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“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Hay una canción italiana que repite el eco de las calles populares. Canción nostálgica y alegre que camina montada en cuerdas de guitarra bajo la tarde... Muchas veces, algún muchacho la ha cantado con el Padre, en las horas quietas de una tertulia en Villa Tevere.

«Aprite le finestre al nuovo sole

é primavera, é primavera... ».

Decía Monseñor Escrivá de Balaguer que le gustaría que, unos minutos antes de morir, se la entonaran con la misma alegría... por el aire festivo y optimista de la letra, que habla del encuentro con el nuevo sol y una nueva primavera. Había llegado a decir al que acababa de recitarla:

«Tú me la cantarás, sin lágrimas»(12).

Jamás ha dado a sus hijos una versión trágica y sombría de la muerte, del juicio de Dios o de los errores cotidianos. Todo lo contrario. El amor, la confianza, se apoyan en la seguridad de ser perdonados. Por eso, en sus últimos años, hablaba continuamente de la misericordia de Dios. No se acoge a su justicia: invoca su misericordia. Esa puerta enorme del Corazón de Cristo por donde entran incluso los más lejanos, si tienen la humildad suficiente para solicitarlo.

El Padre vivirá siempre preparado para salir al encuentro de Dios:

«En esta lucha diaria, hay que tratar de vencer todas las batallas, pues el que pierde la última, ése pierde la guerra. Pero no sabemos cuál va a ser la última pelea, porque nos podemos morir en cualquier momento... No os preocupéis: detrás de la muerte está la Vida y el Amor» (13)

Nadie como él tan afincado en el amor al mundo y a las realidades temporales de los hombres. Tanto, que solía repetir que le parecía difícil que fueran felices en la otra Vida los que no hubieran sido capaces de experimentar la grandeza de ésta, la de ahora que, con su dolor y sus limitaciones, también es un don de Dios. Interpelaba afectuosamente a Teresa de Avila, advirtiéndole que no estaba de acuerdo con unos versos que aparecen en su mística:

«Que muero porque no muero».

El solía decir, basándose en palabras de San Pablo:

«¡Que vivo porque no vivo,

que es Cristo quien vive en mí! » (14)

Hasta el último momento ha quemado la energía que guardaban su alma y su cuerpo en una incesante actividad. Por eso, su insistente despedida pasó oculta, incluso para cuantos convivían muy cerca de él. Hablaba de su marcha con la naturalidad y el afán de quien se sabe llamado a un encuentro muy próximo.

«Tengo ya setenta y tres años. Los voy a cumplir dentro de unos días, y estoy para irme de este mundo... »(15)

La víspera de sus Bodas de Oro sacerdotales, el 27 de marzo de 1975, hizo su oración en voz alta, en el oratorio de Pentecostés en la Sede Central de Roma. Pareció como si, abarcando con una mirada estos cincuenta años de servicio a la Iglesia exclamara con Jesucristo: consummatuna est!; opus consummavi quod dedisti mihi ; he terminado la obra que me has encomendado.

Desde hace tiempo, ha dejado este testamento a todas sus hijas e hijos:

«Para nosotros la muerte es Vida. Pero hay que morirse viejos. Morirse joven es antieconómico -añadía en broma-. Cuando lo hayamos dado todo, entonces moriremos. Mientras, a trabajar mucho y muchos años» (16)

Su último tiempo está marcado por un sufrimiento especialmente intenso. Siente sobre sus hombros el peso de la Iglesia, de las claudicaciones de tantos que deberían ser luz y son oscuridad. Permanece absorto, en una oración continua, que sólo interrumpe

su actividad, que también es oración. Desea quemarse en holocausto de la Iglesia y del Papa. Por eso ofrece su vida. Esta vida que aún le bulle en la sangre, este amor que inunda su corazón. Este deseo de otear el horizonte de sus hijos repartidos por el mundo, de asistir a las maravillas que Dios realiza a través de su Obra. Y espera que el Cielo acepte este regalo, último que queda en su reserva de generosidad.

Expresa en voz alta su deseo de conocer a Dios:

«Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo, y bajo imágenes oscuras... sino cara a cara».

Y deja entrever el amor que llena su corazón:

«Hay una sed de Dios, un deseo de buscar sus lágrimas, sus palabras, su sonrisa, su rostro... No encuentro mejor modo de decirlo que volviendo a emplear las frases del salmo: como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios mío!... ».

Siempre habla de la muerte con palabras que aculan el temor y dan entrada a la esperanza:

«Si el amor aquí en la tierra da tantas alegrías, ¿cómo será en el Cielo, cuando toda la Grandeza de Dios, toda la Sabiduría de Dios y toda la Hermosura de Dios, toda la vibración, todo el color, ¡toda la armonía!, se vuelque en ese vasito de barro que somos cada uno de nosotros?».

Tiene la esperanza puesta en Dios, pero también en la ayuda de sus hijos. Los necesita santos. Y por lo mismo, enormemente humanos. A todos les ha pedido, desde siempre, la piedad y el afecto.

«Tengo una gran debilidad: y es que os quiero mucho. Pienso que mi Cielo va a consistir en colarme por una puertecita y ponerme en un rincón, mirando y amando a la Trinidad Beatísima. Y desde allí, escondido, ver en el paraíso a mis hijas y a mis hijos muy en alto, muy cerca de Dios» (17).

Otras veces les ha dicho: «No me defraudéis: sed santos de verdad». Y usando una imagen muy castiza, les asegura que tiene la esperanza, con la ayuda de todos, de «saltarse a la torera» el Purgatorio(18)

Solicita de Dios una última gracia: morirse sin dar la lata. Sin que una enfermedad larga obligue a cuidar de él de modo crónico. Alguien le ha oído decir, ya en 1941 que, para «una persona del Opus Dei no existe la muerte repentina; ya que repentina es una cosa que no se espera y nosotros estamos constantemente buscando y esperando a Dios. La muerte repentina es como si el Señor nos sorprendiera por detrás, y, al volvernos, nos encontráramos en sus brazos... »(19).

Hasta los últimos días de junio de 1975, seguirá el ritmo idéntico de sus jornadas. Se levanta muy temprano. Reza su media hora de oración al punto de la mañana. Celebra la Santa Misa y desayuna a las ocho y media de un modo absolutamente frugal: café con leche y un trozo de pan. Su horario de trabajo se extiende de las nueve a la una. Desde las doce, recibe visitas de todo el mundo. Increíblemente, en tan corto espacio de tiempo es capaz de intimar, alentar y llenar de alegría a las personas que acuden a su encuentro: alemanes, mexicanos, españoles, franceses, italianos, africanos... Con la ayuda de un intérprete, cuando el italiano o español no son suficientes, se comunica con todos. Y en muchas ocasiones su gesto, su actitud de acogida universal, es mucho más elocuente que las palabras. Algunos que no comprenden la Obra, salen de la casa de Bruno Buozzi desarmados por la sonrisa y el amor del Padre.

Después de un rápido almuerzo y un rato de tertulia con sus hijos, paladea las Avemarías del Rosario entre las horas de trabajo, que ha iniciado de nuevo a las tres, hasta las siete y media. Antes de terminar la tarde volverá al oratorio para tener media hora de comunicación con Dios en la oración. Después de la cena otro tiempo de trabajo, hasta las nueve y media de la noche. Es el momento de compartir los incidentes de la jornada, las noticias que le llegan de sus hijos, de las tareas apostólicas, y las recogidas a través de la prensa.

Con frecuencia, encuentra unos minutos para pasar a la casa donde viven sus hijas y hablar con ellas, interesarse por su trabajo, por las condiciones en que lo realizan. Va sembrando cariño, confianza. Conoce el nombre, la situación familiar, los pequeños y grandes problemas. Y siempre acude con la pregunta certera, con la frase que hace sentirse, a cada uno, en el primer plano del afecto del Padre.

-«¿Estáis contentas? ¿Estáis alegres?». Y ante la contestación pronta y afirmativa, repite:

-«Entonces, todo va bien. Hemos de estar alegres siempre. ¿Aunque nos abran la cabeza? Sí, Padre, ¡aunque nos abran la cabeza! »(20).

Cuando alguno está enfermo, saca tiempo de su apretado trabajo para charlar con él, animarle, hacer más llevaderas sus molestias. Pide a todos que se esmeren; que cuiden, con el cariño de una madre, a cualquiera que esté pasando un mal momento físico.

Durante estos años sigue el horario de la casa, sin más excepciones que las que le impone su actividad: viajes, visitas, compromisos.

A veces lee, detenidamente, cartas de todos los países, hasta las primeras horas de la madrugada. Le sucede lo mismo que contaba ya en 1948:

«La semana anterior, cuando llegó el correo de España -¡vuestras cartas!- andaba con unas pequeñas molestias, que no me dejaban ver normalmente (...). Tenía el paquete de correspondencia en la mano, y sentía una gran tentación -no de curiosidad, de cariño- por leer todo aquello. Por fin, me dieron las dos de la madrugada hablando con el Señor, después de repasar despacio hasta la última carta: flojo estuve. No sé por qué puse una vez más, pero con más detenimiento, la mirada sobre un mueble de la habitación donde estoy escribiendo: hay allí-cuatro borriquitos, que los Reyes me trajeron de España, trotando... Yo me divierto a ratos, haciéndoles ir para aquí o para allí cambiándolos de dirección pero nunca se me ocurre separarlos: van junticos los cuatro, fraternales, con su carga abundante, inalterables, firmes. Hice mi examen, con remordimiento por el desorden: me dormí sonriendo y diciéndole al Señor en nombre de todos: ”ut iumentum factus sum apud te”!»( 21)

No es fácil describir el cariño de la Obra por su Fundador. Un afecto alejado radicalmente de sentimientos apócrifos, que no podrían darse hacia una personalidad tan auténtica, llana y directa; como la de Monseñor Escrivá de Balaguer.