2. Los residentes de la calle Larra

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

A la falta de encargos en San Miguel siguió la capellanía del Patronato de Enfermos, que fue como pasar del hambre al hartazgo. El Patronato era sede central de las Damas Apostólicas y tenía aneja una iglesia pública. Durante el verano de 1927 el capellán fue, paulatinamente, entrando en la esfera de las actividades benéficas y apostólicas de aquella Institución, aun cuando, de momento, no eran obligaciones de su cargo:

«El Capellán del Patronato de Enfermos —explica una de las Damas— era el que cuidaba de los actos de culto de la Casa: decía Misa diariamente, hacía la Exposición del Santísimo y dirigía el rezo del Rosario. No tenía, por razón de su cargo, que ocuparse de atender la extraordinaria labor que se hacía desde el Patronato entre los pobres y enfermos —en general, con los necesitados— del Madrid de entonces. Sin embargo, D. Josemaría aprovechó la circunstancia de su nombramiento como Capellán, para darse generosamente, sacrificada y desinteresadamente a un ingente número de pobres y enfermos que se ponían al alcance de su corazón sacerdotal» |# 26|.

Don Josemaría vivía en la calle Larra, a pocos minutos del Patronato. Muy pronto, siguiendo el ejemplo de los jóvenes residentes, se fue encargando de pequeños arreglos y de multitud de gestiones en servicio de sus compañeros. A las pocas semanas de estar allí comenzaron las vacaciones de verano y algunos de los sacerdotes se ausentaron de Madrid. En el verano de 1927 quedaron pocos residentes estables, mientras que aparecían, con frecuencia, clérigos de paso por Madrid, que se detenían por breves días en la calle Larra. Uno de estos visitantes era don Joaquín María de Ayala, que pasó cuatro días en la residencia, del 15 al 19 de junio |# 27|. Cuando a finales de mes tuvo que pedir un favor a alguien en Madrid, pensó en la bondadosa disposición de servicio de aquel simpático sacerdote aragonés que había conocido en la calle Larra. Don Joaquín era Rector del seminario de Cuenca y, por su cargo y edad, clérigo de prestigio que podía, familiarmente, pedir un favor al joven sacerdote. Había sido antes canónigo doctoral y esto se echa de ver en la carta que, desde Alange (Badajoz) dirige a don Josemaría, con fecha 30 de junio. Empieza remontándose, con una inspirada invocación, a la omnipotente virtud de la bondad y a sus anchos horizontes, para descender luego del proemio de alabanzas a los "inconvenientes" de la virtud: «Uno es el abuso que de ella pueden hacer aquellos con quienes se ejercita. Y la prueba se la dará esta carta. Extremó V. su bondad conmigo cuando tuve el gusto de convivir con V. con ocasión del Congreso Franciscano, y voy a abusar de ella» |# 28|.

Hecho el introito, pasa a solicitar la recogida de una sotana que ha dejado en Madrid para que arreglasen el cuello, y cuyo paradero hay que averiguar. Y, puesto a demandar favores, ruega a don Josemaría que le compre unas piedrecillas de encendedor, que no puede adquirir en Cuenca. Cierra la carta con saludos a los residentes, «especialmente a los Benjamines, Sres. Plans y Pensado».

Nada se sabe de Plans y poco de don Antonio Pensado, que, con la amenaza del Obispo de Madrid a los talones, se volvió a Santiago de Compostela, desde donde escribió el 30 de julio a su amigo don Josemaría. En la carta le rogaba que dijese a doña Aurora —la encargada de la administración de la residencia—, que ya había hecho la recomendación solicitada. Se dirigía a él por tener la seguridad de que pasaría allí el verano: «Supongo que en esa casa —le escribe— estarás casi solo porque ya se habrán marchado los del veraneo, sin embargo los de paso habrán aumentado» |# 29|.

De la correspondencia del verano de 1927 se conserva una carta del padre Prudencio Cancer, del 19 de julio, en contestación a otra de don Josemaría. El joven sacerdote aprendió muy pronto a descansar exclusivamente en la ayuda divina y no en las recomendaciones humanas, incluidas las de los eclesiásticos. Por sus preguntas y conjeturas se adivina que el claretiano está lleno de curiosidad ante el discreto silencio de su antiguo protegido.

«Estaba ya inquieto por tu silencio —escribe—. ¿Cómo le irá por Madrid a ese pobre Curita que nada me dice? Las debe pasar negras, muy negras.

Tu carta última me tranquilizó algo, aunque [...] me parece que me ocultas mucho por no darme pesadumbre [...].

Creía que a estas horas ya habrías hallado algo más que la capellanía de la Pontificia, algunas lecciones a particulares o en algún centro docente..., alguna plaza de pasante con algún abogado de altura, algún suplemento ayudando en alguna parroquia o casa religiosa. Nada de esto me dices, ni de la acogida o relaciones con el Sr. Nuncio, ni de las gestiones del P. Ramonet, tan ducho, tan conocedor del mundo y tan bien relacionado, ni de tu situación con el Sr. Obispo diocesano, con ese Seminario, con tu Prelado de Zaragoza. ¿Has acaso dejado del todo la Pontificia para servir a Dª Luz Casanova? [...].

Yo creía que a estas horas ya tendrías alguna secretaría episcopal y alguna cátedra adjunta proporcionada por algún Ilmo. o Excmo. amigo del P. Ramonet. — A ver si nos vemos pronto» |# 30|.

Es evidente que el p. Cancer, con tantas suposiciones y palos de ciego, no sabía con certeza en qué estado se encontraba el capellán del Patronato de Enfermos.

En la correspondencia con los suyos, don Josemaría les informaba de las gestiones hechas en Madrid. Procuraba darles ánimos, pero todavía no había resuelto su situación como para pensar en el traslado de la familia a Madrid. Aun desde lejos dejaba ver un fondo de ternura; su hermano Santiago recuerda cómo le enviaba semanalmente las mismas revistas infantiles que antaño le compraba a él don José, cuando vivían en Barbastro |# 31|.

Desde mayo a finales de noviembre de 1927 se alojó en la residencia de Larra. Cortos meses, pero de tal intensidad que la memoria de su paso quedó bien impresa en dos de los sacerdotes, que por entonces componían el grupo de "los jóvenes": Avelino Gómez Ledo y Fidel Gómez Colomo. La convivencia con clérigos mayores o de edad avanzada, refiere don Avelino, exigía «una especial paciencia y comprensión en su trato, de las que daba ejemplo D. Josemaría» |# 32|. Y cuando éstos dos sacerdotes, con casi ochenta años a sus espaldas, evocan la imagen de su compañero de pensión, don Fidel lo define como «una persona cordial, diáfana, leal» |# 33|. Mientras don Avelino subraya, como muestra de su afecto humano y sentimientos sacerdotales, el recuerdo particular del día de su santo, —S. Andrés Avelino—, del que, por no ser muy popular en España, se desconoce comúnmente la fecha de su celebración; D. Josemaría era el único en felicitarle «cariñosa y sobrenaturalmente» |# 34|.

Desde el Patronato de Enfermos se llevaba la dirección de muchas obras de misericordia. Los residentes de Larra vivían al margen de ese apostolado, con excepción del joven capellán, que, al final del verano, andaba ya metido de cabeza en esas labores de beneficencia. Por lo que cuenta don Fidel, el capellán no hacía ostentación de ello, aunque con su simpatía y afán apostólico intentaba arrastrar consigo a otros clérigos en las visitas a pobres y enfermos de los barrios bajos. «Recuerdo que un día —dice un testigo de vista—, en uno de esos barrios, D. Josemaría cogió en brazos a un niño pequeño, sucio, incluso llagado, y le dio dos besos» |# 35|.

Celebraban misa los residentes a distintas horas y en distintos sitios por la mañana, y solían estar ocupados por la tarde en parroquias, capillas o en otras obligaciones. La única hora en que todos coincidían era la del almuerzo de mediodía. Después de comer pasaban un rato de sobremesa. En las tertulias se tocaban toda clase de temas, momentos que el joven sacerdote aragonés aprovechaba para meter inquietudes apostólicas en la conversación, o dar giros espectaculares a alguna noticia de la prensa.

En una de esas conversaciones, refiere don Fidel, «estábamos comentando algún acontecimiento que ahora no recuerdo, y me habló de la necesidad de hacer apostolado también con los intelectuales, porque, añadía, son como las cumbres con nieve: cuando ésta se deshace, baja el agua que hace fructificar los valles. No he olvidado nunca esta imagen, que tan bien refleja ese ideal suyo de llevar a Cristo a la cumbre de todas las actividades humanas» |# 36|.

Llamaba la atención de sus contertulios «la sinceridad con que hablaba, y, sobre todo, su jovialidad que no era en él sólo fruto de la edad —tenía entonces veinticinco años— sino la expresión de la alegría interior, de una vocación sacerdotal vivida con plenitud de sentido sobrenatural» |# 37|.

A pesar de las adversidades, el joven capellán no «las estaba pasando negras», como imaginaba el padre Cancer. Gozaba de un espléndido optimismo, que para él era como una segunda naturaleza, porque, como escribiría más tarde, se hallaba bajo el influjo de aquellas mociones, aquellos empujones de la gracia, aquel querer algo, que yo no sabía lo que era |# 38|. Seguía adelante, sin saber adónde se encaminaba, sin sentir demasiado el cansancio de la marcha. Y eran nueve años largos los que venía repitiendo el Domine, ut videam!