Caridad y valentía

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Las Hijas de la Caridad que trabajaron en el Hospital del Rey durante la difícil década de 1926 a 1936, recuerdan con enorme afecto la dedicación, la generosidad, la entrega de estos tres sacerdotes. Después de la muerte imprevista de don José María Somoano, el 16 de julio de 1932, don Lino Vea Murguía caerá fusilado en Madrid al comienzo de la guerra civil. Y solamente don Josemaría Escrivá de Balaguer sobrevivirá al riesgo de persecución y al trabajo agotador que se ha impuesto para cuidar a tantas almas que reclaman su atención sacerdotal.

Tanto la Superiora de la Comunidad como la Hermana encargada de la capilla y las que trabajan en las salas de enfermos infecciosos(4), le ven acudir a pie o en cualquiera de los escasos medios de locomoción habituales; siempre rápido, como quien tiene una importante misión que cumplir en los minutos de cada hora; a la vez, siempre con calma, entregando todo su tiempo a las personas que le reclaman. Muy joven aún, pero con madurez y gravedad en el comportamiento, buscando siempre la gloria de Dios, y valiente, muy valiente para trabajar, en su calidad de sacerdote, de un modo amable y enérgico ante las situaciones más contradictorias.

Los pacientes le esperan con auténtico cariño. Aquellos tuberculosos desahuciados, jóvenes en su mayoría, se confían a este sacerdote alegre que habla de la muerte como el comienzo de la Vida; que les invita a pasar de la esperanza de la tierra a la seguridad de Dios, con una sonrisa; bendiciendo el dolor que les hace hermanos, con mayor predilección, de Jesucristo.

Celebra con frecuencia la Santa Misa en el Hospital del Rey. A la Hermana sacristana le conmueve advertir que reza con particular devoción las oraciones de la Misa, que toma en sus manos con actitud de profunda adoración la Sagrada Eucaristía, que es capaz de revestirse y salir a ejercer su sagrado ministerio al jardín del Hospital, cuando las circunstancias políticas exigen casi ocultarse para rezar y pronunciar el nombre de Dios. Que continúa llegando, cada vez, con su traje talar, sin miedo a las pedradas ni a las represalias que pueden ocultarse tras los desmontes y el descampado que rodean el Hospital. Y que, al mismo tiempo, es capaz de mantener una esperanza que tiene su cimiento, su apoyo inconmovible, en la fe sobrenatural que Dios le otorga. No conocerá el desánimo ni en los últimos años de esta década, cuando todo parece desmoronarse. Su aliento para los enfermos, las Religiosas, los que colaboran en el Hospital y acuden a escuchar sus homilías, será constante.

Algunas veces celebra en una capilla improvisada en un salón de la Comunidad, donde se ha instalado un altar portátil. En el retablo preside la Virgen Milagrosa. Desde allí distribuirá la Comunión a los enfermos que lo solicitan. Jamás le ha retraído el contagio a que se expone frecuentando algunas salas. No tiene miedo a nadie ni a nada. Y los pacientes, que saben apreciar esta actitud, aceptan la enfermedad y la muerte con una entereza y alegría que dan ejemplo de devoción a quienes les rodean. Las monjas llegan a comentar que se lleva a los enfermos al Cielo «en palmitas», con aquel don y atractivo que sabe poner en las cosas de Dios.

La Hermana sacristana le secunda en cuidar todo cuanto se refiere al culto, aun cuando las circunstancias presentes no favorecen el mantener los objetos con la calidad y decoro necesarios. Porque, en medio de la actividad constante que desarrolla, don Josemaría no olvida estas pequeñas grandes cosas en las que se demuestra un detalle de amor con el Señor.

A lo largo de su vida, el Fundador del Opus Dei recordará que «la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas.

Estas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos incurables, pobres abandonados, niños sin familia y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor»(5).

Y muchos de estos enfermos, conscientes de que aquel sacerdote se ha sentido llamado a una alta misión del cielo, y que necesita y valora su ayuda y su oración, se brindan a ofrecer el dolor como la mejor moneda de cambio que poseen para pagar las atenciones de don Josemaría Escrivá de Balaguer. Hay referencias históricas conmovedoras. Entre ellas, la de una mujer joven que ingresa en el Hospital del Rey en 1930. Su tuberculosis es avanzada e incurable. Conoce a don Josemaría y empieza a recorrer el camino sobrenatural que le brinda. Poco después, pide su admisión en el Opus Dei: María Ignacia García Escobar, reza y se adentra en el panorama de filiación divina: entiende que Dios puede estar escribiendo su mejor biografía con la enfermedad; que la necesita para completar con su dolor la Redención del mundo; y ve el amor, misterioso amor de Dios que a veces resulta difícil de aceptar, en el envés de la trama con que el Señor teje los acontecimientos del mundo. Todavía recuerdan sus hermanas, que la acompañaban, frases completas que don Josemaría repite a la enferma en sus momentos de mayor sufrimiento: «A veces puede parecernos que nos trata duramente; no podemos entender las dificultades o las penas que nos envía; pero tampoco el niño pequeño entiende por qué su madre no le deja que juegue con un cuchillo o que acaricie con sus deditos la llama de una vela; y menos entiende por qué, en determinadas circunstancias, le da unos buenos azotes. Sin embargo, todo es para bien»(6).

María Ignacia se agrava, y don Josemaría la visita con frecuencia. Llama por teléfono a las Hermanas de la sala preguntando por su estado. La asiste en su muerte, larga y dolorosa. Lee despacio, ante ese cuerpo llagado y consumido por la enfermedad, la recomendación del alma, con voz pausada, solicitando la ayuda de los grandes aliados de los hombres: los ángeles y los santos. Y preside, afectuosamente, su entierro en el cementerio de Chamartín de la Rosa. Cuando el féretro baja hasta el fondo de la fosa, toma un puñado de tierra, lo besa y lo deja caer sobre la caja que contiene los restos de una mujer generosa que ha comprendido la Obra de Dios y que le ha sabido ayudar con el mejor tesoro que se puede poseer en la tierra: el dolor ofrecido con Cristo. Es el 13 de septiembre de 1933(7).