El progreso personal y el progreso social

El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea

Pero hay un aspecto más que depende también muy estrechamente del trabajo: puesto que el trabajo supone compromiso, el hombre progresa cuando lo procura hacer bien. Entre la multitud de opciones que ante el hombre se presentan, la elección adecuada trae consigo —de forma inevitable, cabría decir— el incremento o desarrollo, el despliegue de la personalidad del hombre que la pone en práctica. A sensu contrario podría decirse igualmente que tal progreso no se produce, si lo único que se intenta es un pretendido enriquecimiento individual —en el sentido que sea, no tan sólo económico. No parece que resulte difícil entender esto, pues —incluso si el hombre se equivoca en su elección— será también progreso la decisión posterior de enmendar su conducta y volver a empezar. Hay que añadir que —como ya es sabido— el progreso de la sociedad, tomada en su conjunto, se encuentra en dependencia íntima con el progreso personal de los hombres que la integran.

En este sentido no resulta extraña la prevención que, en los momentos actuales, muchos sienten ante la posibilidad del progreso: donde unos aseguran que sencillamente no parece que pueda volver a ser posible —si es que alguna vez se dio, si se puede hablar realmente de que se ha progresado...—, otros temen precisamente que se produzca, por las disfunciones a las que —así piensan— inevitablemente daría lugar. A unos tiempos —los siglos precedentes— en los que todos los problemas parecían desvanecerse ante la afirmación de que, a pesar de los pesares, el progreso habría de proseguir imparable, han sucedido actitudes de enorme recelo ante lo que el progreso pueda deparar. No es extraño que así haya sucedido.

Es una muestra más de que el progreso no puede hacerse descansar en la mera consecución de objetivos materiales, pues el único que realmente puede progresar es el hombre: sólo a la mejora de la calidad humana puede llamarse de verdad progreso. Lo demás, son meras consecuencias de interés relativo. Si es el concepto de hombre —en sus versiones racionalista o tradicionalista— el que ha entrado en crisis, al ser este concepto factor decisivo de la cultura de la Modernidad, esa misma crisis se ha abatido de forma inevitable sobre la ensoñación del progreso imparable.

Como las ideas tardan bastante en llegar a integrarse en la opinión común, no sorprende que, a la vez que este negro pesimismo respecto al progreso, sigan flotando en el ambiente formas viejas de entenderlo. El progreso es concepto equívoco que hay que intentar precisar de forma adecuada, si no se quiere que acabe por destrozar al hombre que tan ingenuamente lo considera todopoderoso. Un primer significado elemental es el simple progreso cronológico: el siglo XIX está más adelante que el XII; hoy estamos más allá de ese mismo siglo XIX, por el hecho sencillo de que acabamos de iniciar el siglo XXI. Una forma segunda de entender el progreso es en su exclusiva dimensión científica o técnica: hemos avanzado porque tenemos conocimientos más amplios y mejor fundados sobre lo que es la materia; o se ha logrado manejarla, utilizarla con resultados de mayor calidad.

Dos modos correctos de entender el progreso, que no presentan dificultad alguna. Pero que, sin embargo, pueden generar algún problema no pequeño cuando se mezclan, y de su fusión —y de un cambio de plano— se pretende sacar consecuencias no del todo exactas. Como el progreso científico y técnico —el conocimiento y utilización de la materia— han ido creciendo al compás del avance del tiempo, el hombre —que se asegura que no es más que materia 31 — podrá plantearse un crecimiento igualmente sin límites, gracias al simple paso del tiempo. Y, de forma similar a lo ocurrido con la materia, este progreso supondrá también nuevas normas, sin relación con las hasta el momento vigentes, de la misma manera que hoy a nadie se le ocurre utilizar un carromato, pudiendo viajar en avión. Este modo ingenuo de entender el progreso es precisamente el que ha entrado en crisis estrepitosa: las cosas no han salido como se pensaba. Y si se ha llegado, gracias a los avances de la física, a conocer con detalle considerablemente mayor que antes la energía nuclear, también se han producido y utilizado la bomba atómica o la de hidrógeno. El conocimiento acabado, o relativamente acabado, de la materia no supone garantía alguna de un progreso auténtico. Se comprende, aunque en modo alguno se compartan sus criterios, a los que defienden la vuelta a la sociedad preindustrial.

Para entender, sin embargo, todo lo que supone esta quiebra de la fe en el progreso hay que saber cómo entró en juego este concepto. Porque, aunque pueda hablarse razonablemente de que el hombre, desde sus orígenes, algo ha logrado avanzar, no siempre en la Historia tuvo el ideal del progreso la fuerza con que ha sido vivido en los siglos últimos. Esta idea o concepto del progreso, lo mismo que la realidad del Estado, es creación de la cultura de la Modernidad. Y puede decirse —por paradoja— que tiene un origen cristiano, aunque posiblemente se trate de una perversión, de una forma errada de entender una de las grandes aportaciones culturales del Cristianismo.

Durante siglos, en los tiempos anteriores a Jesucristo, la cuestión de un posible progreso del hombre no se planteó sino de forma extremadamente colateral y débil: el hombre era como era y así parecía que habría de seguir siendo siempre. Fue una de las consecuencias culturales mayores de la Redención —el hombre era libre y podía vivir y conducirse como ser libre— lo que induciría a que el panorama cambiase de forma notable. Si el hombre, mediante la Redención, había recuperado su libertad, era pensable que, gracias a ella, alcanzara a conocer la verdad y a ponerla en práctica. Tal fue —algo de esto ha quedado dicho más arriba— una de las grandes empresas de los tiempos medievales. Una gran empresa que acabaría por entenderse fallida, a pesar de los esfuerzos de Emperadores y Papas a lo largo de la Edad Media. Aunque es posible que, precisamente, bien pudiera deberse su fracaso a los esfuerzos de Emperadores y Papas por sofocar la vida libre del hombre y, en consecuencia, la vida libre de la sociedad.

La idea de imponer velis nolis el progreso —ya que los hombres libremente no parecían dispuestos a hacerlo— constituyó uno de los impulsos más decididos del Estado moderno 32 . La autoridad social legítima desembocó en actividad social ilegítima cuando el Estado se propuso conseguir lo hasta el momento —y en apariencia— no logrado. Para ello no vaciló en interferir con energía en la libre vida de la sociedad, asumiendo el papel de Providencia. Y las distintas formulaciones que recibió el progreso fueron modos distintos de entender, de manera secularizada, la acción de esa misma Providencia. Posiblemente no se alcanzó a percibir la perversión que —quizá con una buena voluntad que no hay por qué descartar— se introdujo en la vida personal y social. Porque la acción de la Providencia nunca prescinde de la colaboración humana, mientras que el Estado es siempre constitutivamente autoritario: la autoridad clásica, potenciada muy considerablemente por cuantos recursos sean necesarios para imponer sin matices precisamente dicha autoridad; para eliminar todo peligro de resistencia social 33 . La cuestión es, sin duda, larga y merecería un análisis más detallado, para el que, sin embargo, falta tiempo ahora y es más que dudoso que éste sea el lugar conveniente.

Baste en este sentido recordar que sólo puede darse un compromiso personal auténtico en la medida en que se rechaza la conciencia enteramente autónoma y el hombre se vuelca decidido en la acción social. Es el compromiso el que permite el progreso personal y se convierte así en motor del progreso de la sociedad entera.

Gonzalo Redondo