Jugador de basket: ¿vida a lo grande?

Año 2004. A falta de 16 segundos el entrenador se fijó en mí. Con 19 años estaba algo nervioso en la pista del Real Madrid ante Louis Bullock dirigiendo a los suyos y… yo mordiéndome las uñas.

Así que tomé aliento. Me desprendí de la sudadera. Salté a la pista. Allí recibí el balón al bordé de la línea. Una finta, y un pasillo de jugadores. Me voy al aro… y el pivot del Real Madrid… me cae encima. ¡Qué dolor, madre mía! Personal. Dos tiros libres. Y ahí van, camino del aro... Entran. Uf, al menos ya está dentro la pelotita. Te relajas y suena la bocina. Final del partido. Miras el marcador. ¡Vaya paliza nos han dado! Si me viera mi abuelo Enrique, que me llevaba a los pabellones, qué feliz sería…

Bien, al menos he superado mi primera participación como base del equipo del CB de Granada en Madrid y no sé si he cumplido el sueño de jugar en Primera división. “Esto es una nube, cuidado”. Así que recojo los bártulos y subo al autobús. El público, al pasar, nos mira de abajo arriba como si fuéramos importantes. La gente parece pensar: “vaya unos tipos altos... ¿viven siempre a lo grande?”

Pero no. Nuestra vida no es a lo grande. Se descubre en el bus, cuando intentamos meter nuestras piernas tan encogidas como mortales. Mis problemas son cotidianos. Incluso pocos en comparación con los pivots del equipo que, con 210 cm, encajan las piernas entre los sillones estrechos. La verdad es que mis 190 centímetros no son llamativos al lado de mis compañeros. 

Desde pequeño, algunos me conocen como el greñas. Por cierta timidez he tenido siempre el pelo largo y a mi madre le gusta así… y si a tu madre le gusta así ¿para qué cambiarle ese regalo diario?

De todas formas, compruebo que el pelo no es una manta contra el aire acondicionado del autocar, que entra por todas partes y que me hace sólo despertar y seguir pensando estas tonterías: “has jugado contra el Real Madrid, las chicas te adulan y hasta pareces un hombre famoso”. “Muy bien ¿y?” Claramente estoy en una sensación extraña, como la de aquel partido cuando era jugador cadete.

Recuerdo que había gran tensión en las gradas. Aquello era todo dramático. Imagínate el ambiente de un campo provincial con padres gritando, niños corriendo y el típico entrenador que se deja la vida de semana en semana. Emoción. Yo estaba en el banquillo y en el campo había un chico que defendía sin intensidad. Perdido por los nervios, grité harto de su indolencia: ¡pero qué tipo más malo! De la grada, saltó una chica: “¿cómo que malo? Ese chico no es nada malo… ¿Lo has mirado bien?”. Sorprendido, enmudecí sin saber qué decirle a la chica... pues nunca me han gustado las broncas. Así que escabullí mi cuerpo sobre la silla mientras el color rojo se adueñaba de mis mejillas. Había aprendido la lección. No juzgues las apariencias.

Después pasaron varios partidos. A los 14 años fui nombrado el jugador con mejor proyección de Granada y fui a recoger el premio. Estaba timidísimo… y contentísimo. También mis padres.  Al bajar del estrado apareció de nuevo aquella chica. “Vaya, vaya… ¿y a ti te han dado un premio? Puff, pues vaya...”. Conclusión. Dos cosas estaban claras: que estaba poniéndome rojo y que aquella chica... tenía carácter. 

Así que me enamoré. Lo reconozco, pero en el amor tampoco el pelo corté, pues si le gustaba a mi madre…  también le gustaba a Julia, aquella chica fuerte y dedidida. Ella también juega al baloncesto (por cierto, bastante mejor que yo). Desde entonces el basket nos unió y el noviazgo avanzó rápidamente, entre cambios de equipos, entrenamientos y partidos. También llegaron los estudios de empresariales o el viaje con amigos y Julia para recorrer los USA en coche.  Después, más horas de entrenamientos, ciudades, cansancio. “Tranquilízate Gonzalo. Tómate tu tiempo. Entrena sólo una vez al día y ve a la facultad. Esto es un largo camino y acabas de empezar”, me espetó el entrenador. “OK, mister”.

Por entonces, yo pensaba que las crisis deportivas eran personales, que uno debe fortalecerse sólo… pero ya la madre de Julia me había enseñado algo mientras enfermaba y moría de cáncer: uno vive para los demás en el dolor y en la alegría. No naces ni mueres solo.

“Pero ¿cómo es posible que la madre de mi novia aceptase el dolor de su situación diaria?”. Es algo que no encajaba y que me planteo frecuentemente. En la enfermedad, la madre de Julia vivía el Dios de las cosas pequeñas. Era su sonrisa, su cercanía afable. No sé. Es algo fácil y difícil de explicar… Algo que es propio de las personas que desean vivir el espíritu cristiano en el Opus Dei. Y para mí, Dios, estaba sólo en la Misa del domingo y en mis grandes momentos: para que entrara la bola en la canasta, para que ganáramos el partido, para que... Y allí, en medio de aquella casa, junto a mi futura suegra encamada descubrí que, aunque seas grande y alto, Dios está contigo porque eres un hijo pequeño y necesitado.

Por eso, hoy, que también soy del Opus Dei, estoy intentando vivir las orientaciones del entrenador en las cosas pequeñas, u otras tan importantes como buscar Misa diaria o haberme casado hace un mes… con esa chica de carácter.

De momento, con 24 años, no necesito tatuajes, aunque mis zapatillas lleven serigrafriadas la expresión “Everything to you” (Todo para ti). Ojo, que ya la llevaba antes de estar casado, ¿eh?  pero lo cierto es que una expresión que me sirve para explicar a mis compañeros que jugamos otro partido más importante: el mundial de la Vida futura.

En fin, sé que la vida es sinuosa… pero ahí tengo a un Dios que se hizo hombre hace 2000 años. De momento, disfruto tanto de su compañía como de las tertulias y pachangas del equipo, de la música rap, o del hip hop del bus. Poco más. ¡Ah! desde que soy de la Obra salgo al campo buscando un ángel de la guarda sentado en la grada, con los pies cruzados y con una pancarta que dice: “sigue disfrutando del partido, disfruta de la vida. Tu abuelo Enrique… que está con Dios.”