Santificación y espiritualidad

Capítulo del libro "Escritos sobre el sacerdocio", de D. Álvaro del Portillo ( Palabra, 1990)

«Por el Sacramento del Orden, los Presbíte­ros se configuran con Cristo Sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edifi­car todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como co­laboradores del orden episcopal. Ya en la con­sagración del Bautismo —como los demás fieles— recibieron el signo y el don de una voca­ción y gracia tan altas que, aun en medio de la flaqueza humana, pueden y deben tender a la perfección conforme a las palabras del Señor: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48)»1. La llamada a la santidad y la consiguiente exigencia de santificación per­sonal, es universal: todos, sacerdotes y laicos, estamos llamados a la santidad; y todos hemos recibido, con el Bautismo, las primicias de esa vida espiritual que, por su misma naturaleza, tiende a la plenitud. «Por exigencia de su común vocación cristiana —como algo que exige el único bautismo que han recibido— el sacer­dote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad, que es una participación en la vida di­vina (Cfr. S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses 21, 2. La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina» 2.

En este sentido, hay que decir que, lo mismo que la llamada a la santidad y la santificación misma es una y universal, lo es también la es­piritualidad: la esencia y el dinamismo de esa vida espiritual divina, que comienza en el Bau­tismo y tendrá su plenitud en la Gloria. Espiri­tualidad que es la vida de Cristo, la acción san­tificadora del Espíritu Santo, de virtualidad infinita, que abarca cualquier situación personal, cualquier estado, todo ministerio. Así, al hablar de espiritualidad del sacerdocio, como al hablar de la santificación del sacerdote, no se quiere decir más que desarrollo de la vida espiritual cristiana, efectiva tendencia a la santidad, con los medios oportunos. Y a propósito del sacer­docio, lo que cabe añadir es que «los sacerdo­tes están obligados a adquirir esa perfección con especial motivo, puesto que, consagrados a Dios de un nuevo modo por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo Eterno Sacerdote, para proseguir a tra­vés del tiempo Su admirable obra, que restau­ró con divina eficacia toda la comunidad humana»3.

Es evidente, sin embargo, que esa unidad fontal y radical de la santificación y, en consecuen­cia, de la espiritualidad cristiana, se puede ir diversificando —manteniéndose idéntica en lo esencial— según la variedad de situaciones hu­manas y eclesiales, la pluralidad de los carismas y de los ministerios, la multiforme riqueza del don de Dios. La espiritualidad no puede ser nunca entendida como un conjunto de prácti­cas piadosas y ascéticas yuxtapuestas de cual­quier modo al conjunto de derechos y deberes determinados por la propia condición; por el contrario, las propias circunstancias, en cuanto respondan al querer de Dios, han de ser asumi­das y vitalizadas sobrenaturalmente por un determinado modo de desarrollar la vida espiri­tual, desarrollo que ha de alcanzarse precisamente en y a través de aquellas circunstancias. «Así, el ideal de la santidad, único y común a todos los cristianos, es accesible a través de los distintos estados o géneros de vida, sin salirse de ellos, porque son otros tantos caminos divi­nos que nos llevan al Señor: basta cumplir, en cada estado y oficio, los deberes que el propio estado y el propio trabajo imponen»4.

En el caso concreto del sacerdote secular —en tanto siga siendo secular—, la espiritualidad no puede ser algo sobreañadido y heterogéneo res­pecto de su función eclesial: no se tratará, por tanto, de una adaptación más o menos artificio­sa y extrínseca de los llamados consejos evan­gélicos, característicos del estado religioso con sus peculiares exigencias ascéticas. Por el con­trario, su espiritualidad ha de asumir y estimu­lar las líneas de fuerza de su consagración sa­cerdotal y de las obligaciones que el ministerio comporta, haciendo de esa consagración y del ejercicio de ese ministerio también el modo de acceder a la santidad, a la que, como todos los cristianos, el sacerdote está llamado por Dios.