Hay unas palabras de la oración sacerdotal de Jesucristo que resumen admirablemente la exigencia y la naturaleza de la espiritualidad del sacerdote: Pro eis ego sanctifico meipsum, ut sint et ipsi sanctificati in veritate —por ellos me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad 21. El modelo —y más: porque se trata de una imitación-incorporación— de esa espiritualidad no puede estar más que en Cristo, y en particular en aquella acción suprema del sacerdocio de Cristo, que es el Sacrificio de la Cruz, perpetuado en la Eucaristía22.
Una contraposición entre el ministerio sacerdotal y la vida espiritual del sacerdote es falsa, y solo puede proceder de no haber entendido rectamente una de las dos cosas, o las dos. Esa contraposición no se ha dado jamás en los sacerdotes santos, que han encontrado en el ejercicio del ministerio una exigencia de propia vida espiritual, y en esa vida espiritual un estímulo para el ministerio cultual y pastoral.
La vida espiritual personal del sacerdote —como señala el Decreto Presbyterorum Ordinis, ya en su mismo planteamiento de base— ha de tender a hacerla idónea, sobrenaturalmente proporcionada al ministerio23: y eso requiere, por lo menos, la misma atención ascética y el mismo empeño de piedad que necesita cualquier otro cristiano para el buen cumplimiento de su propia misión. El ministerio rectamente ejercido —por ejemplo, la Misa bien celebrada, los Sacramentos bien administrados, la Palabra de Dios bien predicada, la caridad pastoral delicadamente vivida, etc.— fomenta la vida interior; y la vida interior bien encauzada dispone para el mejor ejercicio del ministerio. Pero ni una ni otra cosa salen solas; las dos requieren atención, correspondencia a la gracia. Por eso la Iglesia ha aconsejado siempre a
los sacerdotes determinadas prácticas de piedad y determinados medios ascéticos24.
Precisamente el hecho de estar destinados —y consagrados— al ministerio sacerdotal, hace necesario tener también una sólida vida de piedad personal: algunas de esas prácticas están mandadas, otras aconsejadas, y muchas otras dejadas a la libre iniciativa de cada uno. «El sacerdote secular, dentro de los límites generales de la moral y de los deberes propios de su estado, puede disponer y decidir libremente —en forma individual o asociada— en todo lo que se refiere a su vida personal, espiritual, cultural, económica, etc. Cada uno es libre de formarse culturalmente con arreglo a sus propias preferencias o capacidades. Cada uno es libre de mantener las relaciones sociales que desee y puede ordenar su vida como mejor le parezca, siempre que cumpla debidamente las obligaciones de su ministerio. Cada uno es libre de disponer de sus bienes personales como estime más oportuno en conciencia. Con mayor razón, cada uno es libre de seguir en su vida espiritual y ascética y en sus actos de piedad aquellas mociones que el Espíritu Santo le sugiera, y elegir —entre los muchos medios que la Iglesia aconseja o permite— aquellos que le parezcan más oportunos según sus particulares circunstancias personales»25. Pero en tanto siga siendo sacerdote secular, todo este ámbito amplísimo de libertad ha de estar orientado a hacerle «vivir esa vocación con plenitud», ha de ayudarle a «buscar la perfección precisamente en el mismo ejercicio de sus obligaciones sacerdotales, como sacerdote diocesano»26.
En general, hay que decir que no es creíble que una intensa vida espiritual personal sea refractaria al culto, a la oración pública, a la administración de los sacramentos, a la atención pastoral. Cualquier espiritualidad que impidiese u obstaculizase a un fiel cristiano el cumplimiento de sus propios deberes de estado sería, para ese fiel cristiano, y en tanto siguiese teniendo esos deberes, una espiritualidad desordenada, inconveniente, contraria a la voluntad de Dios.
Por otra parte, y es algo que una experiencia de siglos ha probado y sigue probando con dolorosa continuidad, precisamente cuando la vida espiritual del sacerdote es deficiente, cuando falta la piedad personal, cuando no hay lucha ascética, lo primero que sufre —a veces de modo radical, y con consecuencias que trascienden con mucho la vida personal del sacerdote— es el ministerio mismo, el verdadero ministerio sacerdotal, su servicio al Pueblo de Dios como sacerdote, como ministro del Sacerdocio único de Cristo27.
Se trata de conseguir una íntima unión de los dos aspectos. «Esa unidad de vida no se puede conseguir solo con la organización externa de las labores ministeriales, ni solo con la práctica de ejercicios piadosos, aun cuando contribuyan a fomentarla; pero los Presbíteros pueden realizarla si en el cumplimiento de su tarea imitan a Cristo Señor, cuyo alimento era hacer la voluntad de Aquel que le envió para llevar a cabo su obra»28.