El objetivo del hacer humano

El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea

De manera evidentemente sintética, éstas son algunas de las reflexiones —de las ideaciones— sobre la situación cultural de la Iglesia y del mundo en torno a 1928 20 , cuando Josemaría Escrivá de Balaguer «vió» lo que Dios quiso mostrarle, a la vez que reclamaba de él la precisa cooperación para que todo aquello se llevara a la práctica. Es posible que, en esta perspectiva, se perciba algo más la transcendencia que tuvo la aparición de lo que, no mucho después, comenzaría a ser conocido como Opus Dei. En primer término, la «llamada universal a la santidad». La persona humana, individuo social, actuando en nombre propio y sin perder de vista el entorno en el que ha de hacerse presente, es convocada por Dios a que se comprometa con libertad para lograr la santidad, o la perfección, o la felicidad —conceptos todos ellos, de alguna manera, equivalentes. Una afirmación que, al menos, implica dos cosas. En primer término, que la convocatoria es divina, esto es, no derivada de una autonomía radical de la conciencia, uno de los elementos en crisis profunda en cuanto constitutivo de la cultura de la Modernidad. Las decisiones humanas no pueden tener su único origen en la conciencia autónoma, pues el hombre es criatura de Dios: creada por Él, a Él debe tender para conseguir lo máximo a que pueda aspirar —aquí y después. Y esto no como consecuencia de un vago y etéreo sentimentalismo religioso, sino como consecuencia de un conocimiento racional, radical y cierto 21 . En el mundo, en la vida, hay cosas que el hombre debe conocer, porque puede conocerlas.

Pero hay un segundo aspecto que igualmente se ha de procurar retener. Como acaba de indicarse, y frente al pesimismo profundo de parte considerable del pensamiento actual, al margen —muy al margen— de lo que pueda sentirse o dejarse de sentir —cuestión, habitualmente, de importancia escasa—, el hombre es capaz de aspirar no a cualquier cosa, sino a lo más alto. No significa esto, en modo alguno, desconocer la no pequeña capacidad que el hombre tiene de hacer francamente mal buena parte de las cosas excelentes que se propone. Dicho sea de paso, no hay que olvidar que el pasado siglo XX, que tantas asombrosas aportaciones ha deparado en el conocimiento científico y en sus aplicaciones técnicas, ha sido posiblemente uno de los siglos más crueles y sanguinarios —incluso, desde un punto de vista fríamente cuantitativo— entre los que la memoria humana alcanza a recordar.

A ese hombre, precisamente a ese hombre es al que Dios convoca a que sea santo, en la misma medida en que se esfuerce por percibir que su destino no es meramente material o terreno. Si, como más arriba ya se ha dicho, Dios es y sabe más, el mismo Dios hace presente al hombre que él —criatura redimida y elevada a la condición de hijo de Dios— también es considerablemente más de lo que se empeña en asegurar a partir de los dictados de una pretendida conciencia radicalmente autónoma 22 .

Una llamada a la santidad que —sin salir del plano de la cultura— no implica sólo la mera perfección individual; se trata de una llamada a la santidad que el hombre recibe, a la vez que se le recuerda la obligación —y, por supuesto, la posibilidad— de llevar a cabo una acción o actividad social. El fin del hombre, el objetivo del hacer o de la vida humanos no es el mismo hombre, sino Dios y los demás hombres por Dios. Ningún hombre puede prescindir de ser él mismo, un individuo irreductible e indestructible. Pero la condición de persona —innata igualmente en cada hombre— precisa de un desarrollo consciente, deliberado.

Llevando las cosas a su límite, podría decirse que nadie puede dejar de conducirse como individuo. Pero que la realización de la personalidad puede —en principio— quedar impedida u olvidada; no llevarse a cabo en plenitud: ésta es la tragedia del egoísmo. La vocación o sentido social que permite que el individuo culmine en persona, alcance la dignidad personal, es la misión apostólica a la que se convoca a todo cristiano mediante el Bautismo, que le proporciona la correspondiente ayuda de la Gracia.

Nada de lo apuntado —y algo parecido sucederá con lo que sigue— es fácil de conseguir; ni de logro inmediato. Si la cultura religiosa, la vida-de-fe, fuera tan sólo saber teórico, abstracto, bastaría una cierta atención para tener de ella un conocimiento, al menos, de tipo general. Pero la cultura es praxis, es eminentemente práctica. Y sólo puede decirse que se conocen verdaderamente los principios, en la medida en que se intenta ponerlos denodadamente en práctica. Lo demás es literatura, ensoñación o fantaseo. Pero —resulta evidente— una práctica sólo cabe aspirar a realizarla medio bien después de... mucha práctica. La experiencia, por lo demás, confirma que, con alguna frecuencia, cuando se comienza a tener algún dominio sobre la práctica cultural, el hombre que lo ha medio conseguido suele morirse. Con lo cual hay que estar empezando siempre. Es, a la vez, una buena muestra de la habitual inanidad de las soluciones estructurales; de la ingenuidad de pretender que un problema humano pueda considerarse resuelto en la medida en que se haya podido dictar, por ejemplo, una reglamentación u otra ordenación teórica de tipo similar. La formacion del hombre en lo que significa la vida-de-fe no termina nunca.

Analógicamente podría igualmente decirse que nunca termina la formación de una sociedad, integrada precisamente por hombres; que es ilusorio pensar que, por haber resuelto —o pensar que se han resuelto— determinadas cuestiones, los problemas de fondo, reales, hayan dejado de existir. Las nuevas generaciones se encargarán rápidamente de hacer patente la ingenuidad que sustenta una actitud de este tipo.

Gonzalo Redondo