c) Libertad y participación

Extracto del estudio "La formación de la conciencia en materia social y política según las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá", publicado en Romana nº 24, enero-junio de 1997

La conexión entre el principio de libertad y el de participación es sin duda la idea más presente en las reflexiones del Beato Josemaría sobre materias sociales y políticas. Sobre ella vuelve una y otra vez, presentándola desde distintos puntos de vista, y con propósitos diversos según el contexto en el que en cada ocasión se mueven sus reflexiones. En todo caso, siempre parece tener presente que la pasividad, la pereza, el «dejar hacer», constituye una tentación continuamente al acecho, ya que el trabajo en favor del bien común requiere empeño y sacrificio. «Vuestro amor a todos los hombres —escribía en 1948— os debe llevar a afrontar los problemas temporales con valentía, según vuestra conciencia. No tengáis miedo al sacrificio, ni a asumir cargas pesadas. Ningún acontecimiento humano puede seros indiferente, antes al contrario todos deben ser ocasión para hacer bien a las almas y facilitarles el camino hacia Dios»47. Y en otra ocasión, con el propósito de ejemplificar la responsabilidad apostólica con que deben ser afrontadas las relaciones naturalmente ligadas a la actividad profesional y a la condición secular de las personas a las que se dirigía por escrito, especificaba: «No podéis estar ausentes —sería una criminal omisión—, de las asambleas, congresos, exposiciones, reuniones de científicos o de obreros, cursos de estudio, de toda iniciativa, en una palabra, científica, cultural, artística, económica, deportiva, etc. A veces las promoveréis vosotros mismos; la mayor parte de las veces habrán sido organizadas por otros y vosotros acudiréis. Pero, en todo caso, os esforzaréis por no asistir pasivamente, sino que, sintiendo la carga —amable carga— de vuestra responsabilidad, procuraréis haceros necesarios —por vuestro prestigio, por vuestra iniciativa, por vuestro empuje—, de forma que deis el tono conveniente e infundáis el espíritu cristiano en todas esas organizaciones»48.

Esta presencia activa no era, en su mente, un «apostolado de penetración», aunque aceptaba valientemente el riesgo de que alguien lo entendiera así. Pero su idea era bien diversa: «Espero que llegue un momento en el que la frase los católicos penetran en los ambientes sociales se deje de decir, y que todos se den cuenta de que es una expresión clerical. En cualquier caso, no se aplica para nada al apostolado del Opus Dei. Los socios de la Obra no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí. Si Dios llama al Opus Dei a una persona que trabaja en una fábrica, o en un hospital, o en el parlamento, quiere decir que, en adelante, esa persona estará decidida a poner los medios para santificar, con la gracia de Dios, esa profesión. No es más que la toma de conciencia de las exigencias radicales del mensaje evangélico, con arreglo a la vocación específica recibida»49. Tampoco presupone la elaboración desde arriba de especiales tácticas. Los primeros cristianos —aclaraba en 1959— no tenían particulares programas sociales que cumplir, «pero estaban penetrados de un espíritu, de una concepción de la vida y del mundo, que no podía dejar de tener consecuencias en la sociedad en que se movían»50.

El pensamiento del Fundador del Opus Dei se desarrollaba en realidad por caminos bien diferentes. Él pensaba simplemente en el ciudadano que cumple sus deberes cívicos y ejercita sus derechos51, y tanto en un caso como en el otro es coherente con su concepción del mundo, del hombre y del bien común político, asociándose libremente con quienes —cristianos o no— comparten esas ideas y están dispuestos a realizarlas. Por eso, cuando hablaba de participación, no quería referirse a los ciudadanos, siempre pocos, que se dedican profesionalmente a la política, ni tampoco quería decir que convenía dedicarse a ella, lo que no sería bueno para los que carecen de las aptitudes necesarias; «yo os hablo de la participación que es propia de todo ciudadano, que sea consciente de sus obligaciones cívicas. Vosotros os debéis sentir urgidos a actuar —con libertad y responsabilidad personales—, por todas y las mismas razones nobles que mueven a vuestros conciudadanos. Pero, además, os sentís urgidos de modo particular, por vuestro celo apostólico y por el deseo de llevar a cabo una labor de paz y de comprensión en todas las actividades humanas»52. En este sentido, lamentaba que es frecuente «aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad —parte de la virtud cardinal de la justicia— y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad»53.

Parte de esa conciencia ciudadana es naturalmente la sensibilidad hacia el valor representado por el Estado. Recordaba la obligación de dar buen ejemplo «también como ciudadanos. Debéis poner empeño en cumplir vuestros deberes y en ejercitar vuestros derechos. Por eso, al desarrollar la actividad apostólica, observamos como ciudadanos católicos las leyes civiles con el mayor respeto y acatamiento, y dentro del ámbito de esas leyes nos esforzamos siempre por trabajar»54. Quería evitar que el hecho de dedicarse generosamente a actividades sin fines de lucro, de voluntariado, etc., pudiera llevar a alguno a sentirse eximido de respetar el marco legal con el que el Estado regula esas actividades. Consideraba deseable, en cambio, procurar que ese marco legal fuese cada vez más justo, al menos en el sentido de que reconozca el interés social y público —en la acepción jurídicamente más rigurosa del término— de las iniciativas de promoción que surgen en el seno de la sociedad.

En 1959 notaba a este propósito que la creciente expansión del aparato estatal —a la que entonces no todos daban importancia— se debe en buena parte «a la inhibición de los ciudadanos, a su pasividad para defender los derechos sagrados de la persona humana. Esta inactividad, que tiene su origen en la pereza mental y en la voluntad inerte, se da también en los ciudadanos católicos, que no acaban de ser conscientes de que hay otros pecados —y más graves— que los que se cometen contra el sexto precepto del Decálogo». Frente a esta deformación —todavía hoy frecuente—, insistía a renglón seguido en la necesidad de interesarse «en las actividades sociales, que brotan de la misma convivencia humana o que ejercen en ella un influjo directo o indirecto: debéis dar aire y alma a los colegios profesionales, a las organizaciones de padres de familia y de familias numerosas, a los sindicatos, a la prensa, a las asociaciones y concursos artísticos, literarios, deportivos, etc.». A la vez recordaba que esa exigencia, de carácter propiamente ético, ha de ser mediada por el principio de la libertad y responsabilidad personales: «cada uno de vosotros participará en esas actividades públicas, de acuerdo con su propia condición social y del modo más adecuado a sus circunstancias personales y, por supuesto, con plenísima libertad, tanto en el caso de que actúe individualmente, como cuando lo haga en colaboración con aquellos grupos de ciudadanos, con quienes haya estimado oportuno cooperar»55.

Bajo este punto de vista se ocupó en varias ocasiones de la libertad de enseñanza. Glosando las palabras de Pío XI, pensaba que «es una gran equivocación, fruto quizá de la mentalidad deformada de algunos, pretender que la enseñanza [...] sea un derecho exclusivo del Estado: primero, porque esto lesiona gravemente el derecho de los padres y de la Iglesia (cfr. Pío XI, Litt. enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929); y además, porque la enseñanza es un sector, como muchos otros de la vida social, en el que los ciudadanos tienen derecho a ejercitar libremente su actividad, si lo desean y con las debidas garantías en orden al bien común»56. Existe todavía hoy la idea de que defender la libertad de enseñanza es querer que exista un doble sistema escolar: las escuelas estatales, de pobres y para pobres, y las escuelas privadas, de ricos y para ricos. Con esta idea en la cabeza muchos han desfilado alegremente por las calles de las principales ciudades de Europa. Pero, si se reflexiona serenamente, no es difícil entender que no existe ninguna razón para que el Estado, con la ingente cantidad de dinero público que maneja, sólo sea capaz de hacer escuelas pobres y para pobres —a no ser que se diera por supuesto que el dinero público debe ser necesariamente mal administrado—, a la vez que la experiencia enseña que existen muchas escuelas no estatales que tienen el enorme interés social de ofrecer formación académica o profesional a estudiantes de baja condición económica de modo casi gratuito. No se puede excluir que en algún caso aislado se puedan dar abusos, que el Estado debe corregir siempre que el bien común lo exija. Pero es siempre un abuso que los padres que desean una determinada educación para sus hijos sean penalizados con la obligación de pagar la enseñanza por partida doble: primero a través de los impuestos y, después, con las tasas de matrícula que algunas instituciones escolares necesitan cobrar para poder seguir ejerciendo una actividad que, como se ha dicho antes, tiene un evidente interés público.

El estudio de los textos del Beato Josemaría muestra que veía en este problema ante todo una importante cuestión de libertad y de justicia. «La libertad de enseñanza no es sino un aspecto de la libertad en general. Considero la libertad personal necesaria para todos y en todo lo moralmente lícito. Libertad de enseñanza, por tanto, en todos los niveles y para todas las personas. Es decir, que toda persona o asociación capacitada, tenga la posibilidad de fundar centros de enseñanza en igualdad de condiciones y sin trabas innecesarias. La función del Estado depende de la situación social: es distinta en Alemania o en Inglaterra, en Japón o en Estados Unidos, por citar países con estructuras educacionales muy diversas. El Estado tiene evidentes funciones de promoción, de control, de vigilancia. Y eso exige igualdad de oportunidades entre la iniciativa privada y la del Estado: vigilar no es poner obstáculos, ni impedir o coartar la libertad»57. Y descendiendo a detalles más concretos, relativos a la enseñanza universitaria, añadía: «Algunas manifestaciones, para la efectiva realización de esta autonomía, pueden ser: libertad de elección del profesorado y de los administradores; libertad para establecer los planes de estudio; posibilidad de formar su patrimonio y de administrarlo. En una palabra, todas las condiciones necesarias para que la Universidad goce de vida propia. Teniendo esta vida propia, sabrá darla, en bien de la sociedad entera»58.

El Beato Josemaría defendió el derecho de la Iglesia Católica a ejercer la enseñanza —e igualmente defendió el derecho del Estado—, pero ni para ella ni para el Opus Dei pidió privilegios o concesiones que de algún modo fueran más allá de lo que la justicia exige. Animó a los padres de familia que lo deseaban a asociarse para fundar escuelas, pero nunca promovió escuelas secundarias de carácter confesional, aunque a veces esta opción implicase un claro perjuicio económico. Entre las instituciones universitarias que también inspiró, tienen jurídicamente un cierto grado de confesionalidad católica sólo aquéllas situadas en países cuya legislación no ofrecía otra posibilidad. Tanto en un caso como en otro, se trata de centros docentes abiertos a estudiantes de todas las creencias religiosas, y también a los que no aceptan ninguna fe religiosa. Su insistencia no estaba en el problema de la confesionalidad, que en cualquier caso respetaba, sino en la exigencia ética de que el ordenamiento jurídico estatal no suprima la existencia o la libre actividad de auténticos «sujetos sociales», como son la familia y los diversos tipos de asociaciones. Es una exigencia ligada inseparablemente a una recta concepción del bien común político, y que incide inmediata y notablemente en la cualidad ética de la convivencia.

Notas

47) Carta, 15-X-1948, n. 28.

48) Carta, 9-I-1959, n. 20. Cfr. Forja, n. 718.

49) Conversaciones, n. 66.

50) Carta, 9-I-1959, n. 22.

51) Cfr. Forja, n. 697.

52) Carta, 9-I-1959, n. 41.

53) Carta, 9-I-1932, n. 46.

54) Carta, 9-I-1932, n. 35.

55) Carta, 9-I-1959, nn. 40-41.

56) Carta, 2-X-1939, n. 8.

57) Conversaciones, n. 79.

58) Ibidem.

Angel Rodríguez Luño