Consagración y misión sacerdotal

Capítulo del libro "Escritos sobre el sacerdocio", de D. Álvaro del Portillo (Palabra, 1990)

Parece aquí muy conveniente hacer una bre­ve exposición de las características esenciales del sacerdocio, para poder señalar después las líneas esenciales de una espiritualidad que sea conforme al carácter y a la misión sacerdotales.

El sacerdocio es fundamentalmente una configuración, una transformación sacramental y misteriosa del cristiano en Cristo Sumo y Eter­no Sacerdote, único Mediador. El sacerdote no es más cristiano que los demás fieles, pero es más sacerdote, e incluso lo es de un modo esen­cialmente distinto. «El sacerdocio de los Presbí­teros, si bien presupone los Sacramentos de la iniciación cristiana, se confiere mediante un Sa­cramento particular, por el que los Presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, son sellados con un carácter especial, y se configuran con Cristo Sacerdote de tal modo que pueden ac­tuar en la persona de Cristo Cabeza»5, ejercien­do aquellas funciones que le son propias preci­samente en cuanto Cabeza de su Cuerpo Mís­tico: ofrecer el Sacrificio eucarístico, perdonar los pecados, predicar con autoridad la Palabra de Dios... El sacerdocio —esa consagración de­finitiva y característica a Dios— hace a los sacerdotes ocupar un puesto peculiar y prestar un servicio específico e imprescindible en el de­sarrollo histórico de la Redención, tal como Dios mismo lo ha querido, en el crecimiento ad extra y ad intra de la Iglesia de Cristo: «Él cons­tituyó a los unos apóstoles, a los otros profetas, a estos evangelistas, a aquellos pastores y doc­tores, para la perfección consumada de los santos, para la obra del ministerio, para la edifica­ción del Cuerpo de Cristo hasta que todos al­cancemos la unidad de la fe y del conocimien­to del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo»6.

Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el sacerdote único, el sacerdote por esencia, el Mediador de la Nueva y definitiva Alianza7. Ya el sacerdocio del Antiguo Testamento se ordenaba a Cristo: aquella porción que Dios entresacaba de su Pueblo, confirién­dole esa misión específica8, preparaba y confi­guraba la mediación de Cristo9. Y a partir de la Encarnación, establecida la Nueva Alianza, todo sacerdocio hubo ya de realizarse per Ip­sum, et cum Ipso, et in Ipso, lo que tiene lugar por el ministerio visible de la Iglesia, instituido por el mismo Cristo10.

Es verdad que todo el Pueblo de Dios es un pueblo sacerdotal11, pero solo algunos en ese Pueblo tendrán una participación en el sacer­docio de Cristo de tal naturaleza que les capacite para obrar in persona Christi y en nombre de toda la Iglesia: «el mismo Señor, para que se formase un solo cuerpo, en el que todos los miembros no tienen la misma función (Rom 12, 4), a algunos entre los fieles los instituyó como ministros que, en la sociedad de los fieles, go­zasen de la sagrada potestad del Orden, para ofrecer el Sacrificio y perdonar los pecados, y ejerciesen públicamente el oficio sacerdotal en nombre de Cristo a favor de los hombres»12. En efecto, solo el sacerdote potest gerere personam totius Ecclesiae, qui consacrat Eucharistiam, quae est sacramentum universalis Ecclesiae13.

Solo Cristo es todo en todos: solo Él y quien Él elige puede actuar por todos y para todos, en representación del Cuerpo entero, en la perso­na de Cristo Cabeza.

La elección que Dios hace del fiel llamado al sacerdocio, incorporándolo a la estructura ins­titucional del presbiterado, mediante la unción del Espíritu Santo y el carácter especial que lo sella y lo configura con Cristo Sacerdote, lo constituye en ministro, le confiere la capacidad de una función instrumental que hará de él alter Christus14. Esta mediación participada del presbítero inserta la acción sacerdotal de todos los fieles en la mediación esencial de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. «A través del minis­terio de los Presbíteros el sacrificio espiritual de los fieles se consuma en unión con el sacrificio de Cristo, único Mediador; sacrificio que, por las manos de los Presbíteros, en nombre de toda la Iglesia, es ofrecido incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que venga el Señor»15.

Cualquiera que sea la modalidad concreta del ministerio que el presbítero ejerce, en virtud de esa mediación participada, único es el fin al que tiende. «El fin que los Presbíteros persiguen con su ministerio y su vida es rendir gloria a Dios Padre en Cristo. Gloria que consiste en que los hombres reciban conscientemente con libertad y gratitud la obra de Dios realizada en Cristo y la manifiesten en toda su vida. De aquí que los Presbíteros, cuando se entregan a la oración y adoración, cuando predican la palabra, cuando ofrecen el Sacrificio Eucarístico y administran los demás Sacramentos, o cuando ejercen otros ministerios en bien de los hombres, contribu­yen tanto al engrandecimiento de la gloria de Dios como al progreso de los hombres en la vida divina»16.  De ahí también que esa finalidad determine plenamente la vida del presbítero. «Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo, se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar al pueblo propiedad suya, de forma que le fuese agradable y practicase buenas obras (Tit 2, 14), y así mediante la pasión entró en su gloria. De modo semejante, los Presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las obras de la carne y se entregan por completo al servicio de los hombres, y de esta manera pueden ir acer­cándose hacia el hombre perfecto en la santi­dad con que han sido enriquecidos en Cristo»17.

Es importante hacer notar la relación que se establece entre la santidad personal del sacer­dote y la plenitud de su entrega a la misión que le ha sido encomendada. Los sacerdotes han sido elegidos por Dios y entresacados del Pue­blo «para que se entreguen por completo (tota­liter) a la obra para la cual el Señor los tomó»18.

A partir de su ordenación, toda «recuperación» de aquellas realidades o funciones a las que, elegido y movido por Dios, renunció para en­tregarse a su misión, sería ya una pérdida: para la Iglesia, en donde el sacerdote es punto focal de irradiación salvífica, y para el mismo sacer­dote que, hecho vaso de elección, configurado ontológica y definitivamente (in aeternum) por el carácter sacerdotal, se encuentra ante la al­ternativa de llenar su existencia de vida sacer­dotal o tenerla vacía.

«Por consiguiente, ejerciendo el ministerio del Espíritu y de la justicia, se fortalecen en la vida espiritual siempre que sean dóciles al Es­píritu de Cristo, que los vivifica y conduce. Tienden a la perfección de su vida a través de las acciones sagradas de cada día y de todo su ministerio, ejercido en comunión con el Obispo y los Presbíteros. La santidad de los Presbíteros contribuye grandemente al cumplimiento efi­caz del propio ministerio. En efecto, aunque la gracia de Dios pueda cumplir la obra de salva­ción incluso por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios, por regla general, prefiere manifestar sus maravillas a través de quienes, más dóciles al impulso y a la dirección del Es­píritu Santo, por su íntima unión con Cristo y por la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: Vivo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20)»1 9. De ahí la «perfecta unión que debe darse —y el Decreto Presbyte­rorum Ordinis lo recuerda repetidas veces— entre consagración y misión del sacerdote: o lo que es lo mismo, entre vida personal de piedad y ejercicio del sacerdocio ministerial, entre las relaciones filiales del sacerdote con Dios y sus relaciones pastorales y fraternas con los hombres. No creo en la eficacia ministerial del sacerdote que no sea hombre de oración»20.