni los crímenes a retaguardia. Se olvidaba y se perdonaba.

La presencia bienhechora del sacerdote esparcía serenidad. Su conversación, consoladora y sobrenatural, dejaba en los espíritus huella de dulzura. Hasta el extremo de que se consideraba un regalo del cielo lo que, a ojos humanos, era una maldita consecuencia de la guerra. «¡Ojalá, pensábamos a veces, que aquello durase siempre! —refiere uno de los que estaban al lado del Padre—. Porque, ¿habíamos conocido antes algo mejor que la luz y el calor de aquel rincón? Ésta era la reacción, tan absurda en aquellas circunstancias como lógica según nuestro modo de ver las cosas, a que nos llevaban la paz y la felicidad que gustábamos día a día» |# 193|.

No se retraía el Fundador, si era necesario, de tocar el tema de la guerra —a la que siempre calificó de catástrofe— pero, con espíritu sacerdotal, abría los brazos a las almas de una y otra zona, de uno y otro bando. En la oración del sacerdote al celebrar el Santo Sacrificio estaba presente el océano de sufrimientos de aquella contienda: en los frentes, en las cárceles, en los hospitales, en los hogares, en los refugios.

La postura de don Josemaría no era de frío desapego. Obedecía a una exquisita caridad, dominada por una visión más alta, sobrenatural, de lo que estaba sucediendo en el mundo: «continuamente preocupado —dice el yerno del Cónsul— por lo que estaba pasando, aunque al mismo tiempo, estaba muy por encima de las circunstancias [...]. Nunca se pronunció con odio ni con rencor enjuiciando a nadie; por el contrario, solía decir: Esto es una barbaridad: una tragedia. Le dolía lo que estaba sucediendo, pero no en un sentido meramente humano. Y cuando los demás celebrábamos victorias, don Josemaría permanecía callado» |# 194|.

* * *

El cuartucho del Consulado pronto se convirtió en una especie de centro de operaciones. De aquella oficina salían las cartas del Padre llenas de pintorescas descripciones, noticias variadas, encargos, notas espirituales y consejos sobre cuestiones materiales; y relación de penas y alegrías. Era tal su anhelo por saber cosas de sus hijos, y tantos los asuntos que llevaba entre manos, que enseguida adquirió la costumbre de numerar, en ciertas ocasiones, los párrafos de las cartas, según pasaba de uno a otro tema: no por monomanía —les explicaba—, sino para lograr que me contestéis a todo |# 195|.

Uno de aquellos asuntos era el de la reclamación por los bienes y enseres perdidos en la Residencia de Ferraz 16, edificio que había sido requisado por las milicias anarquistas de la C.N.T. el 25 de julio de 1936, cuando sorprendieron allí a Juan Jiménez Vargas.

Se enteró de que el consuegro del Cónsul, a quien los milicianos habían allanado el hotelito donde vivía, había hecho una reclamación oficial por los daños sufridos. E inmediatamente pensó el Padre, ¿por qué no reclamar una indemnización al gobierno en nombre de la sociedad titular de la Residencia de Ferraz: Fomento de Estudios Superiores (FES)? Y con tanto ahínco asumió el caso que parecía que de su resolución dependiera el futuro de todos ellos, cuando todavía estaba por ver si saldrían sanos y salvos del apretado trance de la guerra.

Allí comenzó lo que iba a ser una lucha a brazo partido con obstáculos e impedimentos; y una movilización general de fuerzas y voluntades. El 23 de abril pidió a Isidoro que averiguase en la Embajada argentina los trámites necesarios y los documentos que se debían presentar. La tarde del mismo día le escribe de nuevo, dándole cuenta de su reciente conversación con el consuegro del Cónsul y adjuntando instrucciones para recoger en casa del notario la escritura de la creación de FES y la de compra de la casa de Ferraz |# 196|.

Con las primeras gestiones que hizo Isidoro empezaron a destaparse dificultades |# 197|. Ni el inventario de bienes, ni los documentos de constitución de la sociedad, ni la escritura de compraventa del inmueble estaban en su poder. Habían quedado en la Residencia y no era posible rescatarlos, aun suponiendo que existieran. Se trató, pues, de presentar "Fomento de Estudios Superiores" (FES) como "Sociedad internacional", ya que algunos de sus socios eran extranjeros. Isidoro Zorzano, como súbdito argentino y presidente de "Fomento de Estudios Superiores" elevó una instancia al Embajador de Argentina reclamando indemnización de daños al Estado español. Éstos, según inventario, ascendían a 1.078.900 pts |# 198|.

No había pasado una semana desde que el Padre concibió la idea de la reclamación cuando escribía a Isidoro una carta de apremio, como puede apreciarse por su primer párrafo:

Sábado-1-V-37.

Muy bien, el asunto de tu reclamación, por medio de la Embajada de tu país. Pero ¡hay que darse prisa! Quizá del retraso de uno o dos días dependa el buen éxito del asunto. Además puntualiza con el Sr. Secretario. No me dejes nada en el aire. Que vayan los papeles, cuanto antes |# 199|.

No eran muchas las personas de que disponía el Padre para esta operación. Aparte de los refugiados en el Consulado de Honduras y de Vicente Rodríguez Casado, que se hallaba asilado en la Embajada de Noruega, sólo quedaban tres libres en Madrid. Y otros dos en Valencia, porque Chiqui estaba preso; Rafael Calvo Serer, enfermo en un pueblo de Alicante y Pedro Casciaro, en Torrevieja. Los demás, estaban escondidos o en zona nacional. De una forma u otra, todos fueron movilizados para la operación Residencia, desde el momento en que Isidoro hizo saber a los de Levante que también ellos habían de contribuir, por indicación del Padre, al éxito de la reclamación con sus pesquisas y gestiones. Valencia era ahora la residencia oficial del gobierno, desde que el Consejo de Ministros dejó Madrid al comienzo de noviembre de 1936, y punto en que acabarían las diligencias administrativas que ahora se traían entre manos.

Pedro Casciaro, que no atravesaba en esos días un período de optimismo, sino todo lo contrario, vio complicada su vida al recibir el encargo de alistar a su abuelo en la empresa de la reclamación. En efecto, como súbdito británico que era, a título de una aportación a FES hecha tiempo atrás, podía presentar una instancia ante la Embajada Británica demandando una indemnización |# 200|.

Desde un principio el Padre colocó a todos bajo el imperio de la urgencia y de las prisas, quedando enroscados los dos asuntos que consumían sus energías: la reclamación y la evacuación. Prisa. Hay prisa, para todo: para evacuarnos a nuestro país, y para hacer la reclamación |# 201|.

¿A qué conducía todo aquel derroche de vitalidad en un Estado en plena guerra, cuyos departamentos administrativos se habían trasladado precipitadamente a Valencia dejando en Madrid archivos y oficinas? ¿Qué éxito iba a tener la reclamación por un piso requisado y saqueado por los anarquistas de la C.N.T. y destruido luego por un proyectil? A cualquiera se le alcanzaba que los esfuerzos no prosperarían y que todo aquel caudal de tiempo y gestiones se iría consumiendo en balde.

Remotísima era la esperanza de éxito, y el Padre tenía el suficiente sentido común para verlo así: Se logre algo, o no se logre nada, ¡qué tranquilidad, para todos, haber hecho todo lo posible por defender el patrimonio del FES!, ¿no? |# 202|.

Por de pronto les va enseñando, a paso rápido, cómo sacar adelante y con perseverancia las cosas de Dios y de la Obra: Adelante con el asunto de la casa, a pesar de los baches y barrancos del camino. Puede suceder que el coche vuelque. Entonces, a ponerlo de nuevo sobre sus ruedas, a arreglar lo descompuesto, y a seguir andando como si tal cosa. Siempre contentos: con alegría y paz, que nunca, por nada, me debéis perder |# 203|.

En la adversidad aprenderían el orden y la diligencia, sin dejar las cosas para el cómodo mañana |# 204|: "¡Mañana, mañana!" Y os repito: "¡¡¡Hoy, ahora!!!" Mañana y después son palabras definitivamente abolidas, en nuestro léxico. ¿Estamos? |# 205|.

Un mes de actividad llevaban cuando urge a Isidoro, y con él a los demás a insistir en el asunto de la reclamación: sin impaciencia, pero con perseverancia: un gotear constante, sobre la roca de los obstáculos. ¿Me reciben bien? Bueno. ¿Me reciben mal? Mejor. Seguiré —la gota de agua— visitando con santa desvergüenza, a prueba de sofocones y de humillaciones y de sofiones y de ordinarieces (¡cuánta riqueza!), muy contento y con paz, hasta que se aburran —yo no me he de aburrir, debe ser vuestro propósito—, y acaben por recibirme con agasajo: como a un amigo..., o como a una calamidad inevitable [...]. ¡Si supiera hablar claro! Es una confidencia de Don Manuel |# 206|.

Esa "santa desvergüenza", armada de tozudez y dispuesta a recibir humillaciones, no era solamente una táctica humana sino un comportamiento que obedecía a una inspiración del Señor, a una confidencia de Don Manuel:

Hijos: ¿os habíais hecho la ilusión de que es posible andar sin vencer resistencia? Pues, claro, que siempre y en todo hemos de encontrar grandes dificultades unas veces, y otras, pequeñas dificultades. Por cierto que las primeras, de ordinario, se notan menos, porque enardecen: es en las segundas, que producen escozor a nuestra soberbia y nada más, donde Él nos espera. Sí: en esas antesalas; en esas incorrecciones; en aquel oír: "ese individuo"...; en la amabilidad de ayer, que hoy se vuelve descortesía |# 207|.

La energía interior del Padre, que difícilmente se dejaría encerrar en la costra de tedio que sofocaba a tantos refugiados, buscaba dar una nueva y superior dimensión a los esfuerzos, sacudiéndose de encima la ociosidad, para crear así tarea abundante a sus hijos, para despojarles de la soberbia, de la rutina y de las preocupaciones, y para hacer que pusieran en ejercicio las potencias del alma, agarrotadas por las circunstancias del momento. Quería infundirles el Padre moral de victoria y espíritu deportivo para vencer vallas y resistencias. Pero llegaban a puntos de estancamiento. No por falta de tenacidad sino por las barreras propias de la burocracia:

Es naturalísimo que cada uno vaya a su particular conveniencia. Así aprenderéis a vivir... y a ser tozudos. No tengamos la valentía del caracol, que, cuando tropiezan sus cuernos con un obstáculo, los esconde y se oculta enteramente en la cáscara de su egoísmo. Mejor, el empuje, la acometividad y la perseverancia del toro bravo: que hace cisco, con los medios de que cuenta, las vallas que se oponen a su avance. Y, a nosotros, es verdad que no nos faltan —ni nos faltarán— obstáculos y vallas, pero también es verdad que nos sobran medios..., si queremos emplearlos. ¿No? Pues, a ponerlos: los nuestros —¡bueno!— y, a la vez, los de Don Manuel. ¡Ah! Y siempre muy contentos |# 208|.

Aun cuando el Padre felicitara a Isidoro por haber encarrilado la reclamación por medio de la Embajada de la Argentina, la verdad es que se metió en un buen lío. A las tres semanas de gestiones, a pesar de las prisas con que le urgía el Padre y de la obediente docilidad de Isidoro, poco se había adelantado |# 209|.

Como ya había previsto un mes antes el Padre, necesitarían la ayuda de San Nicolás, intercesor ante Dios de los asuntos económicos de la Obra, para que los papeles no se perdieran en el laberinto de los recovecos administrativos de las oficinas del Estado, y aquello resultase una nueva versión del "cuento de la buena pipa..., que nunca se acaba". Don Nicolás tiene la palabra. Nosotros, erre que erre |# 210|.

Los temores de don Josemaría no andaban lejos de la verdad. Documentos y gestiones se estancaban, y San Nicolás de Bari —Dios sabrá por qué— se encariñó con el cuento de la buena pipa.

Y, por lo que hace a la reclamación de don Julio Casciaro, abuelo de Pedro Casciaro, el resultado no fue brillante. El punto débil de su condición de reclamante era, precisamente, su frágil ciudadanía. Tenía este buen señor setenta años de edad y carácter un tanto apático. Su pasaporte británico, expedido en Valencia el 21 de abril de 1937, con las firmas del Cónsul de esa ciudad y el vicecónsul provisional de Alicante, era válido solamente por seis meses, y no renovable en tanto el interesado no demostrase su nacionalidad británica con otros documentos. Baste decir, por no prolongar la historia, que el 9 de junio Isidoro enviaba a Pedro Casciaro todos los documentos anexos a un «escrito entablando reclamación contra el Estado español, por conducto de la Embajada inglesa, del valor de la casa número 16 de la calle de Ferraz de Madrid, y de todos los muebles, enseres, biblioteca, libros, equipo de laboratorio, cuadros, etc. que en ella existían». Entre tanto, se buscaba afanosamente la partida de nacimiento de don Julio en el archivo del Consulado de Cartagena, donde estaba inscrito, y también se consultaron libros y revolvieron papeles en el Consulado General de Valencia; en ambos sin éxito |# 211|.

En vista de que la operación de don Julio Casciaro parecía entrar en vía muerta, los de Madrid, espabilados por la experiencia de las últimas semanas, estaban ya ofreciendo a Isidoro otras iniciativas; a saber: con un socio suizo, con un boliviano que había pasado por la Residencia de Ferraz y con un paraguayo, compañero de Manolo Sainz de los Terreros |# 212|.