Los elementos constitutivos de la cultura de la Modernidad

El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea

Estamos, como en tantas otras ocasiones, ante una realidad. En este caso, la historia de Europa —más adelante, también de América; y en tiempos más recientes, de casi todo el mundo— a partir del siglo V. Se ha intentado conocer y sintetizar esta realidad a través de multitud de ideaciones —unas más acertadas que otras, merced al mayor grado de los conocimientos acumulados, o las mejores atención o perspicacia volcadas en su análisis. Sin entrar a discutir la periodificación elaborada —aunque quizá tenga más de una grieta—, baste recordar que se suele dividir en dos o tres grandes tramos. Se suele aceptar sin discusión la denominación de Edad Media para el tramo primero, el que va precisamente desde el siglo V hasta el XV. Luego, las opiniones se dividen. Si para unos a la Edad Media sigue la Edad Moderna que, en torno a finales del XVIII —a partir de la Revolución francesa—, es sustituida por la Contemporánea, la historiografía anglosajona se resiste a tal periodificación y tiende a desconocer la existencia de la Edad Contemporánea: el final de la Edad Media abrió los tiempos modernos, en los que nos encontramos. No es lo expuesto una mera disputa de escuelas historiográficas. Va en ello toda una profunda concepción de la Historia de los hombres en la que, en estos momentos, no es posible detenerse.

Sin entrar en demasiadas profundidades, suele ser también admitido por todos —o casi todos— que los siglos medievales presencian una pugna continuada en torno a dos grandes cuestiones: ¿quién manda en el mundo? En el mundo europeo, se entiende. ¿La autoridad o la sociedad? ¿La autoridad civil o la autoridad religiosa? De forma muy sucinta, es posiblemente exacto afirmar que, en el siglo XV, la autoridad de los reyes logra dominar a la pujante —y quizá, por eso mismo, en más de una ocasión, caótica— vida social, en la medida en que alcanza a disponer del instrumento adecuado para asegurar este control: el Estado moderno. Muy poco después —a finales de aquel mismo siglo y comienzos del siguiente—, se da el paso segundo: la autoridad civil, que ha construido la estructura estatal, se impone sobre la autoridad religiosa 16 . Un proceso que culminará cuando —de maneras distintas, pero a partir de un fondo común— la Reforma luterana o el Cisma anglicano 17 , rompan la unidad religiosa en que hasta el momento ha vivido Europa, y atribuyan a los distintos príncipes la plenitud de la autoridad sobre la sociedad, merced al control sin trabas sobre la religión de sus pueblos respectivos. En paralelo con estos hechos —y como consecuencia de un complejo de acciones y reacciones— otros Estados europeos, sin romper en principio su unidad con Roma, consolidan de forma similar un Estado fuerte; lo que —para entendernos— cabe denominar Estado tradicional, por lo mismo que aspira a conservar lo que asegura —por más que pueda resultar harto dudoso...— que siempre ha existido. En definitiva —y salvo en el mundo anglosajón, reducido por aquellas fechas a Inglaterra— el siglo XVI presenta, con todos los matices diferenciales que se quieran, la irrupción del Estado moderno, que controla con firmeza una vida social que, en consecuencia, va tornándose más y más átona.

No sería difícil enumerar las muchas razones —comprensibles, por supuesto— que unos y otros esgrimieron en defensa de sus respectivas innovaciones. Dentro del mundo en que se asentó la Reforma luterana, con todas sus variantes posteriores, el reconocimiento de la pluralidad cultural —a partir del libre examen o de lo que, más adelante, sería conocido como libertad de conciencia— entrañó un pluralismo religioso, que buscó su punto de apoyo en la diversidad de los sentimientos.

Sería cuestión de interés determinar cuál fue en concreto el sentimiento dominante. Dejando de lado —no es momento adecuado 18 — esta cuestión, parece claro que se intentó, por paradoja, que fuera un sentimiento objetivo, ante el que todos hubieran de rendirse por su misma evidencia. En los Estados católicos, en los Estados tradicionalistas frente a la innovación introducida por la Reforma, la unidad religiosa fervientemente mantenida comportó el rechazo sin paliativos del pluralismo social o cultural. Si se deja de lado al mundo anglosajón —en sus presupuestos esenciales, y no en las concreciones posteriores que acabarían, en muchos casos, por ser considerablemente distintas—, los mundos mentales, de alguna forma paralelos, de la libertad de conciencia y del tradicionalismo 19 , acabarían por convertirse en el haz y el envés de la cultura de la Modernidad. Por eso, en los años inmediatamente siguientes al final de la Gran Guerra (1914-1918) la crisis de la cultura de la Modernidad afectó tanto a uno como a otro.

La obligada brevedad de estas páginas impide adentrarse en cómo fue la gestación —larga— de esta crisis. Podría incluso decirse que la crisis se inició en la misma época —siglo XVI— en que el Estado decidió bloquear la acción libre de la sociedad. Si se insiste en la fecha últimamente apuntada —final de la I Guerra Mundial— es tan sólo porque fue en ese momento cuando comenzó a tener una manifestación externa inequívoca, aunque no sería difícil rastrear los preliminares de esta crisis ya años antes —por ejemplo, en el tercio final del XIX. Pero hay que decir algo más sobre una crisis cultural: por ejemplo, que puede ser coetánea con el apuntar de soluciones que permitan —si se mantienen— dar salida a la aporía cultural que la crisis comporta. A la vez, que la agonía de una cultura puede prolongarse no ya durante años, sino —incluso— durante siglos, por más que sea perfectamente perceptible la crisis profunda que se ha abatido sobre la vida social. Frente al dogmatismo cultural —que es, en definitiva, lo que ha entrado en crisis— hay que recordar que la cultura es entitativamente plural. Y no sólo por el hecho de que pueda haber muchos hombres que no se enteren de lo que pasa, a los que, sin embargo, es preciso respetar. Sino también porque —como ya se ha indicado— la respuesta cultural cristiana es plural, por lo mismo que existirán tantas posibles orientaciones como personas entren en juego, con limpio afán de compromiso.

Gonzalo Redondo