La primera hora

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Durante su estancia en México, en 1970, Monseñor Escrivá de Balaguer explicaba a un grupo de sus hijos las vicisitudes por las que había pasado el desarrollo de la Obra de

Dios en el mundo:

«Cuando el Señor quiso que yo comenzara a trabajar en el Opus Dei, yo no tenía ni una virtud, ni una peseta (...). ¿Veis qué bueno fue esto? ...»(1).

En 1928 es un sacerdote de veintiséis años, desplazado fuera de su diócesis aragonesa; prepara su Tesis Doctoral y sostiene económicamente a su familia; desempeña una agotadora actividad sacerdotal en barrios y hospitales; está inmerso en una aventura divina, cuyas dimensiones desbordan los sueños de su alma.

«Soñad y os quedaréis cortos»(2), dirá siempre a sus hijos, con la experiencia de quien se ve sobrepasado por la magnanimidad de Dios.

Pero en estos primeros años carece hasta de lo indispensable. Atraídas por el fuego de Dios, vienen a su alrededor personas de los más variados ambientes, que ignoran la estrechez oculta en una prodigiosa naturalidad. Por eso, en el correr del tiempo, cuando hable a los que van a abrir caminos para la Obra en cualquier parte del mundo, les recordará:

«Os puedo asegurar que todos los lugares, humanamente hablando, se encuentran en mejores condiciones y con más medios que cuando yo hube de empezar aquel 2 de octubre de 1928. No os podéis imaginar lo que ha costado sacar adelante la Obra. Pero ¡qué aventura más maravillosa!»(3).

La abrumadora soledad de esta primera etapa, la incomprensión, las dificultades de su juventud y de su carencia de medios se ven superadas por el temple irrompible de su fe.

A los primeros chicos que le siguen empieza a hablarles de generosidad y de servicio, por la calle: dando un paseo por el Parque del Retiro madrileño, o en aquel pequeño bar de la calle Alcalá, muy cerca de la Plaza de la Independencia, llamado El Sotanillo... En cualquier parte donde se le brinde la oportunidad de llamar a las puertas de una juventud sedienta de Dios y de ideales. Alguna tarde les invita a merendar, midiendo sus escasos medios porque las pesetas y los céntimos están contados hasta el último extremo.

A través del Patronato de Enfermos conoce a algunas señoras que colaboran con su trabajo y dinero a las obras de atención social que allí se realizan. A todas les pregunta si tienen algún pariente joven, estudiante. Años más tarde, algunos miembros del Opus Dei, como Monseñor Alvaro del Portillo, don José Luis Múzquiz y don Fernando Maycas, sabrán que el Fundador rezaba por ellos, con nombres y apellidos, desde antes de conocerlos.

Muchos, en esta primera hora, se le acercan y le siguen; pero no calan en el fondo sobrenatural de la Obra y se van, de pronto, sin dar ninguna explicación.

No obstante, continúa en su búsqueda. A través de la dirección espiritual va conociendo, también, a un grupo cada vez más numeroso de mujeres jóvenes a quienes expone el panorama de la santificación del trabajo profesional en medio del mundo.

Ninguna duda de la sinceridad, de la autenticidad sobrenatural de las palabras de don Josemaría. Pero es difícil conseguir las primeras vocaciones: quizá a muchos les parece un programa arduo. Demasiado exigente y demasiado nuevo en el contexto espiritual del momento.

Para cubrir la atención espiritual de todos los que se le acercan, pide ayuda a un grupo de sacerdotes seculares, entre los que hay alguno de más edad, a los que expone aquello que Dios le ha confiado. Tiene con ellos una reunión todos los lunes. Aquí acuden don José María Somoano, don Lino Vea Murguía y don Norberto Rodríguez. En una agenda, don José María Somoano, escribe entusiasmado que le ha visitado don Josemaría Escrivá y que su alma está transformada...(4).

Las dificultades le acompañarán siempre, pero nada va a detenerle. Este empeño le hará decir muchos años después:

«He dedicado mi vida a defender la plenitud de la vocación cristiana del laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes que viven en medio del mundo y, por tanto, a procurar el pleno reconocimiento teológico y jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo (...).

Corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos»(5).

Para esta entrega, esta comprensión sin fronteras, Dios le dio una enorme capacidad; un conocimiento profundo del ser humano que le ayudará, en un inmediato futuro, a ser gozosamente entendido por muchos.

Don Rafael Fernández Claros, un sacerdote que le conoce en 1929, escribirá:

«Me bastaron unos momentos para apreciar en todo su altísimo valor el tesoro de santidad que cuidadosamente guardaba aquella delicada alma sacerdotal»(6).

En una carta personal del 7 de junio de 1931 le dirá: «Tus cartas me hacen mucho bien pues después de leerlas me siento con más ánimo para ser fiel (...). Vienen tus misivas siempre fragantes de piedad y del más puro fraternal cariño»(7).