Mensaje inaugural en el Simposio Teológico “Santidad y Mundo”

Intervención del Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el simposio sobre el fundador del Opus Dei, organizado por la Facultad de Teología del Ateneo Romano della Santa Croce, del 12 al 14 de octubre de 1993 en la sede del Ateneo, palazzo Apollinare di Roma.

Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe

«Entre las tribulaciones de la tierra se hace sentir cada vez con más fuerza un canto de alabanza. Alrededor del trono de Dios se encuentra un número creciente de elegidos, cuyas vidas —transcurridas en el olvido de sí— se han transformado ahora en alegría y glorificación. Este coro no sólo canta en el más allá; se prepara en la historia, aun cuando permanezca escondido. Todo ello lo da a conocer con suma claridad la voz que proviene del trono, esto es, de la sede de Dios: "¡Alabad a nuestro Dios, vosotros sus siervos todos, vosotros que lo teméis, pequeños y grandes!" (Ap 19,5). Es una exhortación a ejercer la propia tarea en este mundo, entrando de esta suerte a formar parte de la liturgia eterna».

Pronuncié estas palabras hace poco más de un año, en mayo de 1992, en la homilía de una de las Misas celebradas en acción de gracias por la beatificación de Josemaría Escrivá. Resultaba lógico que, en semejante ocasión, evocara la liturgia celeste: toda beatificación constituye un acto mediante el que la Iglesia, reconociendo que uno de sus hijos ha merecido entrar en la intimidad de Dios, proclama la unión entre la tierra y el cielo. El pueblo cristiano, peregrino sobre la tierra, entre dificultades y amarguras a veces grandes, sabe que forma parte de una realidad mucho más amplia: la Ciudad de los santos, que, iniciada y preparada en la tierra, llenará los cielos.

Era lógico —repito— que, en la Misa de acción de gracias por una beatificación, se evocaran y recordaran estas perspectivas esenciales de la fe cristiana: ¿o acaso no es la celebración eucarística el momento en el que la Iglesia confiesa y vive con mayor profundidad y participación aquella unidad entre la tierra y el cielo de la que nos hablan las beatificaciones y las canonizaciones? Pero ¿es también lógico evocar semejantes perspectivas en estos instantes, al comienzo de una reunión científica? Un Simposio de estudio ¿es el lugar adecuado para hacer consideraciones místicas y piadosas? ¿O no es más bien el momento de dejar actuar a la razón científica, entendida ya como razón histórica, que analiza críticamente los textos del pasado, ya como razón argumentativa, que tiene necesidad de conceptos y reclama demostraciones?

La Teología, ciencia en el sentido más pleno de la palabra, constituye sin duda un cierto fruto del ejercicio de la razón científica. A pesar de ello, no resulta inadecuado evocar en este contexto la realidad del cielo; más aún, es necesario hacerlo, porque sólo desde semejante punto de vista puede entenderse la Teología. Tomás de Aquino lo expresó con fórmula justamente famosa y ampliamente repetida: la Teología es ciencia subalterna de la ciencia de Dios y de la de los santos. Esta afirmación presupone la reflexión aristotélica; y, en concreto, los textos con los que el Estagirita puso de manifiesto que las ciencias no configuran mundos intelectuales inconexos, sino conocimientos relacionados entre sí, de modo que unas encuentran en otras su fundamento y, por ende, resultan subalternas respecto de ellas. Estas consideraciones sobre el entrecruzarse de las ciencias fueron recibidas por Tomás de Aquino con el fin de cimentar la Teología. El cristiano es un viador, un ser en camino que no ve a Dios, aun cuando la palabra de la revelación le haga entrever el misterio. Por consiguiente, sabe, pero en dependencia del saber de otro. La Teología, que nace de la fe es, en definitiva, subalterna respecto al saber que Dios tiene de sí mismo, y del que los santos gozan ya de un modo inmediato y definitivo.

Con esta consideración, santo Tomás pretendía subrayar que el ansia de verdad presente en el corazón humano, y todavía más en el corazón del creyente, y de la que nace la Teología, no es fruto de una ilusión, de un deseo destinado a quedar constantemente insatisfecho; representa la expresión de una capacidad que Dios ha inscrito en nuestro espíritu y que Él mismo apagará un día. La Teología desembocará en la visión, en aquella visión que para los santos es ya una realidad.

Pero la consideración de la Teología como ciencia subalterna respecto al saber de Dios y de los santos no sólo implica una tensión hacia la escatología, hacia la consumación final, hacia aquel momento en que la verdad entrevista, recibida con la palabra, se desvela plenamente y conduce a la situación terminal de los santos. Implica también, en virtud de su mismo concepto, una referencia a aquella unión vital con Dios que resulta posible, ya en la tierra, a aquellos que, abriéndose con fe a la palabra divina, se la apropian no sólo con la inteligencia sino con la totalidad del corazón. Porque Dios es simultánea e inseparablemente verdad, bondad y belleza, y la fuerza unitiva del amor no sólo conduce a dejarse penetrar por su bondad, sino también a profundizar en su verdad.

El teólogo debe ser hombre de ciencia; pero también, y precisamente en cuanto teólogo, hombre de oración. No sólo ha de atender al despliegue de la historia y al desarrollo de las ciencias, sino también —y todavía más— al testimonio de quien, habiendo recorrido hasta el fondo el camino de la oración, ha alcanzado ya en la tierra las vetas más altas de la intimidad divina; es decir, al testimonio de quienes, en el lenguaje ordinario, denominamos con el calificativo de santos. La comprensión de Dios, atestiguan los santos, constituye —como ya he señalado en otra ocasión—«el punto de referencia del pensamienio teológico, que garantiza su rectitud. En este sentido, el trabajo de los teólogos es siempre “secundario”, relativo a la experiencia real de los santos. Sin este punto de referencia, sin este íntimo anclaje en semejantes experiencias, la Teología pierde su carácter de realidad» (J. RATZINGER, Guardare Cristo. Esercizi di fede, speranza e caritá, Jaca Book, Milán 1989, p. 29). Practicar la Teología, dedicarse a la búsqueda y a la docencia teológica, no equivale a empeñarse en un trabajo frío y desencarnado, sino ocuparse de un Dios que es amor, y al que se accede a través del amor.

Superando la ruptura entre teólogos y espirituales producida en los inicios de la edad moderna y, más radicalmente todavía, el marcado intelectualismo que constituye uno de los límites de la posición iluminista, la teología contemporánea proclama la íntima conexión entre Teología y Espiritualidad, introduciéndose de este modo nuevamente en la gran tradición cristiana. Por consiguiente, nada más lógico que organizar —como cima de un año destinado a celebrar una beatificación— un Simposio de estudio. Y que, en las palabras que introducen esta reunión, haya evocado precisamente la liturgia celestial, el coro de ángeles y santos que han alcanzado la visión de Dios: ya que la Teología se alimenta de esta visión y de su anticipación en la oración contemplativa.

Resulta oportuno, e incluso necesario, que en cuanto teólogos escuchemos la palabra de los santos para descubrir su mensaje: un mensaje multiforme, por cuanto los santos son muchos y cada uno ha recibido su carisma particular; y al mismo tiempo unitario, porque los santos remiten al único Cristo, al que se unen y cuya riqueza nos ayudan a penetrar. En esta sinfonía múltiple y unitaria, en la que, como diría Möhler, consiste la tradición cristiana, ¿qué acento lleva consigo el beato Josemaría Escrivá?, ¿qué impulso recibe a su luz la Teología? No me corresponde responder ahora a estas preguntas: los relatores del Congreso aportarán sus personales reflexiones, a las que se sumarán las de cuantos, participando del espíritu del beato Josemaría Escrivá y en conexión con su mensaje, se dediquen, con el pasar de los años, a la enseñanza y a la investigación teológica.

Con todo, existe una realidad que salta a la vista en cuanto uno se acerca a la vida de Mons. Escrivá de Balaguer o entra en contacto con sus escritos: un sentido muy vivo de la presencia de Cristo. «Enciende tu fe. —No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive! Jesus Christus heri et hodie: ipse et in seccula!" —dice san Pablo— ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!», escribe en Camino (Camino, n. 584). Este Cristo vivo es además un Cristo cercano, un Cristo en el que el poder y la majestad de Dios se tornan presentes a través de las cosas humanas, simples, ordinarias.

Se puede, pues, hablar, en relación con el beato Josemaría Escrivá, de un cristocentrismo acentuado y singular, en el que la contemplación de la vida terrena de Jesús y la contemplación de su presencia viva en la Eucaristía conducen al descubrimiento de Dios y a la iluminación, a partir de Dios, de las circunstancias del vivir cotidiano. «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades —prosigue—, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo» (Es Cristo que pasa, n. 14).

Dos consecuencias se desprenden de esta consideración de la vida de Jesús, del misterio profundo de la realidad de un Dios que no sólo se ha hecho hombre, sino que ha asumido la condición humana, haciéndose en todo igual a nosotros, excepto en el pecado (cfr. Heb 4,15). Ante todo la llamada universal a la santidad, a cuya proclamación el beato Josemaría contribuyó notablemente, como recordaba Juan Pablo II en su solemne homilía durante la Misa de beatificación. Pero también, para dar consistencia a esta llamada, el reconocimiento de que a la santidad se llega, bajo la acción del Espíritu Santo, a través de la vida cotidiana. La santidad consiste en esto: en vivir la vida cotidiana con la mirada fija en Dios; en plasmar nuestras acciones a la luz del Evangelio y del espíritu de la fe. Toda una comprensión teológica del mundo y de la historia deriva de este núcleo, como atestiguan, de modo preciso e incisivo, muchos textos del beato Escrivá.

«Este mundo nuestro —proclamaba en una homilía— es bueno, porque salió bueno de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la armonia divina de lo creado. Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que —por obra del Espíritu Santo— tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Gal 4,5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rom 6,4-5), liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr, Eph 1,9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Co! 1,20)» (Es Cristo que pasa, n. 183).

En este espléndido texto, las grandes verdades de la fe cristiana (el amor infinito de Dios Padre, la bondad originaria de la creación, la obra redentora de Cristo Jesús, la filiación divina, la identificación del cristiano con Cristo...) son traídas a colación con el fin de iluminar la vida del cristiano y, más en particular, la vida del cristiano que vive en medio del mundo, empeñado en las múltiples y complejas ocupaciones seculares. Las perspectivas dogmáticas de fondo se proyectan sobre la existencia concreta, y ésta, a su vez, impulsa a considerar de nuevo, con una preocupación inédita, el conjunto del mensaje cristiano; de esta suerte, se produce un movimiento en espiral, que implica y sostiene a la reflexión teológica.

Pero, como decía antes, no me toca a mí afrontar ahora semejante tarea, sino sólo introducir el presente Simposio. Baste lo que he dicho, acompañado de mis deseos de que estos trabajos, al profundizar en el mensaje espiritual del beato Josemaría Escrivá, contribuyan al desarrollo de la Teología para bien de toda la Iglesia.