5. Un incidente en la catedral

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Empujado por sus gustos literarios, Josemaría empleaba el tiempo libre de clases o estudios en la lectura. Se le veía tomar notas de frases o pensamientos. Como Director tenía acceso a la biblioteca del Real Seminario de San Carlos, a la que fue «a parar aquella famosa librería que, con mucho dispendio e inteligencia, recogió en Roma el excelentísimo señor don Manuel de Roda, que después la aumentó en Madrid, siendo secretario de Estado de su majestad» |# 118|. Estaba, pues, como ratón dentro del queso, y no desaprovechó la oportunidad que se le brindaba al tener tantos y tan escogidos libros al alcance de la mano. Con lo cual se le despertó un estupendo apetito de cultura, nutrido por los clásicos de las letras y de la espiritualidad. Se acostaba robando horas al sueño. Por las noches veían los seminaristas, por debajo de la puerta del Inspector, la luz titilante e incierta de una vela, porque no todas las habitaciones del San Carlos tenían luz eléctrica |# 119|.

Gozó de un fecundo período de dos años de lecturas. Más adelante, Josemaría no dispuso ya de tanto tiempo ni de ocasión tan propicia para ese tipo de libros, salvo la necesidad que tuvo de consultar, a veces, los escritos de los clásicos. Leyó con profundidad a místicos y ascetas, estudiando las escondidas operaciones de la gracia. Y gustaba, muy particularmente, de las obras de Santa Teresa.

En junio de 1923 pasó las asignaturas del cuarto curso de Teología con la más alta calificación, completando así los estudios de licenciatura en esa Facultad Pontificia |# 120|. Era llegado el momento de comenzar su carrera civil, de acuerdo con lo previsto antes de salir del seminario de Logroño para acabar sus estudios en Zaragoza. El traslado llevaba implícito el permiso del Obispo de Calahorra-La Calzada para estudiar Leyes en Zaragoza, pues desde tiempos de León XIII correspondía a los obispos conceder o denegar a los clérigos la asistencia a Universidades laicas. Y, más recientemente, en 30 de abril de 1918, la Sagrada Congregación Consistorial había dictado normas para «precaver los grandes peligros que, como enseña una larga y triste experiencia, amenazan a la santidad de vida y pureza de doctrina de los sacerdotes que concurren a las mencionadas Universidades» |# 121|.

El cardenal Soldevila, que tenía plena confianza en la fidelidad de Josemaría a su vocación sacerdotal y en la firmeza de sus convicciones doctrinales, le había concedido el permiso necesario |# 122|. El claustro de Zaragoza, por otra parte, estaba muy lejos de ser nido de herejes.

Muy pronto, inesperada y trágicamente, desapareció el Cardenal. En la tarde del 4 de junio de 1923, yendo en coche a hacer una visita a las afueras de la capital, fue acribillado a tiros por unos anarquistas. El conductor y el familiar que le acompañaba resultaron heridos. Josemaría fue a velar el cadáver y a rezar por su alma. La noticia llenaba al día siguiente las primeras páginas de la prensa. Nunca se supo, sin embargo, ni el motivo ni la identidad de los asesinos. Durante casi dos años quedó sede vacante la archidiócesis de Zaragoza.

En el verano de 1923 Josemaría preparaba en Logroño dos asignaturas previas a las disciplinas jurídicas: "Lengua y Literatura españolas" y "Lógica fundamental". Por las mañanas se reunía con otro estudiante, José Luis Mena, y repasaban las materias, preguntándose mutuamente sobre temas de literatura |# 123|. A mediados de septiembre fueron a examinarse a Zaragoza.

Don Carlos, el arcediano, veía por entonces con frecuencia a su sobrino y gustaba de charlar con él. El amigo de Logroño recuerda sus amabilidades y cómo solía invitarles a su casa, a él y a Josemaría, para darles de merendar. «Don Carlos era —según cuenta— un sacerdote que imponía mucho. Hasta recuerdo que merendábamos chocolate español con azucarillos» |# 124|. (La verdad es que no se ve bien cuál pueda ser la secreta conexión entre el severo carácter del canónigo y el chocolate con azucarillos).

De acuerdo con su tío, Josemaría decidió matricularse en la Facultad de Derecho en enseñanza "no oficial", con la idea de poder asistir a las clases, pero sin estar obligado a seguir rigurosamente el curso. De este modo iría haciendo los estudios con cierta libertad, examinándose en junio o en las convocatorias extraordinarias de septiembre. Quienes dicen que "simultaneó" o "alternó" los estudios civiles con los eclesiásticos no se expresan con propiedad, puesto que los hizo consecutivamente, es decir, que emprendió la carrera de Leyes después de haber terminado el cuarto año de Teología. De forma que, mientras su curriculum eclesiástico refleja orden y continuidad, el expediente de su carrera civil tiene carácter discontinuo, fragmentario, como hecho bajo la presión del momento, en circunstancias difíciles de prever al iniciar la carrera.

Recomendado por su tío fue a consultar sobre sus estudios a don Carlos Sánchez del Río, a la sazón Secretario General de la Universidad, a quien hizo impresión desde el primer encuentro la "personalidad distinguida" del seminarista. También por mediación del arcediano, visitó al profesor de Derecho Natural, que lo recibió «con sorpresa y con agrado —confiesa—, por ver que un seminarista, ya avanzado en sus estudios del Seminario, pretendía simultanear los estudios civiles con los eclesiásticos, cosa ciertamente rara en aquel tiempo» |# 125|.

Entre las asignaturas elegidas ese primer año por Josemaría estaban el "Derecho Natural", de la que era profesor don Miguel Sancho Izquierdo; "Instituciones de Derecho Romano", asignatura que explicaba un sacerdote, don José Pou de Foxá; y las "Instituciones de Derecho Canónico", a cargo de don Juan Moneva y Puyol |# 126|. Constituían estos tres profesores un triunvirato de excepcional talla intelectual. Su influjo fue de gran importancia en el desarrollo de la personalidad de Josemaría y en la adquisición de una aguda mentalidad jurídica. Con ellos estableció pronto el alumno una amistad cordial y entera |# 127|.

Providencial fue también, para el cumplimiento de sus futuras tareas fundacionales, que durante el año 1923-1924 cursara Derecho Canónico, al mismo tiempo, en una Universidad civil y en otra eclesiástica. Ocupaban dichas cátedras dos profesores de mente tan destacada como don Juan Moneva y don Elías Ger Puyuelo. El primero era titular de esa asignatura en la Facultad de Derecho; el segundo, explicaba en el quinto curso de Sagrada Teología |# 128|.

A sus estupendos conocimientos unían ambos una singular propensión a la agudeza y a los dichos proverbiales. Don Elías, por ejemplo, adoptaba una inconfundible pedagogía que, debajo de lo pintoresco de las expresiones, denotaba una robusta prudencia sacerdotal. De él recordaba Josemaría algunos dichos, pletóricos de gracia y sentido común |# 129|.

Las ocurrencias de su colega no eran menos sagaces y atinadas. Don Juan Moneva se hacía, dentro y fuera de Zaragoza, "vox populi", aunque sus genialidades rayaban algunas veces en lo estrambótico. Don Juan bautizó al alumno con el apellido cariñoso de "el curilla" y siguió acordándose de él hasta la hora en que se despidió definitivamente de sus amistades. En efecto, don Josemaría recibió en sobre a él dirigido, de puño y letra del viejo profesor, la esquela de su defunción. Por lo visto, don Juan —genio y figura hasta la sepultura—, había preparado de su propia mano los sobres para las esquelas, encargando a los de su familia que los echasen luego a correos |# 130|. Del discurso del antiguo alumno en su doctorado honoris causa por Zaragoza, el 21 de octubre de 1960, son estas conmovedoras palabras, con eco de oración fúnebre: Quisiera evocar hoy, con afectuoso respeto, los nombres de tantos insignes juristas que fueron allí mis maestros; pero me permitiréis que al menos mencione el de uno de ellos, para cifrar en él el agradecido reconocimiento que a todos y a cada uno les debo: estoy hablando de don Juan Moneva y Puyol. Fue, de todos mis profesores de entonces, el que más de cerca traté y de este trato nació entre nosotros una amistad que se mantuvo viva, después, hasta su muerte. Don Juan me demostró en más de una ocasión un entrañable afecto y yo pude apreciar siempre todo el tesoro de recia piedad cristiana, de íntima rectitud de vida y de tan discreta como admirable caridad, que se ocultaba en él bajo la capa, para algunos engañosa, de su aguda ironía y de la jovial donosura de su ingenio. Para don Juan y para mis otros maestros, mi más emocionado recuerdo; que a él, y a cuantos como él pasaron ya de esta vida, les haya otorgado el Señor el premio de la eterna bienaventuranza |# 131|.

La amistad del Inspector del San Carlos con don Elías fue breve, pues éste falleció en noviembre de 1924. Sin embargo, jamás olvidaría una fabulilla que en octubre del año anterior, al comienzo del curso, les contó en clase don Elías: Érase un comerciante de canela. Compraba el producto en rama y, gracias a un molino de bolas, lo reducía a finísimo polvo. Un día el molino dejó de funcionar. Las bolas se habían desgastado y era preciso importar otras de Alemania. Pasó el tiempo. El repuesto no llegaba y la canela estaba por moler. Un amigo, viéndole triste, aconsejó al comerciante que se fuese a un torrente a buscar unos cantos rodados del tamaño de las bolas inservibles, que las encajase en el molino y que, durante varios días, las hiciese girar y girar sin echar aún la canela.

Así lo hizo y, al cabo de quince días, comprobó que los cantos, de tanto rozar y chocar unos con otros, se habían pulimentado, quedando tan lisos como las bolas de Alemania.

Hizo una breve pausa el profesor y, dirigiéndose a Josemaría, añadió:

Así trata Dios a los que quiere. ¿Me entiendes, Escrivá? |# 132|.

De aquí sacó Josemaría la moraleja de que Dios se sirve de los roces con el prójimo para ir puliendo las aristas de nuestro carácter. En los años que siguieron guardó absoluto silencio sobre el caso, a no ser una vaga referencia a «un disgusto muy gordo», siendo seminarista en Zaragoza |# 133|. Todo hace sospechar, si es que nos paramos a considerarlo, que la anécdota del molino de la canela oculta algo muy duro y doloroso. Uno de sus compañeros, Jesús López Bello, habla de «rumores de una lucha» sostenida con otro seminarista |# 134|. Y un alumno del Seminario Conciliar, que se adelanta a calificar el hecho como «suceso de poca importancia», cuenta que «otro seminarista, un hombre mayor, riojano, que tendría más de cuarenta años, y que, según decía, había sido secretario del Gobernador de Buenos Aires cuando vivía en Argentina, provocó a Josemaría y hubo un encuentro violento» |# 135|. Francisco Artal Ledesma, que esto refiere, conocía sin duda al riojano, pues agrega que «la repercusión del suceso fue debida a las características de los dos protagonistas». El seminarista riojano era impertinente y «capaz de sacar de quicio a cualquiera»; y Josemaría, «incapaz de una acción violenta, a pesar de su juventud».

El más cualificado testigo de visu fue el Rector, que en el libro "De vita et moribus", en la hoja correspondiente a Josemaría, describe someramente el hecho por él presenciado, y sus consecuencias:

«Tuvo una reyerta con D. Julio Cortés y se le impuso el correspondiente castigo, cuya aceptación y cumplimiento fue una gloria para él, por haber sido a mi juicio su adversario quien primero y más pegó, y profirió contra él palabras groseras e impropias de un clérigo, y a mi presencia le insultó en la Catedral de La Seo» |# 136|.

El disgusto de Josemaría es preciso medirlo de acuerdo con su sensibilidad, teniendo además en cuenta que era Director del San Carlos y estaba ordenado de Menores. La última vez que se había enzarzado a golpes fue en Barbastro, con "Patas puercas". Los insultos del riojano debieron sacarle de sus casillas. Reaccionó de palabra, y el otro pasó a las manos.

Aunque se defendió legítimamente, Josemaría había perdido la compostura, de palabra y de obra. Y, tan hondamente acusó el golpe, que perdió el sosiego espiritual y tuvo que abrir su alma por carta a don Gregorio Fernández, su antiguo director espiritual y Vicerrector del seminario de Logroño. Con fecha de 26 de octubre de 1923 le contesta don Gregorio:

«Siento en el alma tu choque con Julio, no tanto por él, que tiene muy poco que perder, como por ti: me hago cargo de que fue inevitable por tu parte, pero ojalá que nunca te hubieras hallado en el trance de defenderte con argumentos tan contundentes: conozco la nobleza de tus sentimientos y estoy seguro de que para estas fechas no abrigas en tu corazón el menor rastro de resentimiento [...]. No debes hablar del asunto con otro que con Dios» |# 137|.

Se aplicó el consejo y sepultó el asunto en su corazón. Sólo después de su muerte, al buscar entre sus papeles, aparecieron otros detalles que completan esta historia:

«Encontramos, entre algunos papeles —refiere monseñor Javier Echevarría—, una tarjeta de visita del seminarista que provocó el incidente en La Seo, en la que constaba también el lugar de trabajo, en un hospital de la Cruz Roja de una ciudad del sur de España. Aquel hombre había escrito pocas palabras debajo de su nombre, Julio Cortés: "Arrepentido y de la manera más sumisa e incondicional. Mea culpa"» |# 138|.