7. Muerte de don José

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Con fecha de 27 de noviembre de 1924 recibió Josemaría un telegrama de su madre requiriendo su presencia en Logroño, pues el padre se hallaba gravemente enfermo. Tomó el tren de la tarde. En la estación de Logroño le esperaba Manuel Ceniceros, el ahijado del Sr. Garrigosa, que trabajaba como oficial en "La Gran Ciudad de Londres". Fue Manuel quien puso el telegrama, por encargo de doña Dolores |# 159|; y por el tono del telegrama y la urgencia con que le comunicó la noticia el Presidente del Seminario, mons. Miguel de los Santos Díaz Gómara, se enteró Josemaría del fallecimiento de su padre antes de salir de Zaragoza. Al entrar en casa vio el cadáver, ya piadosamente amortajado por la madre y la hermana. Descansaba en el suelo de la sala, sobre una colcha granate. Vació el hijo su pena con abundantes lágrimas; rezó con gran serenidad cristiana.

Le contaron lo sucedido. Por la mañana temprano, después del desayuno, estuvo don José jugando un rato con el pequeño Guitín. Se arrodilló un momento ante la imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa, de la que era muy devoto, y que la santera había traído, siguiendo el turno, a casa de los Escrivá. Se despidió para ir a la tienda, pero antes de llegar a la puerta le cogió un desmayo. Al sentirse mal dio un grito; se apoyó en la jamba de la puerta y cayó desplomado. Al ruido de la caída vinieron Carmen y doña Dolores. Le echaron en la cama y, dándose cuenta de lo grave de su estado, avisaron enseguida al médico y al párroco. Nada pudo hacer el médico. Dos horas más tarde, habiendo recibido los últimos sacramentos, moría sin volver en sí |# 160|.

Esa mañana, a las nueve, se abría al público "La Gran Ciudad de Londres". Los dependientes estaban sorprendidos de que no hubiera llegado aún don José. Era insólito el retraso de un hombre de puntualidad matemática. El patrón, a impulsos de una corazonada, envió a Manuel a casa de los Escrivá, en la calle Sagasta, para que se enterase de si había ocurrido algo. Poco después moría don José |# 161|.

Con el corazón partido de dolor confortó Josemaría a los suyos. Al pequeño Santiago, que iba camino de los seis años de edad, se le quedó muy grabado el gesto de su hermano cuando, ante el cadáver, prometió hacer las veces de padre para con ellos. («Delante de mi madre, hermana y de mí dijo —son las palabras que recuerda— que no nos abandonaría nunca y cuidaría de nosotros») |# 162|.

Inmediatamente se encargó de los preparativos de entierro y funerales: ataúd, exequias, sepultura y otros gastos mortuorios. Pero la familia no disponía de ahorros suficientes. En tan amargo trance, Josemaría tuvo que acudir a don Daniel Alfaro, un capellán castrense conocido de la familia. Le quedó reconocido para siempre por su caritativo préstamo. Pronto le devolvió el dinero, pero nunca dejó de encomendarle, por gratitud, en las misas que celebró; por unos años, en el memento de vivos y, más tarde, en el de difuntos |# 163|.

Velaron el cadáver toda la noche. Allí estaban las amistades de Logroño y los conocidos de don José. Faltaban los parientes.

Al día siguiente fue el entierro. Antes de cerrar la caja, retiró Josemaría el crucifijo que tenía entre sus manos el difunto: una cruz pobre y gastada, que había pasado antes por las manos de la abuela Constancia |# 164|.

La comitiva atravesó el puente, camino del cementerio. Josemaría iba delante, solo, separado del séquito, como único pariente del muerto. En casa habían quedado la madre y la hermana, pues no era costumbre que las mujeres de la familia fuesen en los entierros. Junto a la tumba se rezó el último responso; y, a continuación, don Daniel Alfaro, a petición de Josemaría, rezó otro más.

Bajaron la caja a la fosa. Echó el hijo el primer puñado de tierra. El sepulturero le entregó la llave con que habían cerrado el ataúd. Regresaron a Logroño y, en el camino de vuelta, al cruzar el puente sobre el Ebro, el huérfano meditaba su desamparo. Echó mano al bolsillo y sacó la llave del ataúd. Con decisión, como arrancándose de lo que podría representar un simbólico apegamiento, contrario a su vocación, tiró la llave al río. ¿Para qué quiero —se decía para sus adentros— conservar esta llave, que puede ser para mí como una ligadura? |# 165|.

Siguieron días de luto e intimidad familiar. Casualmente, el primero de diciembre se hizo el empadronamiento municipal del vecindario. Tal vez no haya documento más sencillamente elocuente del cambio sufrido en el domicilio de los Escrivá que la firma de la hoja del empadronamiento por "el cabeza de familia": «Dolores Albás, Viuda de Escrivá» |# 166|.

Aunque oficialmente apareciese la viuda como cabeza de familia, fue el hijo mayor quien se hizo cargo de todos, decidiendo que, pasadas unas semanas, cuando consiguiera alquilar una casa en Zaragoza, se irían a vivir con él. De la noche a la mañana le cayó al joven seminarista la pesada carga de tener que sostener económicamente a la familia. Las esperanzas puestas en el hermano pequeño, cuya existencia había pedido al Señor para que le reemplazase, porque él pensaba hacerse sacerdote, se habían venido abajo. Ahora tendría que hacer de padre, más que de hermano mayor de Santiago |# 167|.

Examinó su situación. Era subdiácono y, como tal, atado por unos compromisos adquiridos para con la Iglesia, entre ellos el dedicarse en celibato al servicio de Dios. Así y todo, le era factible conseguir una dispensa del celibato. ¿Quién iba a extrañarse de ello en vista de sus nuevas obligaciones? Sin embargo, a pesar de la reciente desgracia, se sintió interiormente fortalecido, como más confirmado aún en su vocación. Su confianza ilimitada en la Providencia daba por enteramente resuelto el problema. Si la muerte del padre hubiera sucedido antes del subdiaconado, ¿no se habría planteado tal vez la duda de si seguir o no hasta el sacerdocio? |# 168|.

Ahora, en contrapartida a esta nueva desgracia familiar, se le mostraba con mayor transparencia el sentido de su vida y la mano de Dios, que le acompañaba a través del sufrimiento. Por la vía del dolor se le despojaba de afectos humanos, de recursos materiales y de cuanto pudiera significar un apoyo en el futuro. Ante sus ojos desfilaban las tres hermanitas muertas en Barbastro, la quiebra del negocio de su padre, las estrecheces económicas, y la familia huérfana a su cargo. Todo ello formaba parte de la historia de su alma, que el Señor estaba forjando a golpe de desdichas en el contorno familiar:

Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para darme a mí, que era el clavo —perdón, Señor—, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna |# 169|.

Don José murió consumido por el trabajo y las preocupaciones; de él aprendió el hijo algo que nunca olvidaría:

Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera a quedar aplastado entre dos planchas de hierro.

Con esas lecciones y la gracia del Señor, quizá haya yo perdido en alguna ocasión la serenidad, pero pocas veces [...].

Mi padre murió agotado. Tenía una sonrisa en los labios y una simpatía particular |# 170|.

Reconocía el papel desempeñado por sus padres dentro de los planes divinos, y la ejemplaridad de sus virtudes. La figura de don José —paciente y sereno ante la adversidad, olvidado de sí mismo en servicio del prójimo— creció santamente en la memoria del hijo, envuelta en algo más que el cariño filial:

¡Logroño! —escribía en carta del 9-V-1938—. Recuerdos muy íntimos: en aquel camposanto están los restos de mi padre, que para mí —por muchas razones— son reliquias: confío en rescatarlos algún día |# 171|.