La Residencia de estudiantes

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

El Padre sigue adelante con el proyecto de abrir una Residencia de estudiantes en el próximo curso 1934-35. En ella podrán alojarse algunos de los que pertenecen a la Obra y un grupo de universitarios. La carencia de medios materiales no es un obstáculo insuperable. Como dirá el Fundador:

«En el Opus Dei estamos acostumbrados a comenzar las labores cuando el Señor quiere: porque los medios vienen después, si el Señor ve nuestro amor»(10). Y más adelante:

«Teníamos bien poco -ningún medio humano y mucha juventud, mucha inexperiencia y mucha ingenuidad-, pero lo teníamos también todo: la oración, la gracia de Dios, el buen humor el trabajo, que siempre han sido y serán las armas del Opus Dei»(11).

El Padre traza las líneas maestras de lo que debe ser la futura Residencia y encarga algunas gestiones a Isidoro Zorzano, Ricardo Fernández Vallespín, Juan Jiménez Vargas y José María González Barredo.

Los miembros de la Obra, y también los amigos que frecuentan Luchana, se lanzan, en el verano de 1934, a buscar un local adecuado. Dividen Madrid por zonas. En el mes de agosto, se encuentra una casa próxima a la Ciudad Universitaria, en el número 50 de la calle Ferraz. Se trata de un edificio grande, de buena construcción, con dos departamentos en cada piso. El plan es alquilar la primera planta completa para instalar la Residencia, y uno de los correspondientes a la segunda para trasladar allí las aulas de la Academia “DYA”. Los trámites se llevan a cabo directamente con el propio dueño del inmueble, don Javier Bordiú, ingeniero de Minas, hombre de bien a quien el Padre llegará a tener mucho cariño, y que vive con sus hijos en el piso principal. Cada uno de los departamentos cuesta, en alquiler, cuatrocientas pesetas al mes, lo que arroja un total de mil doscientas. Además, al firmar el contrato hay que adelantar la primera mensualidad como garantía. Ricardo Fernández Vallespín, que ha terminado su carrera, figura como director de la Residencia.

Y así empieza la odisea económica de Ferraz, que no consiguió minar ni la fe ni el buen humor de todos, aun cuando hubo momentos de auténtica imposibilidad.

Se consiguieron, en total, unos miles de pesetas para pagar la fianza y afrontar los primeros gastos: obras de albañilería que habían de unir los dos departamentos del primero, e instalación de los servicios indispensables a una Residencia. Ahí se acabó el dinero disponible, y aún no se había iniciado el capítulo de muebles y enseres de todo tipo.

Sin embargo, en medio de la falta de medios materiales, el Padre no cae nunca en la pobretería. Reúne a los miembros de su familia -doña Dolores, Carmen y Santiago-, y les da cuenta por vez primera de su vocación, de la especial llamada que ha recibido de Dios el 2 de octubre de 1928. Les pide su colaboración económica con el patrimonio familiar: unas tierras valiosas que han heredado en Fonz, en la provincia de Huesca.

Ninguno tiene la menor vacilación. Quedan en vender esas propiedades. Si Josemaría lo necesita, para servir a Dios, todo es suyo. Solamente Santiago interviene para decir, bromeando, con un divertido neologismo:

«¡Ah!, entonces por eso te “ciliciabas”»(12).

Ha presenciado repetidamente la preocupación de su madre y hermana por la vida de trabajo y penitencia intensa que lleva el Fundador de la Obra. Ahora, por lo menos, cuenta con una explicación a que atenerse.

En el mes de septiembre se amuebla la casa. El comedor, la sala de visitas, el vestíbulo. También se llegan a instalar lámparas en los dormitorios; pero el dinero del que por ahora dispone solamente cubre lo necesario para montar una habitación-piloto, con dos camas, armario, mesitas de noche, mesa de trabajo y sillas. Se ha logrado comprar el menaje de cocina y la vajilla.

La ropa viene, a crédito, de los Almacenes Simeón. Trabaja en este comercio, como jefe de sección, un antiguo proveedor de la familia del Padre: Casimiro Ardanuy. Todos los colchones, mantas y enseres que no se pueden colocar por falta de muebles, se reúnen en una habitación a la que llaman almacén.

«En aquellos tiempos disponíamos de muy pocos muebles. Teníamos ropa, que me habían dado en unos grandes almacenes a crédito, para pagarla cuando pudiera. Y no teníamos armarios para guardarla. En el suelo habíamos puesto con mucho cuidado unos papeles de periódico, y encima la ropa (...). Y encima, más papeles, para resguardarla del polvo»(13).

El Padre elige la habitación para el oratorio: grande, con entrada muy próxima al vestíbulo principal y una ventana de tamaño regular que se abre a un patio silencioso. Los cristales se cubren con papel que imita el cristal emplomado.

Allí se monta, en principio, una mesa amplia con un crucifijo y dos candeleros. Un banco, que ya estaba en Luchana, se divide en dos y ocupa los laterales. Junto al altar, un reclinatorio.

A lo largo del curso, el oratorio se va completando. Ya se ha conseguido un altar de madera, con frontal liso y adecuado para adosar una armadura de madera forrada con tela del color litúrgico del día. Al principio sólo existe el blanco. También los únicos ornamentos que tienen son de este color.

En este primer oratorio de la Obra, el Padre vuelca su ilusión de tanta espera. Han pasado seis años y nunca ha dejado de soñar con el momento en que Cristo Hombre, Pan Eucarístico, fuerza y sangre de toda la vida del cristiano, pueda venir a ser amado, adorado, bajo el techo del Opus Dei. Querría tener, para recibir este primer sagrario, los medios con que el amor humano demuestra su grandeza. Y, en la escasez en que se mueve, enseña a todos que el oratorio es lo primero. Y les dice que, algún día, cuando tengan más posibilidades, habrán de ponerlas en este lugar, a los pies del sagrario.

El Padre, al concluir aquella semi-instalación, se reviste con un roquete de encaje confeccionado por su hermana Carmen. Toma en sus manos el agua bendita e invoca la protección del Cielo para todas las dificultades, y también para las alegrías que les aguardan. Bendice especialmente aquel hogar en el que ahora, mejor que nunca, empezará a formar en el espíritu de la Obra a los primeros.

«Me traje del Rectorado de Santa Isabel un acetre con agua bendita y un hisopo (...). También (...) una estola y un ritual, y fui bendiciendo la casa vacía: con una solemnidad y alegría, ¡con (14) una seguridad!... »

Pocos días más tarde aparece un flamante anuncio en los periódicos dando a conocer la nueva Residencia, y se habla de ella entre los estudiantes de varias Facultades. Pero da comienzo el curso académico y no llega solicitud alguna. Fallan todos los cálculos económicos tan cuidadosamente medidos por Isidoro y basados en que estuviera llena la casa. Los acontecimientos del país contribuyen a esta desbandada: en octubre se proclama la huelga general que culmina con la revolución de Asturias y Cataluña. Se aplaza la apertura de la Universidad para evitar disturbios.

Pero la fe del Padre no flaquea, las cosas de Dios exigen fortaleza y paciencia. Hay que correr con las dificultades de este primer año, que se presenta arduo. Ricardo Fernández Vallespín, desde su responsabilidad de director, aún recuerda los agobios económicos del curso 1934-35. No hay dinero para el alquiler, ni para las tiendas de comestibles, ni para los plazos de la ropa... Para nada. Alguna vez, la imposibilidad material de sacar aquella casa de la Obra adelante le hace llorar, y ya no es un niño, sobre los libros de facturas.

A punto de comenzar las clases sólo llegará un residente: Alberto Ortega. Aún no funciona la cocina, y además resulta más barato llevarle a comer a un restaurante próximo que poner en marcha los servicios generales. Sin embargo, desde que se instala este primer alumno, la casa empieza su vida. A última hora de la tarde de este primer día de rodaje en la Residencia DYA, varios miembros de la Obra que viven en casa de sus familiares abandonan Ferraz 50. Solamente se queda Ricardo Fernández Vallespín, que es el director. El Padre le llama y le da su bendición: por primera vez Ricardo va a pasar la noche bajo el techo de un Centro del Opus Dei.

El Fundador les ayuda constantemente. Avala sus adquisiciones y deudas; habla con el dueño de los pisos de Ferraz; consigue créditos. Y reza incesantemente, porque cree en los proyectos de Dios y en la omnipotencia de la oración. A veces se encierra en una habitación y Ricardo, que es quien más horas permanece en la casa, oye los golpes de sus disciplinas y asiste, distante y estremecido, a penitencias que le conmueven. Tanto más, cuanto que nada en el carácter alegre, abierto y de permanente buen humor, hace sospechar la entrega de este sacerdote que ha puesto su vida entera en las manos de la Providencia.

En el piso de la segunda planta de Ferraz 50 se instala la Academia DYA, que cuenta ya con la experiencia de los meses transcurridos en su primitiva sede de la calle de Luchana. Escribe José Ramón Herrero Fontana, uno de los primeros alumnosls que este centro intentaba formar buenos profesionales de Derecho y Arquitectura. Pero pronto empezaron a acudir estudiantes de otras Facultades, y los idiomas ocuparon, también, un lugar destacado en las clases. El Padre ya piensa en la expansión del Opus Dei por todo el mundo, aunque ahora no es más que «un pequeño grano de mostaza».

Aunque se ha llegado a alcanzar la cifra de catorce residentes, que es la capacidad de la casa, a lo largo de este primer curso de funcionamiento se demuestra la imposibilidad de mantener alquilados los tres pisos con que se contaba en un principio. Es necesario prescindir del segundo y reducirse a los dos departamentos del primero. Para evitar el desánimo, lógico, que pudiera producir esta renuncia, les dirige el Padre una meditación llena de empuje, de esperanza y de sentido sobrenatural, cuyo motivo central repetirá muchas veces y recogerá, años más tarde, en el punto 12 de «Camino»:

«Crécete ante los obstáculos. -La gracia del Señor no te ha de faltar: “ínter medíum montium pertransibunt aquae”! -¡pasarás a través de los montes! ¿Qué importa que de momento hayas de recortar tu actividad si luego, como muelle que fue comprimido, llegarás sin comparación más lejos que nunca soñaste?»

En el siguiente curso de 1935-36, la Academia “DYA” ha pasado a ocupar parte de las dos viviendas del primer piso. Y, ahora que han reducido espacio, llueven las peticiones y la casa se llena por completo de estudiantes. También algunos que ya son de la Obra, como Pedro Casciaro y Francisco Botella, cuyas familias viven fuera de Madrid, trasladan su alojamiento a Ferraz 50. El ambiente es formidablé, y cada vez frecuenta la casa un número mayor de amigos atraídos por la alegría, la fe y la serenidad que neutralizan, incluso, las circunstancias pesimistas del clima político.

A lo largo del tiempo, se conservarán anotaciones, documentos, facturas y toda suerte de recuerdos de estos primeros años. Por ejemplo, recetas económicas redactadas por Isidoro Zorzano, en las que emerge su sentido de la ingeniería mucho más que el del arte culinario. Hay una para hacer croquetas, en la que se agrupan los ingredientes en una columna, en otra el peso, en la siguiente el precio unitario y, en la última, el precio total. Después, añadía: por cada kilogramo de carne, se pueden sacar tantas croquetas.

Pero todos los residentes recuerdan aquel tiempo llenos de gratitud. La casa es una tarea común en la que se sienten implicados. El Padre la ha concebido como un lugar abierto a todos, sin discriminación de ningún tipo. Bastaba tener deseos de aprender y de formarse cabalmente, para encontrar abiertas de par en par las puertas de la Residencia “DYA”.

Uno de los primeros residentes escribe años más tarde: «La ilusión que todos teníamos en conseguir la nueva sede de la Academia-Residencia DYA era una muestra de cómo el Padre nos hacía partícipes de las cosas de la Obra. Realmente la considerábamos como algo nuestro (...). A mí, por ejemplo, estudiante de arquitectura, me hizo un croquis de la futura Residencia, durante un rato de conversación en un retiro mensual»(16).

La necesidad de alquilar un nuevo piso se acoge con gran alegría. Es un año de promesas frente a toda dificultad. Un tiempo para apoyar la confianza en las palabras que el Padre transcribirá, luego, en «Camino»:

«Cuando sólo se busca a Dios, bien se puede poner en práctica, para sacar adelante las obras de celo, aquel principio que asentaba un buen amigo nuestro: "Se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gaste" » (17).

Ya no es posible volver a alquilar el segundo, devuelto al dueño del inmueble. Y, como no caben, han de tomar otro piso en la misma calle de Ferraz, número 48. Allí se traslada, otra vez, la Academia “DYA”. Esta es una casa vieja, de dos plantas. No tiene calefacción y es heladora: se la denomina, con buen humor, «Siberia».