Homilía de Mons. Javier Echevarría en las ordenaciones de Torreciudad (6.9.2009)

Homilía de Mons. Javier Echevarría en las ordenaciones de Torreciudad (6.9.2009)

Queridísimos ordenandos, queridísimos hermanos en el sacerdocio, queridísimos hermanos y hermanas. Hay en la Iglesia muchas oraciones de alabanza a la Santísima Trinidad. Una de éstas, más conocida por el Trisagio Angélico, repite unas palabras prácticamente con periodos continuos, que dicen Tibi laus, tibi gloria, tibi gratiarum actio in saecula sempiterna, oh Beata Trinitas! A ti, Trinidad Beatísima, toda la alabanza, toda la gloria, toda la acción de gracias. Hagámonos siempre, y hoy de modo especial, con este modo de dirigirnos a la Trinidad Beatísima porque constantemente nos auxilia con su providencia ordinaria y extraordinaria. Vivimos, respiramos, tenemos capacidad de trabajar, capacidad de amar, precisamente por esa asistencia, por esa cercanía de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo, Dios Uno y Trino. Un misterio para nosotros inabordable, y al mismo tiempo, que llena de tanto consuelo porque nos sentimos hijas e hijos de Dios, hermanos de Jesucristo y seguidos por la acción santificadora del Espíritu Santo.

Os decía que hoy es un día muy apropiado para que, con motivo de nuestra presencia de Dios a lo largo de la jornada, invoquemos a la Trinidad y le demos gracias por los dones que recibimos, concretamente el don del sacerdocio para estos dos hermanos nuestros. En la Iglesia, tal y como quiere Jesucristo, tenemos que ser todas y todos, personas rezadoras, personas que saben que su vida puede transformarse en diálogo con el Señor sin que haya interrupción porque Él, ese Dios Uno y Trino, no deja nunca de mirarnos. Pero además, hoy, metido en el Año Sacerdotal que estamos viviendo por deseo de Benedicto XVI, es muy oportuno que se eleve de toda la Iglesia una oración constante por los sacerdotes. Empezamos por el Supremo Pastor, una oración por el Papa que tiene que ser una oración afectuosa de unión y de sostenimiento para todo su trabajo incansable que está realizando. Cómo no recordar que, en su humildad, al comenzar el Pontificado, de manera continuada nos dijo, extendiendo su mano y extendiendo su deseo de que no le dejemos a solas: “Rezad por mí, rezad por mí, rezad por mí…”. Es bueno que consideremos si realmente todos los días viene a nuestra alma la necesidad de pedir por el Romano Pontífice, por este Supremo Pastor que, podemos tener la más absoluta seguridad, en toda su acción pastoral, en toda su acción de Supremo Pastor, nos sigue a todas, a todos, a cada una y a cada uno.

Igualmente, es lógico que elevemos nuestra oración pidiendo por todos los obispos, los sucesores de los apóstoles, para que sean fieles seguidores de Jesucristo, y para que actúen constantemente en el nombre del Señor, con ese mandato que dio a aquellos primeros Doce: “Id y predicad a la gente…”, con la vida, no solamente con la palabra, con la vida, “siempre en mi Nombre”. Y es lógico que nos detengamos en este día para pedir por el Obispo de esta diócesis, de forma que note la asistencia también de los que hoy os encontráis en este territorio, Barbastro, que está bajo su jurisdicción. Os pido que recemos todos devotamente por todos los sacerdotes. Hay una costumbre en muchas naciones de América Latina, que podemos incorporar, para nuestro beneficio personal, a nuestra oración diaria. En esos lugares, después de la Bendición con el Santísimo, cuando se rezan las peticiones para reparar por las ofensas que a Dios se hacen, repiten con devoción, como una necesidad, una urgencia del alma de todas las personas que participan: Señor, danos sacerdotes santos… Y lo dicen por tres veces: Señor, danos sacerdotes santos; Señor, danos sacerdotes santos… Depende, también, de la oración del pueblo. Es verdad que es el Señor quien llama, pero también es verdad que si el Pueblo de Dios se une en oración pidiendo al Señor, a la Trinidad Santísima, que nos envíe sacerdotes santos, forzaremos esa Voluntad divina para que no falten hombres que se decidan a emprender este camino y que quieran actuar constantemente con el único sacerdocio que hay, el sacerdocio de Cristo.

Y oración por todo el Pueblo de Dios, por todas las mujeres y por todos los hombres, sin olvidar que todas y todos tenéis alma sacerdotal, participáis en ese sacerdocio real de Cristo que tiene que ser para vosotras y para vosotros un acicate para crecer en vuestra propia personal vida interior, que tiene que ser también un empujón para que no desdeñemos el espíritu de penitencia propio de las personas que aman. No hay amor sin sacrificio, no hay amor. Y lo vemos hasta en el amor humano: donde falta sacrificio, falta el verdadero amor, el auténtico amor. Y tenéis que vivir también con esa preocupación por todas las almas del mundo entero, llegándoos con vuestra vida, que podemos, llegándonos con nuestra vida… Pero concretamente me refiero a las mujeres y a los hombres del Pueblo de Dios que con su vida pueden y deben llegar a los cuatro puntos cardinales, implorando la ayuda por los que son nuestros hermanos, implorando también la ayuda para que aquellos que no conocen a Cristo, lo conozcan.

Hoy, vuelvo a repetir, es un día muy señalado. Estamos recorriendo este Año Sacerdotal también bajo la protección del Santo Cura de Ars. Un hombre que trabajó en un rinconcito perdido de su tierra, de Francia. Qué era Ars en comparación con la extensión de Europa, qué era Ars en comparación de los cinco continentes, un rincón. Y sin embargo, la vida de aquel santo sacerdote, a quien tanto veneraba San Josemaría Escrivá, era un punto de ignición para el mundo entero. Desde su confesonario -no dejemos de fomentar en nosotros y en las personas que tratamos, la práctica de la confesión-, desde su confesonario, desde su altar, iba poniendo, con la piedad de quien ama a Dios por encima de todas las cosas, a todas y a cada una de las personas del mundo entero. Y por eso ha sido nombrado con toda lógica, pastor y patrono de todos los confesores. Pues hoy es un día muy extraordinario, fiesta para toda la Iglesia, por la ordenación de estos hermanos nuestros. Un día en los que tenemos que tocar esa nota que define a la Iglesia y que recitamos en el Credo, Ecclesiae Una. Tenemos que sentirnos hermanados, pero hermanados en el espíritu y también en la vida corriente con todas las personas del mundo entero. Que ese decir en el Credo “credo et unam sanctam, catolicam et apostolicam Ecclesiam” no se quede en palabras.

Hermanas y hermanos míos, demos más contenido a la oración, demos más fuerza a lo que hacemos, teniendo en cuenta que nuestra oración personal sostiene a toda la Iglesia. Recurramos, insisto también al Cura de Ars, a San Juan María Vianney, para que haya una gran remoción en el mundo a propósito de ese gran sacramento de la Penitencia, que nos abre las puertas de la vida a la gracia, y nos la aumenta cuando lo recibimos bien dispuestos y dirigidos a corregir hasta nuestras más pequeñas faltas.

Y ahora me dirijo a vosotros, queridísimos ordenandos. Os recuerdo lo que se recitará cuando se os entregue la patena con la hostia, el cáliz con el vino. Se os dirá con palabras que tenéis que incorporar a vuestra vida, que hemos de incorporar todos los sacerdotes a nuestra vida cotidiana: “Considera lo que realizas”. Recuerdo perfectamente las muchas veces que San Josemaría Escrivá de Balaguer, el Fundador del Opus Dei, en su oración constante, se miraba las manos y comentaba en alto, o a veces comentaba entre Dios y él, “que con estas manos pueda yo tocar a Dios, pueda yo dar a Dios…”. Y eso lo llevaba a una mayor oración, a una mayor expiación, y a una mayor alegría, porque qué dicha mayor que la de poder tener a Cristo con nosotros y tan cerca. Pues hijos míos ordenandos, que sí, que imitéis lo que realizáis, que tratéis y conforméis vuestra vida con el ministerio de Cristo en la cruz. No es egoísmo que los sacerdotes pidamos por nuestra santidad personal, porque solo si buscamos al Señor con rectitud de intención, exclusivamente a Él, lo daremos con naturalidad y con urgencia a todas las almas.

Tengo unas palabras aquí de San Josemaría que nos dicen: “En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote, una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas de Dios”. Pidamos por todos los sacerdotes, y que todos los sacerdotes pidamos porque no entorpezcamos, porque no interrumpamos la gracia de Dios, que puede llegar a las almas por nuestra correspondencia fiel. Hijos míos ordenandos, sed unos grandes enamorados de la Santa Misa, del sacramento de la Confesión y de la predicación. Acudid todos los días a ese maestro que hemos tenido aquí en la tierra… Primero a Jesucristo, evidentemente, pero quiere el Señor que sigamos también las pisadas de San Josemaría Escrivá, para que nos empuje a un amor y un trato con la Trinidad que informe todo nuestro quehacer y todo el quehacer de los sacerdotes.

Y no podemos, no debemos olvidar… porque nuestra vida, la vida de todos, tiene que ser litúrgica, y no podemos pasar por alto, escuchar como si fueran palabras que se quedan en el aire, lo que escuchamos en la Misa cuando asistimos, las lecturas... En la Primera Lectura se nos recuerda, se nos recuerda concretamente a los sacerdotes, pero también a todos, “antes de formarte en el vientre de tu madre, antes de que nacieras del seno materno, yo te he elegido…”. Hemos sido elegidos por Dios, y los sacerdotes hemos sido elegidos desde la eternidad para ser sacerdotes de Cristo. Pues recordemos todos, pero concretamente los sacerdotes, esta elección de Dios que nos hace ser otros Cristos, el mismo Cristo en determinados momentos. Y vuelvo a recoger otras palabras fantásticas del Fundador del Opus Dei: “Esta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Dios nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el activo silencio de la oración, cómo considerar el sacerdocio una renuncia. Es una ganancia que no se puede calcular. Sí, es verdad, todos los cristianos, por el alma sacerdotal, y todos los sacerdotes, estamos enamorados de la fuente del amor. No hay renuncia, todo lo contrario, es meternos más en esa intimidad de Dios”.

En la Segunda Lectura, San Pablo nos ha recordado que tenemos que ser, y de modo concretamente los sacerdotes, humildes, amables, comprensivos, sobrellevándonos… Que no significa soportar, soportar es rebajar la asistencia de Dios. Significa colaborar gozosísimamente en ayudar a las personas que están a nuestro alrededor, pensando que todos, pero especialmente los sacerdotes, debemos hacer nuestras esas palabras de San Pablo: “mihi vivere Christus est”, ¡mi vivir es Cristo! De forma que todos y todas tengamos la idea clara de que, por el bautismo que hemos recibido, la gente tiene que reconocer en nuestra conducta a ese Cristo que debe informar todas nuestras acciones.

Y finalmente hemos oído las palabras sobre el Buen Pastor. El buen pastor, lo sabemos perfectamente, como buen padre, como buena madre, da su vida por las ovejas. Por todas, por todas, sin hacer discriminación alguna. Pues característica del sacerdote es el servicio generoso, alegre, constante, también en los momentos de cansancio, de lucha personal para estar más cerca de Dios.

No puede faltar mi felicitación a los abuelos, a los padres, a los hermanos, de estos dos ordenandos. Que Dios os bendiga. Ha pasado el Señor por vuestras familias diciéndoos, una vez más, de otro modo particular, cómo os quiere y cómo cuenta con vosotros. No ha acabado vuestra labor, y tenéis que ayudar diariamente para que sean sacerdotes que vivan con Cristo en todo momento. Con la felicitación, el ruego de que recéis por el Opus Dei, para que podamos servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida. Y termino acudiendo a la Madre del sacerdote. Todos somos hijos de María, se nos ha entregado en ese momento crucial y solemne del Calvario. Nos ha dicho, a través de Juan, “ahí tienes a tu Madre”. Pues bien, a vosotros sacerdotes os digo que la tratéis, que la tratemos todos, pero concretamente vosotros dos, que la tratéis más, mucho más, y que como aconsejaba San Josemaría con unas palabras claras: “Llámala, fuerte, fuerte… Te escucha, y te brinda tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias, y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha”.

Así sea.