Rector del Real Patronato

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

La Orden de las Agustinas de la Visitación data de 1589. Tenían el primitivo convento muy próximo al Corral de la Pacheca, lugar poco adecuado para su retiro. Una Real Orden de Felipe III les cede la sede que aún hoy ocupan.

Esta Fundación de Patrimonio Real tiene, en 1931, una amplia iglesia barroca con crucero y cúpula octogonal. Sobre el altar descansa un valioso tabernáculo, decorado por cuadros de Palomino que representan al Divino Pastor, San Pedro y San Pablo, entre doradas tallas, figuras angélicas policromadas y una cúpula sobre la que camina un San Juan niño. El retablo está ocupado por un lienzo de la Inmaculada de Ribera. Hay, además, una capilla interior con esculturas, objetos piadosos y relicarios de gran valor material e histórico. En las salas de Comunidad existen lienzos de espléndida categoría artística. Allí están las firmas de Claudio Coello, Cerezo, Agüero y Ribera. La mayor parte desaparecerá en los incendios provocados por el Frente Popular en 1936. Algunas obras de arte, milagrosamente salvadas, serán custodiadas de nuevo por la propia Comunidad.

El Patronato de Santa Isabel -que durante la República pierde el apelativo «Real» que hacía referencia al patronazgo de Felipe III- está compartido por dos Comunidades de actividad y vocación diversas: las Religiosas Agustinas Recoletas, de clausura, y las de la Asunción, dedicadas a la enseñanza.

Don Josemaría irá a celebrar la Santa Misa en la iglesia del Patronato de Santa Isabel, a las ocho de la mañana. Antes y después del Sacrificio, ocupará el confesonario. Atenderá espiritualmente a las religiosas enfermas y volcará su piedad, su alegría natural y sobrenatural sobre todas aquellas almas entregadas al servicio de Dios en momentos difíciles para cualquier forma de confesionalidad religiosa.

Con mucha frecuencia, se le puede ver arrodillado en el reclinatorio del presbiterio, haciendo su oración delante del sagrario. Otras veces llega acompañado de muchachos jóvenes, y reza con ellos.

También vienen por esta iglesia grupos de chicas que van a confesarse y a poner su vida espiritual en manos de este sacerdote. La Obra, en sus comienzos, encontrará cobijo material en estos lugares de oración, donde su Fundador reza intensamente y donde vuelca su trabajo sacerdotal(3).

En la primavera de 1934 don Josemaría se traslada a la vivienda que existe a disposición del capellán del Convento de las Agustinas Recoletas de Santa Isabel, con doña Dolores, Carmen y Santiago. La casa pertenece, por derecho, al cargo que desempeña don Josemaría Escrivá de Balaguer.

El 11 de diciembre de 1934 es nombrado oficialmente Rector del Patronato de Santa Isabel por el Presidente de la República, don Niceto Alcalá Zamora. El nombramiento se ajusta a las normas del Decreto publicado en el Boletín Oficial del Estado del 19 de diciembre del mismo año. Hasta el advenimiento del nuevo régimen republicano, el cargo lo asignaba el Obispo de Sión y Patriarca de las Indias, que era quien se ocupaba de la provisión de los cargos eclesiásticos que dependían de los Patronatos reales. Antes de aceptar el nombramiento, don Josemaría pide el permiso oportuno tanto al Obispo de Madrid como al Arzobispo de Zaragoza, del que aún depende.

Todas las religiosas que le van a conocer durante estos años previos a la guerra civil, le definen como sacerdote ejemplar, con una intensa vida de fe a cuya luz resuelve los acontecimientos y las situaciones.

La Madre María del Buen Consejo le acompaña a llevar la Comunión a las enfermas a través del claustro y de las habitaciones del convento. Y advierte la delicadeza y el amor con que acoge y transporta al Señor Sacramentado.

-«Lo arropa en el paño de hombros y luego lo lleva apretado contra su corazón»(4).

Un día, cuando don Josemaría está dando la Comunión a las Religiosas, tras la reja del coro, se le ocurre decir al Señor un piropo de amor competitivo:

-«Te quiero más que éstas».

Y siente una locución interior que le contesta, con las palabras de un conocido refrán, como empujándole a trabajar más aún: -«Obras son amores y no buenas razones»(5). Nunca olvidará esta respuesta divina que le invita a la oración intensa y a la acción incansable en busca del reino de Dios. Y así se lo hará llegar, con fuerza, como programa apasionante, a sus hijas e hijos en el Opus Dei:

«Se ha puesto de relieve muchas veces el peligro de las obras sin vida interior que las anime, pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior -si es que puede existir- sin obras.

Obras son ancores y no buenas razones ”: no puedo recordar sin emoción este cariñoso reproche (...) que el Señor grabó con claridad y a fuego en el alma de un pobre sacerdote, mientras distribuía la Sagrada Comunión, hace años, a unas religiosas y decía sin ruido de palabras a Jesús, hablando con el corazón: “ te amo más que éstas ”» (6).

Por eso, mientras se esfuerza por vivir el espíritu que Dios le ha hecho ver, forma también en este apasionado amor que se le muestra, a todos cuantos empiezan a seguirle. Su alma es una mezcla de energía y serenidad, de fortaleza y afecto. De madura gravedad de adulto y de abandono infantil en manos de Dios.

Es capaz de aprovechar para la vida interior las circunstancias difíciles que, desde hace ya mucho tiempo, se le plantean a diario, pero también las pequeñas nimiedades del quehacer cotidiano. Durante varios días, y mientras ocupa el confesonario de Santa Isabel, oye la puerta de la iglesia que se abre con estrépito y un ruido como de cántaros metálicos.

Por fin, decide averiguar la causa. Se sitúa junto a la puerta, por dentro de la iglesia. Al oír el primer golpe sale y encuentra un lechero que viene con sus cántaros.

-«Pero, tú, ¿qué haces?»

-«Yo, Padre..., vengo cada mañana, abro -no entro con más delicadeza porque no sé; por eso meto este ruido-, y le saludo: Jesús, aquí está Juan el lechero».

Y le parece una oración tan formidable que pasa el día repitiéndola como una jaculatoria: «Señor, aquí está este desgraciado, que no te sabe amar como Juan el lechero»(7).

La Madre María del Buen Consejo, que le conoce desde el año 1932, tiene un gran afecto al Rector y a su familia. Sobre todo a doña Dolores, a quien ve diariamente asistir a la Santa Misa en la iglesia del convento. A través de toda vicisitud, mantiene su afabilidad, su distinción y delicadeza. Casi siempre le acompaña su hija Carmen.

Esta buena religiosa piensa, y con razón, que en las cualidades de don Josemaría ha debido influir notablemente su madre. Porque ella puso los cimientos más profundos. Por eso le tiene una simpatía y deferencia especiales. Años más tarde, cuando la Orden haya destinado a esta religiosa al Brasil, leerá «Camino» una y otra vez, con detenimiento. Luego, dirá a sus compañeras:

-«Este libro dice lo que el Fundador de la Obra vive: así es él»(8).

Mientras sigue como Rector, les pide oraciones constantes para que permanezca fiel a su vocación. Para que la Obra que Dios ha puesto en su corazón y en sus manos salga adelante. Para que las vocaciones que empiezan a frecuentar su casa y a entender su espíritu lleguen a una entrega total, absoluta, en medio del mundo, al servicio de las almas, de Dios y de la Iglesia.

Es costumbre en el Patronato que, durante los días de Navidad, las Religiosas Agustinas Recoletas expongan a la adoración un Niño Jesús de talla policromada. Tiene la cabeza inclinada hacia un lado, los ojos semicerrados y los brazos sobre el pecho. Parece dormir con placidez. Después de la muerte del Fundador, las monjas empezarán a llamarle el «Niño de don Josemaría», porque le tiene un cariño especial. Se lo pide algunas veces, y lo lleva a su casa para hacer la oración junto a El. A lo largo de la guerra civil es una de las pocas imágenes del convento que se mantienen intactas. La Madre San José, que es la sacristana, acostumbra a pararse cerca de la iglesia para escuchar al Rector que, sin advertir su presencia, ora delante de esa imagen, en voz alta, le dice palabras de amor al Niño Jesús e incluso le canta.

No es de extrañar, conociendo la espontaneidad humana y la sobrenaturalidad de sus afectos, que don Josemaría Escrivá de Balaguer redacte de un tirón, durante la acción de gracias de su Misa en la iglesia de Santa Isabel, breves comentarios a cada uno de los quince misterios del Rosario, que más adelante publicará, en forma de libro, para ayudar a rezarlo con atención y amor.

«Se ha promulgado un edicto de César Augusto -escribe en el tercer misterio gozoso-, y manda empadronar a todo el mundo. Cada cual ha de ir, para esto, al pueblo de donde arranca su estirpe. -Como es José de la casa y familia de David, va con la Virgen María desde Nazaret a la ciudad llamada Belén, en Judea (Lc II, 1-5).

Y en Belén nace nuestro Dios: jesucristo! -No hay lugar en la posada: en un establo. -Y su Madre le envuelve en pañales y le recuesta en el pesebre (Lc II, 7).

Frío. -Pobreza. -Soy un esclavito de José. -¡Qué bueno es José! -Me trata como un padre a su hijo. -¡Hasta me perdona, si cojo en mis brazos al Niño y me quedo, horas y horas, diciéndole cosas dulces y encendidas!...

Y le beso -bésale tú-, y le bailo, y le canto, y le llamo Rey, Amor, mi Dios, mi Unico, mi Todo!... ¡Qué hermoso es el Niño... y qué corta la decena!»(9).

Para los que viven de fe, la presencia de Dios entre los hombres, la encarnación de la Omnipotencia en la forma inerme, indefensa, de un niño, pone todos los sentimientos del alma en una orilla de amor que no entiende de suficiencias ni de pudores intelectuales.

La otra comunidad, Religiosas de la Asunción, dedicada a las tareas docentes, también recuerda las atenciones que tuvo para con ellas el Rector de Santa Isabel. El Colegio de la Asunción fue introducido en España por Alfonso XII, que conoció la institución en París, ya que la Reina Mercedes se había educado en uno de estos Centros.

La Madre Superiora, Eugenia Montes Jovellar, que había cambiado su nombre familiar por el de Inés, contaba con don Josemaría para las Profesiones de las religiosas, para los actos eucarísticos y para cualquier incidencia en la que precisara un consejo certero y oportuno.

El 5 de mayo de 1936 las dos comunidades tendrán que abandonar el Patronato por orden del Presidente del Gobierno. Habrán de refugiarse en diversas casas de Madrid o salir, en un verdadero exilio, por las provincias de España. Algunas consiguen pasar la frontera y permanecer, durante los tres años que se mantiene la contienda, en el extranjero. Al estallar la guerra, estos edificios soportan muchas vicisitudes: el convento de las Agustinas Recoletas, con todo su patrimonio artístico, arde por determinación del Frente Popular; un tercio del Colegio de la Asunción también queda destruido. El resto permanece en pie y es utilizado como acuartelamiento y oficinas.

Cuando termine el conflicto bélico en España, en 1939, don Josemaría prestará su colaboración para que las dos comunidades de religiosas puedan instalarse de nuevo en los edificios de Santa Isabel y reemprendan las actividades que les son propias.

No es de extrañar que las Agustinas repitan, con frecuencia, que tienen una deuda de agradecimiento con don Josemaría, y que las oraciones de esta comunidad contemplativa acompañen las actividades de la Obra en su caminar por los senderos de la tierra.

Este cariño a las comunidades religiosas es connatural a todos los miembros del Opus Dei, porque su Fundador lo llevó en el alma, durante el quehacer apostólico de su vida.

En 1967 lo afirma en una entrevista concedida a Jacques Guillemé Brúlon, redactor de «Le Figaro» de París, recogida en la publicación «Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer»:

«Aunque ni somos religiosos, ni nos parecemos a los religiosos, ni hay autoridad en el mundo que pueda obligarnos a serlo, en el Opus Dei veneramos y amamos al estado religioso. Rezo cada día para que todos los venerables religiosos continúen ofreciendo a la Iglesia frutos de virtudes, de obras apostólicas y de santidad» (10).

Y a “Enrico Zuppi y Antonino Fugardi, de «L'Osservatore della Domenica»” (Ciudad del Vaticano):

«El camino de la vocación religiosa me parece bendito y necesario en la Iglesia, y no tendría el espíritu de la Obra el que no lo estimara. Pero ese camino no es el mío, ni el de los miembros del Opus Dei (...). La característica específica nuestra, es santificar el propio estado en el mundo, y santificarse cada uno de los miembros en el lugar de su encuentro con Cristo: éste es el compromiso que asume cada miembro, para realizar los fines del Opus Dei(11)»