Contra el maltrato infantil

El maltrato infantil sigue siendo, desgraciadamente, una realidad entre nosotros. Joaquín lucha, junto con su familia y un grupo de profesionales, para acabar con esta lacra.

Una aventura familiar

Me llamo Joaquín y  soy de Algeciras, porque a mi padre, que era militar, le destinaron allí; mi mujer, Isabel, es de las Alpujarras. Nos conocimos en Granada, en el primer curso de Universidad y nos casamos al terminar la carrera, en 1976. Tenemos cuatro hijas: una es médico, otra psicólogo y las pequeñas están estudiando todavía. Y llevamos una fundación para la atención de deficientes psíquicos.

Cuando me preguntan cuándo y por qué nos embarcamos en esta aventura, que podría calificar de “aventura familiar”, no sé qué contestar, porque fue algo que fue creciendo y madurando con la vida misma.

Durante sus años en la Universidad, Isabel conoció al padre Villoslada, un religioso jesuita muy bueno. Fue él quien puso en marcha la fundación y una escuela profesional, a la que llamó La Blanca Paloma, por una historia que luego contaré. Es curioso: cuando comenzó con el proyecto, este religioso estaba muy enfermo, esperando la muerte que creía ya próxima; y durante ese periodo, otro religioso le dijo: “Padre … y mientras se muere o no se muere, ¿por qué no hace usted algo?”. Puso en marcha la fundación y… ¡vivió hasta los ochenta años!

Durante la carrera tanto Isabel como yo nos esforzábamos por llevar una vida cristiana, y procurábamos hacer las obras de misericordia que enseña el Evangelio. Isabel colaboraba  en la Escuela y yo iba de vez en cuando, antes de casarnos, a echarles una mano, pero siempre en plan de voluntariado. Entonces lo único que había era un centro de formación profesional.  Encuentro con el Opus Dei

Durante esos años mi mujer y yo conocimos el Opus Dei, y el Señor nos concedió la gracia de la vocación. Si no hubiera sido por eso, pienso que no hubiéramos tenido fuerzas sobrenaturales ni humanas para acometer todo lo que hicimos después; porque, a los pocos años de casados, en 1982, se nos presentó un grupo de padres que tenían a sus hijos discapacitados en un colegio de religiosas y nos plantearon su problema: les habían dicho que sus hijos debían abandonar el colegio al cumplir los dieciocho años, y no sabían qué hacer con ellos.

Yo, la verdad, al principio puse bastantes trabas. Mi vida –pensaba– ya tenía bastantes complicaciones, como para ponerme a resolver las de los demás… hasta que ese año se empezó a hablar de la despenalización del aborto en caso de malformación. Isabel y yo hablamos mucho del futuro de estos niños en una sociedad que estaba perdiendo sus raíces cristianas, y comprendimos que no se trataba sólo de luchar en contra del aborto, sino de ofrecer soluciones positivas y dignas –como personas, como cristianos, y en nuestro caso, como supernumerarios del Opus Dei– a las personas que se encuentran en esas situaciones. Y aceptamos el reto. 

Hay que señalar que ni mi mujer ni yo teníamos una preparación específica en este campo. Éramos dos profesores de Universidad, especialistas en materias muy alejadas del tratamiento de la discapacidad: Isabel es licenciada en Ciencias Semíticas y yo soy geólogo.

Experiencias fuertes

En nuestro trabajo las experiencias son muy fuertes y muy grandes, lo mismo que las necesidades económicas. Recuerdo que la primera furgoneta que pudimos comprar fue de sexta mano; y cuando se nos estropeaba nos quedábamos sin saber qué hacer. Pero es precisamente en esas circunstancias difíciles cuando sientes cerca, muy cerca, la mano de Dios. Estando en esa situación me llamó el alcalde de un pueblo para hablar de otras cuestiones, y yo aproveché la ocasión para contarle lo de la furgoneta, el dinero que costaba y que yo no tenía…

'Muchos niños crecen en un entorno violento, que les deja huellas'

-¡Qué curioso –me dijo– porque acabamos de recibir en el Ayuntamiento una subvención precisamente con esa cantidad, destinada para una entidad sin ánimo de lucro!

-¡Pues esa subvención es la mía! –le dije. 

Y nos la dieron.

Y así, entre muchas dificultades, vamos avanzando. Pero cuando solucionamos unos problemas surgen otros y, con frecuencia, mayores que los anteriores. Por ejemplo, cuando cerraron el Hospital Psiquiátrico nos hicimos cargo de otras muchas personas con discapacidad, adaptándolas a nuestro sistema de viviendas tuteladas y de hogares de adultos. Recuerdo que vino a verlos una de las religiosas que los habían atendido hasta entonces y me comentó: “cuando se los llevaron del Hospital yo me quedé preocupadísima. Pero al ver esto he descubierto el cuidado amoroso de Dios con los más desvalidos, porque aquí se encuentran maravillosamente”.

Es curioso: la gente piensa que este trabajo, con estas personas, es algo triste, cuando es todo lo contrario: es un trabajo especialmente alegre y gratificante, porque ves, día tras día, cómo van avanzando poco a poco y cómo se van sintiendo cada vez más útiles para los demás.

Las claves

Una de las claves fundamentales de nuestro trabajo es el cariño: un cariño sincero y profundo por cada una y por cada uno. Y estas personas advierten ese cariño, quizá no con la inteligencia; pero sí de forma intuitiva. Por otra parte son personas muy fáciles de querer.

“Intentamos suplir lo que les ha faltado desde pequeños”

Otra de nuestras claves es el trabajo: cada uno tiene una ocupación concreta, adaptada a sus circunstancias y necesidades.

Muchas de estas personas no tienen familia, y por eso mi mujer y yo -con nuestras cuatro hijas y nuestros tres nietos-  somos tutores de doce niños que no tienen a nadie en esta vida. Algunos tienen familia, pero no pueden ocuparse de ellos: están en situaciones muy complicadas. Y no faltan algunos para los que la influencia más perniciosa es precisamente la de su familia. 

Tenemos casos muy diversos: por ejemplo, de hijos que han denunciado a sus padres por actuaciones perversas que han tenido con ellos; y que luego, cuando han ingresado a sus padres en prisión, además de abandonados, se sienten culpables… Son situaciones muy tristes y difíciles de resolver. Hace poco le pedimos a la Junta de Andalucía que nos dejara hacernos cargo de un niño al que iban a llevar a una institución psiquiátrica porque sus padres no querían atenderlo. Nos dejaron que lo intentáramos y la situación se resolvió, porque el niño, al encontrarse en un clima de afecto, con personas que le querían y le cuidaban, mejoró mucho de comportamiento.

A partir de entonces la Junta de Andalucía nos ha pedido que nos hagamos cargo de niños con ese perfil. Hacemos… lo que podemos: a veces acertamos y a veces fracasamos.

Pero, lógicamente, no todo es culpa de los padres. Hay muchos otros, verdaderamente heroicos, que nos traen todos los días a sus hijos al centro ocupacional y los cuidan extraordinariamente bien.

Unos niños se quedan con nosotros al cumplir los dieciocho años, porque tienen una discapacidad que les imposibilita valerse por sí mismos; y otros se van, si su familia está dispuesta a acogerlos. Hoy mismo me han dado la buena noticia de que unos padres, a los que le habían quitado la custodia, ha decidido acoger de nuevo al niño al cabo de los años.

Buenos y malos ejemplos

Trabajamos en esto, mis hijas, mi mujer y yo; y contamos con un buen equipo de psicólogos, de trabajadores sociales y de educadores, que ponen sus mejores esfuerzos para intentar suplir lo que a estas personas les ha faltado desde pequeñas: cariño, educación, formación... Porque hay cosas que sólo se aprenden en la familia. Por ejemplo, el juicio moral, que  es algo decisivo: es necesario desde que naces que alguien te vaya indicando lo que está bien y lo que está mal. Y si no te lo enseñan en tu propia familia, cuesta mucho aprenderlo en otra parte… si es que tienes la suerte de encontrar a personas dispuestas a enseñártelo.

Desgraciadamente muchos de estos niños han tenido muy malos ejemplos y sufrido malos tratos por parte de sus padres… cuando los han conocido. Otros no hacen más que preguntarse: ¿y por qué yo no tengo padre, como todos los niños? Al principio los idealizan; pero luego, cuando son conscientes de su realidad, empiezan a odiarles... Por esa razón, uno de nuestros objetivos fundamentales es enseñarles a perdonar a sus padres, a pesar de todo lo que les hayan hecho o les hayan dejado de hacer. Ya sé que esto muy fácil de decir y muy difícil de hacer: pero no hay otro camino: tienen que aceptar su situación y hay que ayudarles a perdonar; porque sólo pueden rehabilitarse por medio del perdón.

Estas son algunas pinceladas de lo que hacemos, con la ayuda de Dios y de la formación cristiana que Isabel y yo recibimos en el Opus Dei. Antes de terminar quiero contar el origen del nombre de uno de estos centros: La Blanca Paloma. Resulta que al religioso que puso en marcha esta iniciativa que ahora llevamos nosotros, le pidieron hace años que fuese a confesar al Rocío. Y se fue para allá de mala gana, pensando que sólo se iba a encontrar con palmas, jolgorios y polvo de carretas. Hasta que llegó, se sentó en el confesionario… ¡y estuvo casi veinticuatro horas confesando sin parar! Entonces se dijo: “Esto sólo lo puede conseguir la Virgen”. Y así, “en desagravio”, el centro se llama La Blanca Paloma.