«Por el Sacramento del Orden, los Presbíteros se configuran con Cristo Sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como colaboradores del orden episcopal. Ya en la consagración del Bautismo —como los demás fieles— recibieron el signo y el don de una vocación y gracia tan altas que, aun en medio de la flaqueza humana, pueden y deben tender a la perfección conforme a las palabras del Señor: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48)»1. La llamada a la santidad y la consiguiente exigencia de santificación personal, es universal: todos, sacerdotes y laicos, estamos llamados a la santidad; y todos hemos recibido, con el Bautismo, las primicias de esa vida espiritual que, por su misma naturaleza, tiende a la plenitud. «Por exigencia de su común vocación cristiana —como algo que exige el único bautismo que han recibido— el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad, que es una participación en la vida divina (Cfr. S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses 21, 2. La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina» 2.
En este sentido, hay que decir que, lo mismo que la llamada a la santidad y la santificación misma es una y universal, lo es también la espiritualidad: la esencia y el dinamismo de esa vida espiritual divina, que comienza en el Bautismo y tendrá su plenitud en la Gloria. Espiritualidad que es la vida de Cristo, la acción santificadora del Espíritu Santo, de virtualidad infinita, que abarca cualquier situación personal, cualquier estado, todo ministerio. Así, al hablar de espiritualidad del sacerdocio, como al hablar de la santificación del sacerdote, no se quiere decir más que desarrollo de la vida espiritual cristiana, efectiva tendencia a la santidad, con los medios oportunos. Y a propósito del sacerdocio, lo que cabe añadir es que «los sacerdotes están obligados a adquirir esa perfección con especial motivo, puesto que, consagrados a Dios de un nuevo modo por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo Eterno Sacerdote, para proseguir a través del tiempo Su admirable obra, que restauró con divina eficacia toda la comunidad humana»3.
Es evidente, sin embargo, que esa unidad fontal y radical de la santificación y, en consecuencia, de la espiritualidad cristiana, se puede ir diversificando —manteniéndose idéntica en lo esencial— según la variedad de situaciones humanas y eclesiales, la pluralidad de los carismas y de los ministerios, la multiforme riqueza del don de Dios. La espiritualidad no puede ser nunca entendida como un conjunto de prácticas piadosas y ascéticas yuxtapuestas de cualquier modo al conjunto de derechos y deberes determinados por la propia condición; por el contrario, las propias circunstancias, en cuanto respondan al querer de Dios, han de ser asumidas y vitalizadas sobrenaturalmente por un determinado modo de desarrollar la vida espiritual, desarrollo que ha de alcanzarse precisamente en y a través de aquellas circunstancias. «Así, el ideal de la santidad, único y común a todos los cristianos, es accesible a través de los distintos estados o géneros de vida, sin salirse de ellos, porque son otros tantos caminos divinos que nos llevan al Señor: basta cumplir, en cada estado y oficio, los deberes que el propio estado y el propio trabajo imponen»4.
En el caso concreto del sacerdote secular —en tanto siga siendo secular—, la espiritualidad no puede ser algo sobreañadido y heterogéneo respecto de su función eclesial: no se tratará, por tanto, de una adaptación más o menos artificiosa y extrínseca de los llamados consejos evangélicos, característicos del estado religioso con sus peculiares exigencias ascéticas. Por el contrario, su espiritualidad ha de asumir y estimular las líneas de fuerza de su consagración sacerdotal y de las obligaciones que el ministerio comporta, haciendo de esa consagración y del ejercicio de ese ministerio también el modo de acceder a la santidad, a la que, como todos los cristianos, el sacerdote está llamado por Dios.