El Opus Dei, una «gran catequesis»

El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea

El Beato Josemaría se ha referido a la empresa a la que se sintió urgido por Dios, a partir del 2 de octubre de 1928, como una «gran catequesis»: una definición somera, exacta, repetida con frecuencia. Si habla de ella como de algo «grande », es posible que no se deba interpretar tal adjetivo en su equivalencia de grandiosa, asombrosa o algo similar, y sí como constante, prolongada, mantenida en el tiempo y en el espacio, incansable. De acuerdo con el significado de catequesis, se propuso —de acuerdo con lo que le había sido pedido— la exposición rigurosa de la plenitud de los contenidos de la fe en Dios, y la enseñanza de su vivencia gozosa, desde la libertad radical de las conciencias cristianas 34 . Algo —esto último— que sólo puede confundirse con la libertad de conciencia, a resultas del simple sonido mal identificado de las palabras, pues se trata, como de hecho se trata, de cuestión por entero distinta.

Con esta catequesis se trataría de ofrecer a todos la «razón de su esperanza» 35 —del Beato Josemaría y de las mujeres y los hombres que, tras él, se fueron integrando en el Opus Dei o participaron de sus apostolados—, y habría de descansar en la ayuda esencial de la gracia divina, la ejemplaridad personal y la doctrina, junto con las consecuencias culturales indispensables, esto es, la determinación de los elementos constitutivos de una vida-de-fe. A partir de aquel 2 de octubre, la tarea que se presentó ante Josemaría Escrivá de Balaguer fue poner en práctica, con la mayor precisión, lo que le había hecho «ver» Dios.

El Beato Josemaría era hombre de su tiempo y en su tiempo: difícilmente hubiera podido ser de otra manera. Las dificultades primeras se habrían de derivar, lógicamente, de las dos siguientes cuestiones: por un lado, las circunstancias precisas del momento histórico que vivía la Iglesia y agitaba al mundo, en España y fuera de España, aunque —es comprensible— la situación española, en todos los posibles órdenes, pesara de manera considerable en los momentos iniciales. Junto a ello, la novedad radical y, por paradoja, la extremada sencillez del encargo divino —una novedad no buscada deliberadamente por Escrivá de Balaguer, en virtud de su inteligencia o sensibilidad, sino querida directamente por Dios—, que —no puede extrañar— complicaron de forma considerable el desarrollo o puesta en práctica de lo que se le había dado a «ver» el 2 de octubre. Hay un tercer factor que, posiblemente, deba ser también tenido en cuenta: la absoluta falta de interés del Beato Josemaría por convertirse en Fundador de nada. Se explican, en este sentido, que al tiempo en que comenzaba a dar los primeros pasos para la realización de su tarea, buscara en los más diversos lugares la existencia de alguna institución que, quizá, pudiera servir a la puesta en práctica de lo que Dios le acababa de encomendar. Convencido de que nada existía que permitiera de forma íntegra la realización del encargo recibido, tuvo —por así decir— que resignarse a abrir un camino nuevo; a determinar las formas culturales, prácticas —una vida-de-fe—, que ayudaran a que todos los hombres tuvieran la percepción clara de la «llamada universal a la santidad». La concreción de esta llamada en los distintos hombres de todos los tiempos y circunstancias, por su mismo origen divino, sería lógicamente plural. El Opus Dei —en los primeros momentos ni siquiera se planteó que la empresa que Dios le había encomendado tuviera nombre específico— sería sencillamente un instrumento que hiciera presente a todos la divina convocatoria; una de las maneras religiosas —culturales, por tanto— en las que el hombre puede vivir su fe y, desde ella y a causa de ella, contribuir de manera decidida y consciente a la labor de la «gran catequesis».

Casi de inmediato comenzó a hacerse presente en la actividad de Josemaría Escrivá de Balaguer un doble fenómeno contradictorio: no tenía al alcance de su mano otras formulaciones que las tradicionalistas —las soluciones predominantes por aquellos años en la Iglesia, y desde mucho tiempo antes; pero esas formulaciones chocaban en su esencia con lo que el Opus Dei tenía que ser: una empresa de este tipo, dirigida a todos los hombres de todos los tiempos, no cabía en los márgenes estrechos —incluso, comprensiblemente estrechos— de las posturas culturales vigentes, por aquellas fechas, en la Iglesia de España —por supuesto— o de cualquier otra parte del mundo. A la vez, la misma entraña de lo «visto» el 2 de octubre parecía empujarle a hacer todo con la mayor normalidad, evitando en lo posible una conformación externa peculiar.

Es posible que, más que entrar en una descripción detallada de lo que fueron los primeros pasos del Opus Dei —y aunque más adelante pueda resultar obligada una leve alusión a ello—, sea más ilustrativo, para comprender las dificultades no pequeñas de aquellos años y el modo que el Beato Josemaría tuvo de resolverlas, atender a dos premisas esenciales a las que siempre ajustó, de manera invariable, su actividad. Ambas son de fácil exposición, por más que, con seguir dad, a nadie pasará inadvertido que su puesta en práctica no debió resultar en ningún momento sencilla. La primera puede formularse así: el Opus Dei era para la Iglesia. De otra forma: el fin del Opus Dei no era el Opus Dei en sí mismo, sino la Iglesia universal. Y una tercera versión de la misma postura básica: no se quería ningún tipo de privilegios. No se deseaba que el Opus Dei fuera visto como algo especial, pues era sencillamente impulso general para el común de los fieles hasta el fin de los tiempos; no —como ya ha quedado dicho más arriba— para renovar o innovar en la Iglesia, sino para brindar a todos los hijos de la Iglesia —tendencialmente, a todos los hombres— la plenitud evangélica. La radicalidad de esta primera vivencia pudo percibirse en las dos ocasiones en que, por unos instantes, Dios permitió que se obscureciera su visión. En ambos casos, la reacción de Escrivá de Balaguer fue la misma: si el Opus Dei no era para servir a la Iglesia, que Dios lo destruyera 36 .

Similar sencillez tiene la formulación de la segunda premisa. El Beato Josemaría se mantuvo siempre con enorme firmeza en que la misión o razón de ser del Opus Dei era la que era: no lo que hubiera podido ocurrírsele a él, atento —por ejemplo— a las necesidades de la Iglesia o del mundo, sino lo que Dios le había querido hacer «ver». La renovación en la raíz a la que el Opus Dei venía a servir fue compatible con la dificultad real de diseñar, de una vez, por todas y para siempre, los pasos distintos que hicieran posible el impulso de tal renovación.

Gonzalo Redondo