La última piedra

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

El 9 de enero de 1960 se pone la última piedra de Villa Tevere . No había querido el Padre bendecir la primera piedra, como es frecuente al inicio de las construcciones; prefiere bendecir la última, que representa el final acabado, completo, el trabajo bien hecho y terminado que se ofrece a Dios. Es algo que está en la entraña del espíritu del Opus Dei. En el muro exterior del ábside de un oratorio dedicado a los Santos Apóstoles, los albañiles colocan una lápida pequeña que corona el esfuerzo de más de diez años. Grabada en la superficie se lee esta frase latina:

Melior est finis quam principium. IX-Iannuarií-MDCCCCLX

Son las once de la mañana y llueve fino sobre Roma. La calle anuda su ritmo habitual: es el sonido cotidiano de la Vía Bruno Buozzi; ir y venir apresurado de las gentes. A pocos metros de distancia, sin solemnidades, en la absoluta normalidad de un día cualquiera, se pone y bendice la piedra final de estos edificios. Un momento más, el último, de las obras de “Villa Tevere”. El Padre ha rezado un Te Deum en acción de gracias. Es la rúbrica litúrgica de este día tan esperado.

«Soy poco aficionado a las solemnidades; tenemos una vida poco solemne, pero coherente. De esta manera haremos lo que hemos dicho tantas veces: hacer de la prosa diaria, endecasílabos, versos heroicos»(41)

El Acta que ha leído don Álvaro en la brevísima ceremonia queda depositada en el muro, junto con un puñado de monedas, las más pequeñas en circulación, de los países en los que hay miembros del Opus Dei. El Señor y su Iglesia tienen aquí un instrumento eficaz que facilitará la extensión de la Obra y, con ella, el amor de Jesucristo.

Al recorrer esta Villa romana por la que tanto se ha rezado, sufrido y trabajado, llaman la atención la solidez y el buen gusto. Pero una mirada más atenta descubre tras la seriedad de muros y estancias, una presencia entrañable, un repetido gesto de amor que aparece en los pequeños detalles.

En muchos ángulos, las fotografías de quienes se han marchado lejos para abrir los caminos de Dios y de la Obra por el mundo. Algunas vidrieras, de colores y diseños simples, recogen una iconografía llena de fuerza y gratitud: la Anunciación de la Virgen en una gallería ; un ángel, con el escudo embrazado, protegiendo a la Obra; San Rafael, con su pez colgado, marchando junto a Tobías. Cuadros, alusivos, evocan momentos históricos que el Opus Dei no olvidará nunca. Representan las etapas por las que ha pasado la Obra de Dios en su camino de la tierra.

En el Cortile dei Cantori hay una greca de mosaico que representa unas cadenas rotas. Al descubrirlas por primera vez, alguien pregunta al Padre:

-«¿Por qué están las cadenas rotas?».

-«Porque ni tú ni yo estamos encadenados. ¡Nos ata sólo el amor de Cristo! »(42).

Los detalles recios y gratos se multiplican. No hay un rincón sin arreglar, un descuido sobre aquello que la generosidad de Dios ha puesto en sus manos. Se estira la duración de las cosas hasta el límite, manteniendo siempre su aspecto digno.

Hay inscripciones que conmemoran momentos importantes, como una lápida en el. cuarto de trabajo de don Álvaro, donde el Padre concluyó los Estatutos de la Obra, o la que recuerda las bodas de plata en el sacerdocio de Monseñor Escrivá de Balaguer. Una imagen de la Virgen, Madre del Amor Hermoso, está colocada, para un bello encuentro, en uno de los vestíbulos. La de Sancta Maria Stella Maris en un aula, con la invocación escrita por el Padre en el sobre de la primera carta que llegó a Roma del Japón.

Otros objetos que tienen su pequeña y simpática historia, se dispersan también por la casa, como la vitrina, llena de pequeños borricos de adorno, que han venido desde las más lejanas latitudes. Los hay de cristal, de trapo, de madera, de cerámica... En las actitudes que se le han ocurrido al más imaginativo artista y al más simple artesano. El Padre tiene una gran simpatía por el borrico de noria. Un animal amable, trabajador, silencioso, que juega y se alegra con la fertilidad del campo mientras da vueltas, incansable, al eje que hace llegar el agua hasta las plantas. Un borrico fue el trono de Jesús cuando hizo su último ingreso en Jerusalén:

«Jesús se contenta con un pobre animal por trono. Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo (...), los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma» (43)

Cualquier recuerdo de una hija o de un hijo suyo, cualquier envío entrañable de índole familiar, tiene lugar y aprecio en el espacio de la Villa . Se acumulan, con buen gusto, los mensajes de todo el mundo. Con su carga de alegría y heroísmo, de sencillez y agradecimiento.

Villa Tevere guarda buena parte de la historia de este camino, abierto por Dios como un nuevo brote en la vida siempre fecunda de la Iglesia de Cristo.

Mucho más importante que la casa, para el Fundador, son sus hijas y sus hijos. Junto al sagrario, donde se mantiene permanente la Presencia del Señor, nombra cada día a los que están cerca y a los que han partido lejos, pero que siguen siempre junto a su corazón.

Hoy, 9 de enero de 1960, coincidiendo con el cincuenta y ocho aniversario del Fundador, ha concluido una etapa costosa, llena de sacrificios y de fe heroica. Algo que ya forma parte de la historia y del espíritu de la Obra: «El amor a Jesucristo campea en cada rincón de esta casa»(44)