La libertad de las conciencias y las «iniciativas»

El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea

Llegados a este punto, quizá sea oportuno volver a lo expuesto en las líneas iniciales de estas páginas. Si esto —los hechos, la realidad— fue lo que pasó en los momentos primeros en que el Beato Josemaría comenzó a intentar poner en práctica lo que Dios le había hecho «ver» el 2 de octubre, ¿cómo se puede interpretar esta actividad? ¿Es posible formular alguna idea que permita valorar, en su conjunto, un tan decidido esfuerzo? No parece difícil —aunque sea de por sí cuestión compleja— dar una respuesta. La decisión de radical fidelidad de Escrivá de Balaguer, lo mismo que los tanteos inevitables de todo orden para encontrar la forma adecuada de llevar a la práctica lo que se le reclamaba —ambas cosas, tanto la una como la otra—, puede ser englobado bajo el concepto de que lo que hizo fue vivir la «libertad de las conciencias». La respuesta es lo suficientemente sencilla como para requerir una exposición relativamente pormenorizada de todo lo que entraña, para —en la medida de lo posible— facilitar su recta intelección y descartar las siempre amenazantes confusiones.

La libertad de las conciencias es cuestión evidentemente antigua, de raíz evangélica. Más aún: sin  ningún tipo de duda es lo que, a lo largo de los siglos, procuraron vivir las mujeres y hombres que, con decisión, se propusieron en sus vidas ser fieles a lo que Dios les pedía. Desde este punto de vista general y conceptual, la libertad de las conciencias no supone, en modo alguno, novedad. Dentro del mundo contemporáneo ha sido, sin embargo, donde por vez primera se ha intentado su exposición, detallando de manera precisa sus distintos componentes.

Posiblemente, el primero en emplear este concepto fue Pío XI, en las dos encíclicas — Non abbiamo bisogno y Dobbiamo intrattenerla —, ambas de 1931, con las que se enfrentó a las pretensiones abusivas del régimen fascista italiano, en relación con la formación de la juventud. De forma sucinta, es posible afirmar que el Papa se decidió por este concepto en función —al menos— de tres factores: su rechazo radical de la libertad de conciencia; la percepción de la insuficiencia de los planteamientos tradicionalistas al uso; y la obligada redefinición del concepto de libertad de las conciencias, en función de los problemas culturales de la época —en su caso, del totalitarismo fascista. Por todo ello, si el concepto es, en sí mismo, antiguo —pues se halla presente en los orígenes mismos del Cristianismo—, hay que procurar analizar lo que supone la libertad de las conciencias hoy, en plena crisis de la cultura de la Modernidad, ante la quiebra manifiesta de la libertad de conciencia o la quiebra similar de la oposición tradicionalista a que el hombre actúe con libertad personal responsable, comprometida en el ámbito social.

La conciencia es inevitable o gozosamente libre —como se prefiera, aunque no fuera malo optar por lo segundo—, porque es la conciencia de un ser —el hombre— cuya naturaleza posiblemente pueda decirse que no es otra cosa que libertad. Si nos fijamos —es preciso hacerlo— en lo que es la libertad, hay que decir —negativamente— que no es predeterminación forzada, como en el caso del instinto; sino que —en sentido positivo— es la posibilidad de autodeterminación: en su virtud, puedo llamar mío lo que hago con su ayuda, gracias a ella. Pero se ha de añadir de inmediato que la libertad no tiene calidad moral; es decir, la libertad es una potencialidad neutra de la que dispone el hombre, junto con el ángel: es decir, las criaturas en las que se hace presente lo espiritual. Si con la libertad se puede hacer lo peor o lo mejor —robar o dar limosna—, claro es que la actualización de dicha potencia no determina, por sí misma, en sentido bueno o malo. En consecuencia, la afirmación de que la conciencia del hombre es libre obliga a plantearse —aunque sea con brevedad— dos cuestiones previas: ¿qué es la conciencia? Y ¿qué es el ser —el hombre— cuya conciencia se dice que es libre? La conciencia es una función de la razón humana. En este sentido —y sin llegar, por el momento, a todo lo que entraña—, es posible que el concepto de «libertad de las conciencias» pudiera ser sustituido por el de «correcta utilización de la razón humana». Yo uso adecuadamente la razón cuando me esfuerzo, entre otras cosas, por conocer lo que soy en verdad. Y el hombre es criatura, ser creado, y —por eso mismo— dotado de una determinada estructura —lo que le hace ser hombre— con la que se encuentra en el momento de comenzar a ser. Soy de una manera determinada: comienzo a ser cuando tal estructura entra en acción; se pone, por así decir, en funcionamiento. El hombre es hombre —y no perro, árbol o mineral— porque dispone de una constitución determinada, ha sido hecho de una precisa manera. La razón humana —el hombre es animal racional, y no animal irracional o sentimental, o cualquier otra especificación arbitraria— permite conocer la constitución esencial o determinada del hombre. Una constitución que puedo aceptar.

Una constitución ante la que puedo rebelarme e incluso rechazarla —por lo mismo que mi naturaleza es libre o, más aún, es libertad—. Pero —al margen de la decisión que el hombre tome, en función de mil condicionantes que no son del caso— el hombre es como es, pues dispone de —o ha sido creado con— una naturaleza esencialmente invariable. Esto permite entender el fracaso reiterado a lo largo de la Historia de la pretensión de articular un hombre distinto al original. Las cuestiones a las que el hombre ha de hacer frente son siempre las mismas. Y también —en líneas generales— son las mismas las potencialidades de que puede echar mano para solventarlas.

La libertad me permite volcarme en la multiplicidad de opciones que ante mí se presentan, para elegir entre ellas la potencialidad cuya actualización juzgo adecuada, en la medida —por supuesto— que me facilite responder en nombre propio al requerimiento mayor que se me formula, que es volver libremente a una unión para siempre con Dios. No hay a este respecto una respuesta única; las respuestas culturales —de comportamiento, de conducta— son plurales. Acertaré en la medida en que sean acordes con lo que soy. Serán mis respuestas culturales mejores, de más calidad, si con ellas logro contestar con mayor precisión a lo que Dios me propone. Es precisamente en este ámbito —en el de la libertad de ejercicio o especificación de las soluciones culturales que me permitirán acertar— donde actúa la libertad de las conciencias cristianas.

La cuestión tiene —parece innecesario subrayarlo— una complejidad objetiva. Dios —que se toma completamente en serio lo creado por Él— parece empeñado en que, dado que el hombre es animal racional, utilice su razón. El hombre, por su parte, parece con alguna frecuencia empeñado igualmente en evitar la fatigosa y comprometida tarea de pensar. De ahí, algunas de las actitudes habituales —felizmente condenadas todas ellas por la Iglesia, en cuanto erróneas y, por tanto, contrarias a la dignidad del hombre—, como son el fideísmo y el tradicionalismo. Una y otra son respuestas culturales. Ambas, compatibles —de manera general— con la aceptación de que el hombre posee una constitución determinada, en función de la creación divina. La primera insiste en la inutilidad de la razón humana: la razón no sirve, es insuficiente; lo mejor es reducirse a creer 41 . El tradicionalismo elude el ejercicio de la razón humana y busca acogerse a lo que se ha hecho siempre. Al marginar la razón se muestra incapaz —entre otras muchas cosas— de precisar desde cuándo las cosas exigen esa abandonada adhesión y por qué la exigen 42 . Hay que añadir que si habitualmente se alude al fideísmo o al tradicionalismo de raíz religiosa, pueden —por analogía— darse fideístas o tradicionalistas plenamente secularizados. Y es que ambas posturas son, por a-racionales, profundamente sentimentales. Y el sentimiento, cuando no se encuentra bajo el dominio de la razón, es extremadamente lábil. La libertad de conciencia tiene un origen distinto. Se levanta, en definitiva, sobre la no plena comprensión del acto creador, o de su rechazo deliberado; en cualquier caso, sobre la negación de la acción providente divina. Para este modo de comportarse, un acto es válido si es libre. No hay más. Al rechazar la capacidad humana de conocer, y habida cuenta de que la libertad es capacidad a-moral, neutra, se pasa a actuar —libremente, por supuesto: el hombre no puede prescindir de la libertad— desde el sentimiento, la emotividad o el instinto. Sin olvidar que cabe un esfuerzo de racionalización del sentimiento, esto es, de aplicar a lo que son entitativamente decisiones sentimentales la capacidad ordenadora de la razón humana. A pesar de los pesares, los actos así producidos siguen siendo radicalmente sentimentales 43 .

Todo lo cual podrá seguir siendo compatible con el mejor buen deseo de acertar; con el logro, incluso, de resultados parciales válidos; etc. A la vez, el hombre se torna —para sí mismo— en misterio; en algo por entero incomprensible. Esta situación ha llevado —y, posiblemente, seguirá llevando— a intercambios notablemente penosos. Por ejemplo: cuando la insoportable tosquedad del fideísmo o del tradicionalismo impulsa a alguien a abandonarlos, no es obligado caer en la libertad de conciencia, como si ésta fuera la única solución posible. O bien, cuando hay hombres que, ante la imposibilidad de llegar a conocer nada con certeza, se convierten a la fe desde la libertad de conciencia, no parece necesario que se hundan en un fundamentalismo a-racional, como el fideísmo o el tradicionalismo.

Es, posiblemente, exacto decir que tanto el fideísmo y el tradicionalismo como la libertad de conciencia, no son sino meras soluciones humanas, tremendamente tergiversadoras, por lo mismo que intentan simplificar al máximo la cuestión, siempre difícil, del obrar del hombre. Muy al contrario de todas estas posturas —por desgracia, tan habituales— la libertad de las conciencias guarda relación íntima con lo que el hombre de verdad es. El ejercicio de la libertad de las conciencias permite la búsqueda de la respuesta más adecuada a lo que le reclama la fe objetiva; a lo que Dios espera y quiere que haga el hombre. Dentro de una realidad —en ningún caso hay que olvidarlo— que es, en sí misma, plural e inabarcable 44 . No ha de extrañar que sea preciso dar vueltas y más vueltas hasta alcanzar a formular la respuesta conveniente. Que resulte preciso conocer muchas cosas y pensar con algún detenimiento sobre ellas. Y, siempre, correr el riesgo de tener que volver a empezar.

Si para fideístas y tradicionalistas, la práctica de la libertad de las conciencias aparece inicialmente aceptable pues admiten con ella una determinada constitución del hombre, el desconcierto se presenta de forma inevitable: ¿por qué dan tantas vueltas a las cosas y no se limitan a hacer, junto con nosotros, estrechamente fundidos con nosotros, lo que nosotros ya hacemos? Juntos y unificados seríamos más eficaces...

En el caso de la libertad de conciencia sucede, comprensiblemente, lo contrario: no se niega —incluso, inicialmente, puede hasta producir admiración y elogio— la novedad que es posible elaborar a partir de la libertad de las conciencias. La sorpresa, cuando no el asombro y hasta el escándalo, se produce al advertir que los que viven la libertad de las conciencias siguen siendo profundamente creyentes. La libertad de las conciencias implica, de manera necesaria, el «ejercicio de tanteo y de aproximación» que se hizo patente en la vida del Beato Josemaría 45 , unido a la fidelidad más plena al encargo recibido. Lo cual supone el rechazo inevitable, no de ningún tipo de hombres, pero sí de los planteamientos doctrinales derivados del fideísmo, del tradicionalismo o de la libertad de conciencia, junto al respeto radical por las diversas soluciones que puedan darse a la decisión de vivir sin atenuantes la «llamada universal a la santidad» en medio del mundo 46 .  Por esta razón, resultó consustancial para el Opus Dei la búsqueda de las soluciones culturales necesarias y el compromiso personal con dichas determinaciones 47 , como medio único de llevarlas adelante, no en el puro orden de la teoría, sino en la praxis diaria. Esto implicaba obviamente riesgo. Pero la decisión de tomar «iniciativas» —que tan audazmente supo desplegar Josemaría Escrivá—, de buscar una vez y otra las concreciones más precisas posibles de la vida-de-fe, ha quedado como estilo y patrimonio del Opus Dei, como uno de los elementos más preciados de la herencia recibida.

Gonzalo Redondo