Juglares de Dios

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Desde los primeros tiempos del nacimiento de la Obra en Madrid, el Fundador llevaba a cabo sus correrías apostólicas con grupos de hombres jóvenes de la más diversa cualificación social: estudiantes, obreros, artistas, empresarios... Siempre apreció el valor de una profesión, de un oficio ejercido con perfección y responsabilidad. De ahí la importancia que va a conceder siempre a una buena formación. Sabe que las ideas sólo pueden defenderse sobre el cauce de una vida seria, de un comportamiento adecuado en el marco humano y social. En cada uno deben armonizarse las materias propias de su oficio junto a un conocimiento de la cultura y de las corrientes que conducen, en cada momento histórico, el comportamiento de los hombres y de los pueblos.

Por las connotaciones que implica, siempre tuvo predilección por los oficios que expresaban al hombre con manifestaciones intelectuales y artísticas.

Durante su viaje a Sudamérica, en 1974, el Fundador del Opus Dei afirmó:

-«El Brasil me está haciendo poeta»(26).

La verdad es que el Padre siempre ha sido poeta, en la mejor acepción de la palabra. De raíz griega, el vocablo significa «creador». Y no hay mejor creación de la belleza que el rastrear por lo humano en busca de la huella de Dios. Muchos de los que buscan la dimensión eterna de las cosas en el arte se han cruzado también, y han repostado, en las fuentes del espíritu del Opus Dei. A ellos les decía el Fundador, en más de una ocasión, que «los artistas nunca están contentos con sus obras. Y el cristiano, si lo es de verdad -y nosotros tenemos vocación de cristianos y de vivir como cristianos-, se da cuenta de que le falta tanto, tanto, para parecerse a Jesucristo que es el modelo... Por esa razón se siente la insatisfacción»(27).

La misma insatisfacción permanente del artista que no consigue arrancar de un modo definitivo el secreto de un gesto o el mensaje de un color. Hay que verlo, soñarlo, sufrir para darle forma: crear. Y eso es la transformación de cada persona y cada objeto en un mundo ascendido al orden de la Gracia. Una recreación de la existencia. «Un volver continuamente hacia la casa del Padre», como definiría el Fundador a esta andadura de la vida.

En junio de 1946 moría en Catarroja (Valencia) Bartolomé Llorens, miembro Numerario del Opus Dei. De este hombre joven, poeta, pudo decir Dámaso Alonso -Catedrático de Filología Románica en la Universidad Complutense- en su discurso de Recepción en la Real Academia Española: «El año pasado muere Bartolomé Llorens, la juventud quizá más traspasada de vida y espíritu, que he tenido estos tiempos a mi lado... ».

Cuando Bartolo conoce la gravedad de su estado, escribe a un amigo:

«He recibido carta de Lagasca . Me dicen que vendrán dentro de unos días y que le pida a Isidoro Zorzano mi curación. Se la voy a pedir como un loco a ver qué sale. Lo que pasa es que soy tan pobre persona que quizá no merezca que por mí ocurra nada extraordinario. Pero ¡he alcanzado tantas cosas sin merecerlas!

¿Qué merecimientos, antes bien todo lo contrario tenía yo para que en unos Ejercicios (...) a los que fui con el propósito nefando de salir como estaba, me señalase el Señor con su marca de fuego? Y después, ¿quién era yo para ser hijo de Dios en su Obra divina, en su Opus Dei?»(28).

Y así, haciendo su más logrado poema, como el Padre le dice la última vez que viene a verle, se va en un día de sol, cuando la muerte viene a cortejar su vida joven:

«Me quiere más mi muerte cada día

y corteja a mi vida moza y breve

que seducida queda a su porfía.

Toda mi vida es suya y no se atreve

-oh lento amor- a hundir ya mi agonía

mientras mi vida pide que la lleve»(29).

José Miguel Ibáñez-Langlois diría de Monseñor Escrivá de Balaguer en el periódico «El Mercurio» de Santiago de Chile, en 1974:

«Explica -el Padre- que no le importa hacer el juglar de Dios, si eso aprovecha a las almas.

El juglar de Dios: es algo más que una metáfora. Porque, desde el comienzo, este predicador encendido en el amor de Dios sabe prodigar la gracia humana, el humor más espléndido, las ocurrencias más inesperadas y chispeantes»(30)

Quien lo escribe, hoy sacerdote del Opus Dei, es un poeta chileno que alterna la edición de sus libros con la docencia de Literatura, Filosofía y Teología en la Universidad Católica de Santiago.

También lo entendió un poeta del color y de la forma: el pintor Fernando Delapuente, que abrazó el espíritu de la Obra, como miembro Numerario, desde el año 1940. Sus lienzos son un símbolo más que un documento. De él pudieron escribir, unos días después de su viaje definitivo:

«Delapuente acaba de morir. Aún está abierta al público la exposición de su última pintura , como él la había titulado. Y ha sido para siempre. Fernando era un hombre de fe profunda y un enamorado del arte. Se ha despedido del mundo con una sonrisa -su sonrisa generosa de hombre-niño- y una exposición de esa pintura en la que ponía tanta pasión» (31)

En la brecha. Desvelando el valor trascendente del último objeto que cruzó su mirada. Como había visto hacer siempre.

Como había aprendido después de andar tantos caminos junto al Fundador del Opus Dei.

Un día, Monseñor Escrivá de Balaguer visita al Santo Padre Pablo VI y le habla de estos hijos suyos que van por la vida cantando las maravillas de Dios. Y ningún ejemplo más plástico que el de una persona cuyo oficio es, naturalmente, cantar. Por eso le habla al Papa de Teresa Tourné, una mujer del Opus Dei que acaba de pasar por Roma en abril de 1967. Va camino de Colonia para cumplir unos contratos con la Opera de Augsburgo. Pero, antes, tiene con el Padre una conversación familiar, entrañable, en una salita de Villa Tevere.

-«Quiero que sepa, Padre, que gracias a la Obra he seguido en mi profesión; sin la ayuda de la vocación, ya la habría dejado».

-«Es bonito, hija mía, que cantes y que, mientras lo haces, alabes al Señor. Es lo que dice en unas palabras del Salmo: alabaré el nombre de Dios con un cantar (Ps LXVIII, 31)».

Luego, le recomienda que se cuide, porque no debe perder facultades por falta de atención. Y en medio de las dificultades del ambiente en que se mueve, que pegue a muchas almas el amor de Cristo...

-«Ilusiónate con tu carrera: es muy bonita. A mí me gusta mucho cantar y canto con frecuencia, ¿verdad Alvaro? Cuando vamos de viaje, suelo hacerlo».

Teresa le cuenta que, poco tiempo después de pedir la admisión en el Opus Dei, interpretaba en la ópera de «Turandot» el personaje de Liu, una esclava que defendía a un rey. El pueblo pregunta por qué defiende con tanto calor a aquel rey, y la esclava, en una frase musical difícil, contesta:

«Perché un di nella reggia mi ha¡ sorriso ...: porque un día, en el palacio, me ha sonreído. Haciendo este papel, yo pensaba que así me había sucedido en mi vida, y que también el Señor me había sonreído» (32).

Y el Padre comentaría, más tarde, a propósito de esta anécdota:

-«Se sabe esclava y amadora de Dios. ¡Es bonito! Muchos hijos míos, en las tablas del teatro, hacen reír y distraerse a los demás, y hacen actos de amor colosales »(33)

Así quería exponerle a Su Santidad la idea de que las mujeres y los hombres de la Obra están en todos los lugares, en todos los trabajos; allí donde se dan cita los más variados oficios del mundo. Y quieren estar con aquél formidable espíritu que San Pablo deseaba contagiar a los de Corinto: «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios»(34)

A veces los caminos de Dios dan un rodeo para traer más cerca a un alma. Y pasa el tiempo, hasta llegar a un encuentro feliz. Tal vez éste pueda ser el caso de Ernestina de Champourcin, escritora y mujer de un gran poeta: Juan José Domenchina. Los avatares de la guerra civil española les llevan al exilio, y México se convierte en su segunda patria. Un día, inesperadamente, conoce a Guadalupe Ortiz de Landázuri y comienza a frecuentar el primer Centro de la Obra en aquel país. He aquí cómo describe ella su propia experiencia interior:

«Un camino suave que se abre lentamente y que es distinto a todos los caminos entrevistos (...) hasta entonces. Y Dios sobre todo, que es lo que yo andaba buscando hacía años a tientas y sin saberlo...».

Poco después pide la admisión en el Opus Dei, y el 7 de enero de 1962, en Roma, conoce al Padre:

«Ese viaje en el que se habló de poesía, de aquella poesía mía a la que estaba a punto de renunciar y que se me presentó, al contrario, como una meta importante... Porque el Padre tenía el don de aclarar las sombras y de hacer sencillo lo que (...) se nos hacía incompatible o complicado».

-«No dejes de escribir nunca; en cualquier papel, en cualquier momento... ».

Uno tras otro irán llegando los libros a Roma. Y siempre, el mejor de los elogios:

-«Tus versos son muy buenos y sirven para hacer oración»(35). Aparentemente lejos de México, el Padre, de vez en cuando,leía poemas escritos más allá del mar. Y siempre, rezaba poraquellos que Dios había confiado a la fortaleza de su fe.