4. Unas pisadas en la nieve

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

La intervención divina en su existencia se había producido, hasta entonces, calladamente, y las duras lecciones recibidas habían sido sacadas de dolorosos acontecimientos familiares. Y ahora, Dios, como jugando y sin manifestarse de un modo patente, le salía al encuentro con unas pequeñeces que para una persona de espíritu indiferente carecerían de mayor trascendencia. En cambio, para un alma sencilla, atenta al roce de la gracia, esos minúsculos sucesos serían muestras tangibles de divino afecto. Así mantuvo el Señor despierta el alma del muchacho:

El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión... y a la penitencia |# 67|.

En casa de los Escrivá se rezaba el rosario diariamente; y no se habían interrumpido las tradicionales devociones de Barbastro. Frecuentaban la parroquia de Santiago el Real, cuyo párroco, don Hilario Loza, conocía bien a toda la familia. Allí acudía el muchacho a confesarse y comulgar, aunque los domingos y días festivos, durante el curso, oía misa en el colegio de San Antonio. Don José continuaba favoreciendo con sus limosnas a los pobres, sobre todo a una comunidad de Hijas de la Caridad, que de cuando en cuando dejaban en su casa una imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa, encerrada en una urna |# 68|. La pequeña estatua se encomendaba así, por turno, a la devoción de las familias.

Otra de las iglesias que solían visitar los Escrivá era la de Santa María de la Redonda. Al salir de su casa y llegar al cruce con la calle del Mercado, tirando a mano izquierda, se iba a dar a la plaza de la Constitución, donde se alzaba la iglesia, el más bello monumento de la ciudad. Su portada formaba una gran hornacina, cerrada en semicúpula entre las dos torres de los flancos. El nicho, como una gigantesca concha labrada en espléndido barroco, servía de dosel al penetrar en el templo.

Su párroco era don Antolín Oñate, muy buen amigo de don José y la máxima autoridad eclesiástica de la ciudad, porque era abad de la Colegiata de Santa María de la Redonda y arcipreste de las tres parroquias logroñesas |# 69|.

Logroño pertenecía a la vieja diócesis de Calahorra y la Calzada, pues no se había llevado a cabo la estructuración de territorios eclesiásticos prevista en el Concordato de 1851 entre el gobierno español y la Santa Sede. En virtud del Concordato, Logroño pasaría a ser cabeza de diócesis. Se resistieron a ello las autoridades eclesiásticas; y, por su parte, tampoco cedió el gobierno, de modo que se creó un largo período de vacante episcopal (de 1892 a 1927). La Santa Sede, pues, hubo de nombrar Administradores Apostólicos, con residencia en Calahorra. De 1911 a 1921 regía la diócesis don Juan Plaza García, Obispo titular de Hippo |# 70|. La clerecía logroñesa, prescindiendo de las parroquias, se componía de los canónigos y beneficiados de la Redonda, capellanes del hospital y del asilo, profesores del seminario y capellanes castrenses |# 71|. Entre las comunidades religiosas estaban los Hermanos Maristas, que llevaban el colegio de San José; los Jesuitas, que tenían a su cargo la iglesia de San Bartolomé; y varias comunidades femeninas: Carmelitas descalzas, Agustinas, Religiosas de la Madre de Dios, Hijas de la Caridad, Adoratrices, Siervas de Jesús...

Tal era la situación en el otoño de 1917, antes de que las Carmelitas descalzas hubieran aprobado, por acta capitular del 23 de octubre, la venida de dos padres carmelitas para atender el convento |# 72|. El primero de ellos, el padre Juan Vicente de Jesús María, se presentó en Logroño el 11 de diciembre; y, a los pocos días, el padre José Miguel de la Virgen del Carmen, que, junto con el hermano Pantaleón, constituían la comunidad encargada de la iglesia del convento. El acto inaugural de sus servicios pastorales y litúrgicos se celebró el 19 de diciembre, en una función solemne. El tiempo no fue muy a propósito para dar brillantez a la ceremonia. Desde principios de mes las nubes venían descargando sobre Logroño aguas y nieves. Pero aunque el martes, 18 de diciembre, se derritió gran cantidad de nieve, el frío de esa noche congeló las aguas del deshielo. Los fieles que asistieron a la solemne inauguración de la nueva etapa de los carmelitas tuvieron que arriesgarse a resbalones y caídas. Les predicó el padre Juan Vicente, que «saludó emocionado a la ciudad y les ofreció los servicios espirituales de la nueva comunidad carmelitana» |# 73|.

Siguieron días muy crudos, de cielos revueltos e intensísimo frío en toda La Rioja. Desde el viernes 28 estuvo nevando sin interrupción; durante dos días cayeron copos menudos y compactos. Entró el Nuevo Año con temperaturas glaciales. Bajó el termómetro quince grados bajo cero. Se interrumpieron las comunicaciones. Cerraron los puestos del mercado. Y varias personas murieron de frío.

A partir del 3 de enero, los barrenderos de la brigada municipal, reforzada con un centenar de jornaleros contratados por el Ayuntamiento, se dedicaron durante varios días a quitar la nieve de las calles y aceras. El miércoles, 9 de enero, cumpleaños de Josemaría, habían terminado su trabajo, facilitado por las lluvias de la víspera. Pero volvieron los fríos y el temporal de nieves se prolongó otra semana |# 74|.

Entre tanto, el Señor se había adelantado al cumpleaños de Josemaría con una sorpresa que varió el curso de su vida. Una mañana de esas vacaciones navideñas vio en la calle las huellas que habían dejado en la nieve unos pies descalzos. Se paró a examinar con curiosidad la blanca impronta marcada por la pisada desnuda de un fraile y, conmovido en la raíz del alma, se preguntó: Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo? |# 75|.

Las pisadas en la nieve eran del padre José Miguel. Tomando, pues, aquella blanca ruta, el muchacho se fue al carmelita, en busca de dirección espiritual. Llevaba ya, metida muy dentro, "un inquietud divina", que renovó su interior con una vida de piedad más intensa, en la práctica de la oración, de la mortificación y de la comunión diaria |# 76|. Cuando apenas era yo adolescente —nos dirá— arrojó el Señor en mi corazón una semilla encendida en amor |# 77|.

Tan tajante cambio no fue más que el breve preludio a mayores exigencias por parte del Señor:

comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor [...]. Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección. Ya vendría lo que fuera... De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es de falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no sé nada... |# 78|.

Aquella ardiente semilla plantada en su corazón le quemaba por dentro, y al mismo tiempo le dejaba a oscuras. Con la luz de la gracia el Señor le hacía darse cuenta de su elección, pero no con claridad deslumbrante sino en penumbra, como entre tinieblas.

Pasaron unos tres meses. El p. José Miguel, ante las disposiciones de aquella alma, le sugirió que ingresara en la Orden del Carmen |# 79|. Llevó el muchacho la propuesta a su oración, y pidió luces al cielo para descubrir el velado contenido de la misteriosa llamada que resonaba dentro de su corazón.

Echando una mirada atrás, comprendió que, desde la mañana misma en que vio las huellas sobre la nieve, alguien le conducía directamente hacia el Amor |# 80|. El Señor le había ido preparando. El Señor había hecho nacer en su alma una "inquietud divina". De manera que, al encontrarse con las pisadas cuajadas en lo blanco, al descubrir que eran de un religioso, reconoció en ellas las huellas de Cristo y una invitación a seguirle. En este gesto mudo, impreso en la blancura, supo ver el muchacho una llamada. E inmediatamente, con el espíritu de generosidad que llevaba dentro de sí, se sintió impulsado a plantearse allí mismo, sin dejarlo para luego, el ofrecimiento de su persona.

Durante las semanas que siguieron hasta el día en que el carmelita le invitó a ingresar en su Orden, Josemaría había dado un fuerte viraje interior. ¿Cómo es posible que un hecho tan nimio le empujase a empeñar toda su voluntad en el deseo firme de ofrecer sus facultades al Señor, sin saber en detalle a qué se comprometía? La desproporción entre aquel delicado suceso, "aparentemente inocente", y la pronta y recia reacción del muchacho, refleja la calidad de su temperamento, vehemente y noble; y su gran capacidad de amor. Aquella alfombra de nieve pronto se convirtió en barrizal. Pero Josemaría continuaba firme en su determinación, sin echarse atrás ni variar la respuesta; perseverante. En esas cortas semanas, la generosidad a la gracia fue agrandando la herida de amor del adolescente.

Había entrado ya la primavera. Dentro de un par de meses, terminadas las clases, vendrían los exámenes y Josemaría sería bachiller. En tales circunstancias se vio obligado a decidirse. Pensó en las dificultades que una estricta vinculación religiosa supondría para cumplir los planes divinos que barruntaba. Si renunciaba a hacer una carrera civil y se metía a religioso, ¿le sería posible ayudar económicamente a sus padres? La vida conventual no le atraía, ni calmaba su secreta inquietud la idea de hacerse religioso. Además, el día que oyese la respuesta a ese algo que Dios le pedía y que bullía en su alma, ¿no tendría que encontrarse libre, sin ataduras? |# 81|. Tomó, pues una pronta resolución: hacerse sacerdote y estar así disponible para lo que viniere. Después comunicó la resolución al padre José Miguel y dejó la dirección espiritual del carmelita |# 82|.

¿Quién le iba a decir que todo arrancó del fortuito encuentro con las pisadas de unos frailes descalzos? Pero, no; el encuentro nada tenía de casual, como bien sabía Josemaría. Era un favor divino. Por eso, la entrega del muchacho había sido de total desprendimiento, sin pedir de antemano pruebas ni señales extraordinarias. Y enseguida comenzó a recibir un chaparrón de gracias que, en breve tiempo, pusieron su alma en condiciones de patente madurez, a juzgar por la propuesta que le hizo su director espiritual.

No era, sin embargo, el camino de los religiosos lo que Dios le pedía. Lo vio pronto y con claridad; y así se lo dijo al carmelita. Después, con una generosidad increíble, y con una fe gigantesca, no a remolque de la gracia sino, por decirlo de algún modo, sacando, aparentemente, la delantera al Señor, decidió hacerse sacerdote. Era un paso heroico, una respuesta extremosa, que nadie le había invitado expresamente a dar. Ni se escudó tampoco en el descubrimiento de que no se le llamaba a una vida conventual. Escogió el sacerdocio como base para alcanzar un ideal; como el medio más apropiado, en sus circunstancias personales, para identificarse con Cristo, en espera de una respuesta que barruntaba, pero que no veía. Al Señor tocaba ahora el nuevo envite, que el futuro sacerdote no podía adivinar. A partir de entonces, desde la oscuridad de su fe, como el ciego de Jericó, Josemaría clamaría al Señor con ansias de que le manifestase su Voluntad. Tenía el firme presentimiento de que se toparía con la aventura de su existencia.

Durante años, a partir del primero de mi vocación en Logroño —escribía en 1931—, tuve, por jaculatoria, siempre en mis labios: Domine, ut videam! Sin saber para qué, yo estaba persuadido de que Dios me quería para algo. Así estoy seguro de haberlo manifestado alguna o algunas veces a tía Cruz (Sor Mª de Jesús Crucificado) en cartas que le envié a su convento de Huesca. La primera vez que medité el pasaje de San Marcos del ciego a quien dio vista Jesús, cuando aquel contestó, al "qué quieres que te haga" de Cristo, "Rabboni, ut videam", se me quedó esta frase muy grabada. Y, a pesar de que muchos (como al ciego) me decían que callara [...], decía y escribía, sin saber por qué: ut videam!, Domine, ut videam! Y otras veces: ut sit! Que vea Señor, que vea. Que sea |# 83|.

Una vez afianzado en su decisión de abrazar el sacerdocio, fue a comunicárselo a su padre. El mismo nos cuenta la reacción de don José:

Y mi padre me respondió:

—Pero, hijo mío, ¿te das cuenta de que no vas a tener un cariño en la tierra, un cariño humano?

Mi padre se equivocaba. Se dio cuenta después.

—...No vas a tener una casa —¡se equivocaba!—; pero yo no me opondré.

Y se le saltaron dos lágrimas; es la única vez que he visto llorar a mi padre.

—No me opondré; además, te voy a presentar a una persona que te pueda orientar |# 84|.

En aquel instante cruzó su mente un pensamiento: ¿y las obligaciones de justicia para con sus padres? Por ser el único varón de la familia le correspondía sacarla adelante el día de mañana, que no estaba tan lejos, porque la edad de sus padres era un tanto avanzada y estaban trabajados por la vida; y doña Dolores hacía diez años que no había vuelto a tener hijos. En ese momento, sin pararse en consideraciones, Josemaría, con la confianza que da la mucha fe, y con la conciencia de haber entregado todo lo que el Señor le exigía, pidió que tuvieran sus padres un hijo varón, para que le sustituyera. Sin más, y dándolo por hecho, no volvió a preocuparse de esa petición |# 85|.

* * *

Era ya el mes de mayo. La noticia de que iba a hacerse sacerdote corría entre las amistades y conocidos. Don Antolín Oñate, el arcipreste, la acogió con alegría. Por deseo del padre, mantuvo una entrevista con el muchacho y pudo confirmar a don José la vocación de su hijo |# 86|. También se lo comunicó así don Albino Pajares, otro sacerdote al que Josemaría fue a consultar, por indicación de su padre |# 87|. A todos los conocidos de la familia les cogía de sorpresa la noticia: «sus padres —refiere Paula Royo— lo comentaron a los míos asombrados, pero en ningún momento le pusieron dificultades. No nos esperábamos que quisiera ser sacerdote» |# 88|.

Josemaría frecuentaba por entonces Santa María la Redonda, donde acudía a oír misa. Hacía prolongada oración y se confesaba con don Ciriaco Garrido, canónigo penitenciario de la Colegiata. Don Ciriaco era un sacerdote que andaba tan escaso de cuerpo como sobrado de virtudes. Don "Ciriaquito", como se le llamaba cariñosamente por su corta estatura, fue uno de los primeros que dieron calor a mi incipiente vocación, escribirá Josemaría |# 89|.

El 28 de mayo terminó sus exámenes. Era ya, por fin, bachiller. Despejada la temida cuestión del ingreso en Arquitectura, el padre aconsejó de nuevo al muchacho que hiciese la carrera de Leyes, compatible con los estudios eclesiásticos, aunque lo primero sería ver el modo de ingresar en el seminario |# 90|.