El último jalón

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Verano de 1950. El calor se deja caer, vertical y cegador, sobre la carretera de Roma a Castelgandolfo. El coche entra en la penumbra de la casa, junto al Lago: bajan el Padre y don Alvaro. Caminan luego hacia el oratorio, ya que vienen a oficiar la Bendición con el Santísimo y un solemne Te Deum . Cuando el Padre levanta la Custodia, le tiemblan las manos. Y su voz también suena velada al entonar las preces.

Ha venido para comunicar personalmente a sus hijos la aprobación definitiva del Opus Dei por la Santa Sede, que ha tenido lugar el 16 de junio. Todos conocen, porque lo han vivido de muy de cerca, que las etapas jurídicas han ido precedidas por la oración, sacrificio y constante trabajo del Fundador. Así les ha enseñado, de modo indeleble, a sacar adelante las cosas de Dios.

Les hace notar el detalle de amor, por parte del Cielo, que ha elegido la fiesta del Corazón de Cristo para enviarles la aprobación de la Iglesia. Les recuerda el intenso cariño que deben profesar al Pontífice -sea quien sea-, y concretamente en este caso a Pío XII, que ha concedido esta aprobación.

También expresa su agradecimiento a los ciento veinte Obispos de todo el orbe que han enviado cartas comendaticias a la Curia Romana, solicitando la aprobación definitiva del Opus Dei.

Siente el deseo de hablar con sus hijos de «la anchura, longitud, altura y profundidad»(1) con que Pablo de Tarso describiera el ilimitado querer del Corazón de Cristo. Dios ha puesto en sus manos el quehacer de esta empresa divina en la que todos permanecen unánimes. Les dará a entender, como a aquellos primeros cristianos, las dimensiones de una entrega que hoy bendice el Papa.

Un año más tarde, el Padre convoca en España a una representación de sus hijas e hijos repartidos ya por Europa y América: se trata de celebrar el Primer Congreso General del Opus Dei. Los hombres tendrán sus días de trabajo, con el Padre, en Molinoviejo en el mes de mayo; la Sección de mujeres lo hará en Los Rosales en octubre.

Las reuniones con el Fundador son sencillas. Importantes por cuanto se está hablando en ellas: la expansión del espíritu del Opus Dei, los apostolados que han de abrirse en el mundo entero. Sencillas, porque así es la actitud de Monseñor Escrivá de Balaguer siempre. Cuando preside, medita sus palabras con prudencia y sentido sobrenatural. Expone los temas con mente clara, jurídica. Dedica horas de estudio a cada problema. Lo piensa en la oración. Tiene un serio respeto a la libertad de opinión. Y confía por completo en sus hijos, en los que apoya el peso y el amor de la Obra. Su presencia llena las situaciones de humanidad afectuosa y serena: «las cosas urgentes pueden esperar y las más urgentes deben esperar»(2), les dice.

A su lado se perfilan los rasgos del modo de gobernar. Le oirán decir que «los cargos en el Opus Dei son cargas»(3) y no significan más que una exigencia de servicio, disponibilidad y entrega. No existe en el Opus Dei un gobierno personal; las resoluciones se toman en un consenso colegial. A los directores, que han de impulsar el quehacer de sus hermanos en todo el mundo, les hace ver la urgencia de Dios para salir al encuentro de las almas y les explica que ha llegado el momento de cambiar aquel ¡calma! que como exigencia de los primeros momentos les había recomendado, por ¡deprisa, al paso de Dios!(4).

También les anima a pedir la santidad para cuantos trabajan y se acercan a esta parcela de la Iglesia, que es la Obra, a pesar de los defectos patentes e innegables que puedan tener: a nadie deben asustar los propios errores o los de los demás ya que no son impecables; eso son los ángeles. El Fundador no los quiere ángeles, sino hombres y mujeres, hijos de Dios, con la humillación de las caídas y con la lucha del esfuerzo diario(5).

Proyecta también el primer Plan de Estudios para todos los miembros de la Obra. Fiel a su convencimiento de que el desarrollo en las ciencias humanas debe llevar adscrita una madurez en las ciencias del espíritu, establece los programas con la amplitud e intensidad de la más exigente Universidad Pontificia. Aconseja el uso del latín en el estudio de la ciencia teológica como lengua perenne de la Iglesia y como vehículo universal desde los tiempos de la primitiva cristiandad romana.