«Si el Hijo de Dios se hizo hombre y murió en una cruz, fue para que todos los hombres seamos una sola cosa con Él y con el Padre (Cfr. Jn 17, 22). Todos, por tanto, estamos llamados a formar parte de esta divina unidad. Con alma sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos nosotros estar con Jesús, entre Dios y los hombres»29. Si todos los cristianos, en virtud de la participación común en el sacerdocio de Cristo, pueden encontrar en la Misa «la raíz y el centro»30 de su vida espiritual, por ser la Misa la renovación del Sacrificio del Calvario, momento supremo de la acción sacerdotal de Cristo, donde nuestra Redención se consuma, se comprende bien que la celebración del Sacrificio eucarístico haya de ser «el centro y la raíz de toda la vida del Presbítero, de forma que el alma sacerdotal se esfuerza en reproducir en sí misma lo que se realiza en el ara del sacrificio»31.
Es de notar la insistencia que el Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros ha puesto en este punto, afirmando que «la obra de nuestra Redención se cumple de continuo en el misterio del Sacrificio eucarístico, en el que los sacerdotes realizan su principal ministerio; y por eso se recomienda encarecidamente su celebración diaria, la cual, aunque los fieles no puedan estar presentes en ella, es un acto de Cristo y de la Iglesia»32. Conviene insistir en que no se trata propiamente de una devoción particular yuxtapuesta a las obligaciones del ministerio sacerdotal, sino de vivir intensamente, con plenitud de participación personal, el servicio principal que el sacerdote presta a la Iglesia entera. «A esto se dirige y en esto culmina el ministerio de los Presbíteros. En efecto, su servicio, que empieza con la predicación evangélica, extrae su fuerza y su poder del Sacrificio de Cristo y se encamina a que la ciudad entera redimida, es decir, la congregación y sociedad de los santos, ofrezca a Dios un sacrificio universal por medio del Gran Sacerdote, que se ofreció a sí mismo por nosotros en la Pasión para que fuésemos el cuerpo de una tal Cabeza»33.
Además del rezo del Oficio divino, oración pública de la Iglesia, otros dos momentos en que la vida espiritual del sacerdote, plenamente entregada a su ministerio, ha de alcanzar una particular intensidad, con sobrenatural conciencia de lo que hace, son la predicación de la Palabra de Dios —«pues no nos predicamos a nosotros mismos»34— y el perdón de los pecados en el Sacramento de la Penitencia. Transcribo a continuación unas palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer que son particularmente significativas de esa vida espiritual del sacerdote que se traduce en ministerio pastoral: «los sacerdotes no tenemos derechos: a mí me gusta sentirme servidor de todos, y me enorgullece ese título. Tenemos deberes exclusivamente, y en esto está nuestro gozo: el deber de enseñar el catecismo a los niños y a los adultos, el deber de administrar los sacramentos, el de visitar a los enfermos y a los sanos; el deber de llevar a Cristo a los ricos y a los pobres, el de no dejar abandonado al Santísimo Sacramento, a Cristo realmente presente en el Sagrario, bajo la apariencia de pan; el deber de buen pastor de las almas, que cura a la oveja enferma y busca a la que se descarría, sin echar en cuenta las horas que se tenga que pasar en el confesonario»35.
Unos rasgos más de la espiritualidad del sacerdote. «El ministerio sacerdotal, por ser un ministerio de la misma Iglesia, no puede cumplirse sino en la comunión jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral urge a los Presbíteros a que, actuando en esta comunión, pongan su voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos mediante la obediencia, y reciban y ejecuten con fe lo que el Sumo Pontífice, su Obispo u otros superiores ordenen o aconsejen; gastándose y desgastándose a sí mismos en cualquier función que se les confíe, por humilde y pequeña que sea»36. Como cimiento de esa caridad que une y de esa obediencia viva que pone en comunión con Cristo, está la humildad profunda y sincera: consecuencia, por otra parte, de ver con espíritu de fe su propia misión y advertir que «la obra divina para cuyo cumplimiento han sido elegidos por el Espíritu Santo transciende todas las fuerzas humanas y la humana sabiduría»37.
Unión también —fraternidad en la común participación del único Sacerdocio de Jesucristo— con los demás sacerdotes, y sobre todo, con aquellos que forman parte de un mismo Presbyterium diocesano. Esta fraternidad se traducirá en una mutua ayuda para que cada uno pueda cumplir más eficazmente la tarea que le ha sido encomendada, y nadie se sienta solo en su ministerio y en la lucha por alcanzar la santidad.
Unión, finalmente, con todos los demás fieles, buscando servirles en todo momento, y servirles como sacerdote, que es lo que los demás fieles necesitan y esperan de él. Evitará, pues, el sacerdote, con extrema delicadeza, cualquier apariencia de clericalismo, de dominio material o espiritual. Orientará a cada uno al cumplimiento de lo que Dios le pide, sabiendo a la vez respetar sinceramente el ámbito legítimo de la libertad de todo laico en el desempeño de su misión en la Iglesia y en el mundo38.
«La continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos aconsejada por Cristo Señor, aceptada con gusto y practicada laudablemente por muchos fieles a lo largo de los tiempos y también en nuestros días, ha sido siempre muy estimada por la Iglesia, sobre todo para la vida sacerdotal. Es signo y al mismo tiempo estímulo de la caridad pastoral y fuente de fecundidad espiritual en el mundo»39. Una vez más se pone aquí de manifiesto la íntima unión y mutua necesidad de la vida espiritual del sacerdote con las exigencias del mejor cumplimiento de su ministerio.
El corazón del sacerdote ha de ser universal, abierto a todos, generoso, en una oblatividad continua —el sacerdote ha de estar en un servicio permanente— sin acepción de personas: «Si eres de Cristo —¡todo de Cristo!—, para todos tendrás —también de Cristo— fuego, luz y calor»40. La fortaleza, la constancia, la sinceridad, la lealtad, el amor a la libertad de todos con la consiguiente responsabilidad personal, un sentido profundo de la justicia en todos los órdenes —sin olvidar el control en el uso de la palabra: aborreciendo la murmuración en todas sus formas—, la prudencia, el optimismo, la laboriosidad... son otras tantas virtudes que el sacerdote ha de ejercitar continuamente para dar cumplimiento a su misión.
Aún se podrían seguir enumerando otras virtudes necesarias para la labor pastoral del sacerdote, mostrando siempre que no son un elemento añadido al trabajo propiamente sacerdotal, sino que brotan de él como exigencias propias, y quedan matizadas en su ejercicio por el carácter recibido en la ordenación y por la misión que la Iglesia le encomienda. Baste, sin embargo, referirnos a un aspecto en el que el Decreto Presbyterorum Ordinis se ha detenido también: el desprendimiento de los bienes terrenos, la templanza en su uso, el espíritu de pobreza41. «Despégate de los bienes del mundo. Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente. Si no, nunca serás apóstol»42.
Pero todo este ejercicio necesita un alimento continuo, que el sacerdote encontrará buscando la unión con Jesucristo en la Eucaristía y en la meditación de la Palabra de Dios, siendo alma eucarística y alma de oración; recibiendo él mismo con frecuencia el sacramento de la Penitencia; amando tierna y filialmente a la Virgen Santísima, Madre de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote; practicando generosamente la mortificación; viviendo con gusto los tiempos dedicados a retiro espiritual y apreciando la dirección espiritual personal43.
También alimentará su predicación con el estudio, teniendo en cuenta que «la ciencia del ministro sagrado debe ser sagrada, porque sagrada es la fuente de donde nace y sagrado el fin al que tiende»44; de modo que también su indispensable cultura humana se haga medio para su servicio pastoral.
Parece conveniente terminar estas líneas mencionando un tema de no poca trascendencia para la espiritualidad del sacerdote: las asociaciones sacerdotales, que tanto fruto han dado hasta ahora y que parecen llamadas a desempeñar en el futuro una función de gran importancia en la vida y en el ministerio de los sacerdotes seculares. De ellas dice el Concilio Vaticano II: «Han de ser tenidas en mucho y se deben promover diligentemente las asociaciones que, con estatutos reconocidos por la autoridad eclesiástica competente, fomentan la santidad de los sacerdotes en el ejercicio de su ministerio, a través de una ordenación de vida conveniente y la mutua ayuda fraterna»45.