Sacerdote para la Santa Misa

"Sacerdote para la eternidad" es una homilía pronunciada por San Josemaría Escrivá el 13.IV.73, Viernes de Pasión, antigua conmemoración de los Siete Dolores de la Santísima Virgen María.

Conviene recordar, con machacona insistencia, que todos los sacerdotes, seamos pecadores o sean santos, cuando celebramos la Santa Misa no somos nosotros. Somos Cristo, que renueva en el Altar su divino Sacrificio del Calvario. La obra de nuestra Redención se cumple de continuo en el misterio del Sacrificio Eucarístico, en el que los sacerdotes ejercen su principal ministerio, y por eso se recomienda encarecidamente su celebración diaria, que, aunque los fieles no puedan estar presentes, es un acto de Cristo y de la Iglesia (Cfr. Ibidem).

Enseña el Concilio de Trento que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció El mismo cruentamente en el altar de la Cruz... Una sola y la misma es, en efecto, la Víctima; y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció en la Cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse (Concilio de Trento, Doctrina acerca del Santísimo Sacrificio de la Misa (Denzinger–Schön. 1743 (940)).

La asistencia o la falta de asistencia de fieles a la Santa Misa no altera para nada esta verdad de fe. Cuando celebro rodeado de pueblo, me encuentro muy a gusto sin necesidad de considerarme presidente de ninguna asamblea. Soy, por un lado, un fiel como los demás; pero soy, sobre todo, ¡Cristo en el Altar! Renuevo incruentamente el divino Sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi representando realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis manos, mi pobre corazón, tantas veces manchado, que quiero que El purifique.

Cuando celebro la Santa Misa con la sola participación del que me ayuda, también hay allí pueblo. Siento junto a mí a todos los católicos, a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presentes todas las criaturas de Dios –la tierra y el cielo y el mar, y los animales y las plantas–, dando gloria al Señor la Creación entera.

Y especialmente, diré con palabras del Concilio Vaticano II, nos unimos en sumo grado al culto de la Iglesia celestial, comunicando y venerando sobre todo la memoria de la gloriosa siempre Virgen María, de San José, de los santos Apóstoles y mártires y de todos los santos (Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen Gentium n. 50).

Yo pido a todos los cristianos que recen mucho por nosotros los sacerdotes, para que sepamos realizar santamente el Santo Sacrificio. Les ruego que muestren un amor tan delicado por la Santa Misa, que nos empuje a los sacerdotes a celebrarla con dignidad –con elegancia– humana y sobrenatural: con limpieza en los ornamentos y en los objetos destinados al culto, con devoción, sin prisas.

¿Por qué prisa? ¿La tienen acaso los enamorados, para despedirse? Parece que se van y no se van; vuelven una y otra vez, repiten palabras corrientes como si las acabasen de descubrir... No os importe llevar los ejemplos del amor humano noble y limpio, a las cosas de Dios. Si amamos al Señor con este corazón de carne –no poseemos otro–, no habrá prisa por terminar ese encuentro, esa cita amorosa con El.

Algunos van con calma, y no les importa prolongar hasta el cansancio lecturas, avisos, anuncios. Pero, al llegar al momento principal de la Santa Misa, el Sacrificio propiamente dicho, se precipitan, contribuyendo así a que los demás fieles no adoren con piedad a Cristo, Sacerdote y Víctima; ni aprendan después a darle gracias –con pausa, sin atropellos–, por haber querido venir de nuevo entre nosotros.

Todos los afectos y las necesidades del corazón del cristiano encuentran, en la Santa Misa, el mejor cauce: el que, por Cristo, llega al Padre, en el Espíritu Santo. El sacerdote debe poner especial empeño en que todos lo sepan y lo vivan. No hay actividad alguna que pueda anteponerse, ordinariamente, a esta de enseñar y hacer amar y venerar a la Sagrada Eucaristía.

El sacerdote ejerce dos actos: uno, principal, sobre el Cuerpo de Cristo verdadero; otro, secundario, sobre el Cuerpo Místico de Cristo. El segundo acto o ministerio depende del primero, pero no al revés (Santo Tomás, S. Th. Supl. q. 36, a. 2, ad 1).

Por eso lo mejor del ministerio sacerdotal es procurar que todos los católicos se acerquen al Santo Sacrificio siempre con más pureza, humildad y veneración. Si el sacerdote se esfuerza en esta tarea, no quedará defraudado, ni defraudará las conciencias de sus hermanos cristianos.

En la Santa Misa adoramos, cumpliendo amorosamente el primer deber de la criatura para su Creador: adorarás al Señor, Dios tuyo, y a El sólo servirás (Dt VI, 13; Mt IV, 10). No adoración fría, exterior, de siervo: sino íntima estimación y acatamiento, que es amor entrañable de hijo.

En la Santa Misa encontramos la oportunidad perfecta para expiar por nuestros pecados, y por los de todos los hombres: para poder decir, con San Pablo, que estamos cumpliendo en nuestra carne lo que resta que padecer a Cristo (Cfr. Col I, 24). Nadie marcha solo en el mundo, ninguno ha de considerarse libre de una parte de culpa en el mal que se comete sobre la tierra, consecuencia del pecado original y también de la suma de muchos pecados personales. Amemos el sacrificio, busquemos la expiación. ¿Cómo? Uniéndonos en la Santa Misa a Cristo, Sacerdote y Víctima: siempre será El quien cargue con el peso imponente de las infidelidades de las criaturas, de las tuyas y de las mías.

El Sacrificio del Calvario es una muestra infinita de la generosidad de Cristo. Nosotros –cada uno– somos siempre muy interesados; pero a Dios Nuestro Señor no le importa que, en la Santa Misa, pongamos delante de El todas nuestras necesidades. ¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.

Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad. Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Santa Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario.

Acostumbrémonos a hablar con esta sinceridad al Señor, cuando baja, Víctima inocente, a las manos del sacerdote. La confianza en el auxilio del Señor nos dará esa delicadeza de alma, que se vierte siempre en obras de bien y de caridad, de comprensión, de entrañable ternura con los que sufren y con los que se comportan artificialmente fingiendo una satisfacción hueca, tan falsa, que pronto se les convierte en tristeza.

Agradezcamos, finalmente, todo lo que Dios Nuestro Señor nos concede, por el hecho maravilloso de que se nos entregue El mismo. ¡Que venga a nuestro pecho el Verbo encarnado!... ¡Que se encierre, en nuestra pequeñez, el que ha creado cielos y tierra!... La Virgen María fue concebida inmaculada para albergar en su seno a Cristo. Si la acción de la gracia ha de ser proporcional a la diferencia entre el don y los méritos, ¿no deberíamos convertir todo nuestro día en una Eucaristía continua? No os alejéis del templo apenas recibido el Santo Sacramento. ¿Tan importante es lo que os espera, que no podéis dedicar al Señor diez minutos para decirle gracias? No seamos mezquinos. Amor con amor se paga.