El Patronato de Enfermos

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Doña Luz Rodríguez Casanova, hija de la Marquesa de Onteiros(5), había iniciado sus actividades apostólicas en Madrid, entre los sectores más humildes de la sociedad, desde su juventud. El momento social de los comienzos del siglo XX en España es muy grave. El hambre y la incuria hacen presa en los menos privilegiados. Mientras se gestan posibilidades a nivel administrativo, político y social, hay personas que no permanecen indiferentes a la extensión de desgracias que se ceban en una parte de la población. Una de ellas será esta mujer, que va a ofrecer su vida y la de sus compañeras al servicio de los más necesitados. En plena Segunda República española, las Damas Apostólicas, Fundación de doña Luz, tienen en marcha sesenta y seis escuelas, en las que se instruyen unos doce mil niños; el Patronato de Enfermos, enclavado en la calle de Santa Engracia, atiende a más de cuatro mil pacientes por año con la ayuda de un cuadro de médicos, farmacéuticos y enfermeras.

Esta labor de caridad es muy amplia. Tanto, que alguna de las colaboradoras de estas Damas Apostólicas llega a comentar jocosamente: «En el Patronato, todo lo que se organiza es por toneladas». Y tiene razón. Muchos días se reparten hasta setecientas raciones de comidas. Las visitas a pobres y enfermos, dispersos por los más alejados barrios, así como por todos lo hospitales de la ciudad, son una tarea constante.

Don Josemaría está pendiente de traer a su madre y hermanos a Madrid cuando haya encontrado un mínimo de estabilidad. Y, sobre todo, siente en su alma la necesidad de canalizar todo el ímpetu de su entrega, todo el poder sacramental que Dios ha puesto en sus manos consagradas. Mientras tanto, Dios forja su espíritu para llevar a cabo la misión a que le tiene destinado. En medio de esta tarea, en contacto con los pobres y los más necesitados de ayuda, su alma se llena de fortaleza.

Por eso, no sólo acepta los cometidos que le competen como capellán del Patronato, sino que despliega un inmenso apostolado en este ambiente, sin abandonar nunca la amistad y formación de sus amigos universitarios y de un grupo de personas de alta posición que ha reclamado, también, su consejo y dirección espiritual. Toma los deberes de su ministerio sacerdotal con la misma apasionada generosidad con que emprendió, un día, la ruta del Seminario. Con la misma determinación con que decidió seguir la llamada de Dios barruntada desde la adolescencia en el interior de su alma.

Años más tarde, repetirá que el Opus Dei nació entre los pobres de los barrios y de los hospitales de Madrid; en medio de la actividad apostólica de aquellos primeros años de trabajo sin tregua.

El Patronato de Enfermos está abierto a la asistencia durante el día y la noche. Hay muchas jornadas de trabajo ininterrumpido en busca de una chabola de la que ha partido una llamada de auxilio, repartiendo comidas a enfermos en ambulatorios, descubriendo a los más graves por entre los ingresos de un hospital de beneficiencia. Y atendiendo espiritualmente a este enorme número de almas que encuentran a Dios, como única esperanza, en medio de su drama. La tarea es ingente y don Josemaría, por decisión personal, vuelca en ella su gran capacidad de trabajo, su energía física y sobrenatural. Resulta difícil calcular las distancias que puede cubrir al cabo del día, teniendo en cuenta que los barrios extremos de la gran ciudad le obligan a cruzarla en todas las direcciones. De Tetuán de las Victorias al Paseo de Extremadura; de Magín Calvo a  Vallecas, Lavapiés, San Millán, el Barrio del Lucero o la Ribera del Manzanares. Solamente desde la Residencia Sacerdotal de la calle de Larra hasta Vallecas hay un recorrido que se acerca a los cinco kilómetros. Se trata de zonas mal comunicadas que es preciso andar a pie, con frío, con lluvia y barro que cubre los zapatos. O con la canícula de verano cayendo sobre Madrid, en un sol de mediodía que obliga a sudar copiosamente. A veces, hay que correr del metro a un tranvía desvencijado que tarda más de una hora en cubrir su trayecto. Pero don Josemaría consigue llegar a todos. Tanto, que doña Luz sabe que, una vez dado el nombre y dirección de un enfermo a este sacerdote, puede tranquilizarse por completo. En unas octavillas apunta lo más urgente para la atención de un necesitado. Y se ocupa de resolver los múltiples problemas que pueden presentarse(6).

La actividad desplegada durante estos años resulta asombrosa. Don Josemaría pasa horas en el confesonario de la iglesia del Patronato de Enfermos, y escucha, alienta y otorga a raudales la gracia de Dios a las gentes que se acercan hasta la calle de Santa Engracia. Confiesa también a centenares de niños de varias escuelas de las Damas Apostólicas.

En las catequesis multitudinarias que Monseñor Escrivá de Balaguer prodigó durante los últimos años de su vida, no olvidó citar esta etapa de sus primeras actividades sacerdotales en Madrid:

«Cuando trabajaba con niños, aprendí de ellos lo que he llamado vida de infancia. ¡Allá cada uno! El que no se sienta movido por Dios para seguir por ahí, que no vaya. A mí se me metió en el corazón tratando a los niños. Aprendí de ellos, de su sencillez, de su inocencia, de su candor, de contemplar que pedían la luna y había que dársela. Yo tenía que pedirle a Dios la luna: ¡Dios mío, la luna! (7) ».

Después de la Santa Misa, don Josemaría reúne a los pobres en el comedor de Santa Engracia, adultos y niños, y les habla, serenamente. Les da lo mejor que tiene: su palabra, su atención, su alegría y toda la actividad y el amor de su corazón sacerdotal.

Se inclina ante los catres en que algún ser humano sufre, generalmente en soledad, y le escucha, sin prisa, a veces toda la noche, hasta que el alivio o la muerte vienen a relevarle en su tarea.

Haciendo memoria de esta etapa -que se prolongaría durante varios años- podrá decir más adelante: «Recuerdo que una vez se estaba muriendo un chico joven, de veinte o veintiún años, en un auténtico cuchitril miserable. Le administré los sacramentos, y cuando acabé, el chico no quería que me marchara. Me quedé a su lado hasta que murió, y se me escapó decirle, y él lo entendió: “¡te tengo envidia!” Envidiaba su dolor, su desamparo, y la alegría que Dios le daba»(8).

Cada día, a las ocho de la mañana, celebra la Santa Misa en la iglesia del Patronato de Enfermos. Es patente el amor con que paladea las oraciones que Cristo y su Iglesia se intercambian en la renovación de ese misterio de la Misericordia de Dios que es la Cruz. Pero su intensa vida contemplativa no le vuelve reconcentrado o distante. Su sencillez y jovialidad son tan proverbiales como la humanidad que rezuman su conversación y su talante.

Este sacerdote llama la atención por su piedad y fe en la forma de tratar a la Sagrada Eucaristía. Por el modo correctísimo y reverente de dar la Bendición y de rezar. De tal manera que personas muy jóvenes que tienen la costumbre de pasar por la iglesia del Patronato a primeras horas de la tarde para hacer una visita, se ,quedan sorprendidas de la devoción con que don Josemaría reza los misterios del Santo Rosario.

Años más tarde, esta fe en la oración vocal, que compartía con Teresa de Jesús y con tantos santos de la Iglesia, quedará sencillamente fijada en el punto 85 de «Camino»:

«Despacio. -Mira qué dices, quién lo dice y a quién. -Porque ese hablar de prisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas. Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios».

Doña Luz Rodríguez Casanova, curtida ya en los azares de su apostolado, tiene un gran aprecio por este sacerdote que Dios ha llevado temporalmente hasta su Fundación. Y cuando su madre solicita poder oír la Santa Misa en su capilla privada, no duda en rogar a don Josemaría que sea el confesor de la anciana Marquesa de Onteiro y celebre algunas veces en su casa el Santo Sacrificio(9). Don Josemaría acepta gustoso, y así, en días festivos, oficiará en la residencia de los Onteiro. Asiste ala Santa Misa toda la familia, que preside doña Leónides García San Miguel y Zaldúa, viuda de Rodríguez Casanova. Este oratorio -situado en la calle de Alcalá Galiano número 1- tiene un retablo con el Corazón de Jesús; se venera también una imagen de la Virgen de Lourdes, sobre un pedestal, en el lado del Evangelio.

Después de celebrar la Santa Misa, el sacerdote se queda a desayunar en la casa. Parte de la familia le acompaña. La jovialidad de don Josemaría predispone a la confianza y al buen humor; pero también a la piedad y al respeto que impone su carácter. Cuando la Marquesa enferma de gravedad, varios años más tarde, la atenderá espiritualmente hasta el último momento.

Algunas Damas Apostólicas recuerdan todavía la personalidad de aquel capellán joven que permaneció ayudando al Patronato durante un período importante. Tienen presente el amor con que se dedicó a las tareas de su apostolado.

Cuando se inaugura el Noviciado de las Damas Apostólicas en Chamartín, son muchas las veces que don Josemaría se llega hasta la casa y habla con la Maestra de Novicias sobre la formación de aquellas primeras vocaciones, aunque nunca ha sido su Director espiritual:

«Esto es lo que dura y lo que ha de ser perdurable, que los cimientos estén bien»(10)

Muchas de ellas reviven hoy la insistencia sonriente con que sabía decirles:

-«Pide mucho por mí, pide mucho por mí».

Tanto, que alguna llega a preguntarse:

-«¿Qué irá a hacer don Josemaría que pide tanta oración?»(11).

Durante estos años, la tarea apostólica en los barrios madrileños resulta cada vez más difícil. El ambiente anticlerical se extiende, y en algunos sectores se fomenta el odio a todo lo que se relaciona con la Iglesia. En más de una ocasión, las Damas Apostólicas han sido apaleadas y, en algún caso, heridas de gravedad. Y también don Josemaría tiene que sufrir pedradas al caminar por zonas extremas de la capital.

Cuando en enero de 1929 agoniza Mercedes Reyna, una Dama Apostólica muerta con fama de santidad, don Josemaría permanece junto a ella en las horas de agonía, y está atento -con la seguridad de asistir a la partida de una santa- a todo cuanto pueda necesitar, a cuanto pueda servirle de ayuda en ese momento de dar el salto a la Vida.

En otoño de 1927, doña Dolores Albás y sus hijos -Carmen y Santiago- se trasladan a Madrid. Don Josemaría vivirá con ellos hasta mediados de 1929 en un piso alquilado en la calle Fernando el Católico número 46. Pero, desde estas fechas, la familia entera ocupará la vivienda que, para el capellán, tienen destinadas las Damas Apostólicas en el edificio de Santa Engracia. La entrada es independiente, por la calle de José Marañón número 4. Hay en ella el espacio y la autonomía imprescindibles para que se instale su familia. El piso comunica con el Patronato y, aprovechando esta circunstancia, pasa horas de la noche velando tras el sagrario, pidiendo una vez más la luz y la fortaleza para encontrar y llevar adelante aquello a que Dios le ha destinado desde hace tantos años.

Aunque la atención sacerdotal de don Josemaría está polarizada por las actividades del Patronato de Enfermos, aún encuentra tiempo -un tiempo problemático, dada la increíble donación de su persona a las necesidades que se le plantean de continuo- para tratar a un grupo de familias de la aristocracia madrileña relacionadas con Mercedes Guzmán, Marquesa de Miravalles y Condesa de Aguilar de Inestrillas, y con su hermana María Luisa, primas de Mercedes Reyna, Dama Apostólica.

Más tarde conocerá también a la Condesa de Humanes, Grande de España, anciana señora soltera y ciega. Vive en un piso muy amplio, cerca de la plaza de Santa Bárbara. La atienden un ama de llaves y un reducido servicio. Su casa conserva aún los signos del esplendor de la familia; había sido muy amiga de la Infanta Isabel.

El contacto con estos dos extremos de la sociedad permite a don Josemaría conocer el dolor de unos y de otros, su generosidad o su egoísmo, la capacidad de donación o la más desconcertante cicatería. Años más tarde sabrá sacar de aquella extensísima labor pastoral ejemplos gráficos para mostrar de modo concreto a vivir las virtudes cristianas.

«Había un comedor -no lo puedo llamar público, porque necesitaban una tarjeta para ir a comer allí- que dirigía una persona muy santa, que ya ha muerto. Y aquella pobre persona quería ayudar a muchos y no llegaba. Y les daba una especie de cocido. Venían con tarjeta y se hacía una gran labor, porque mataban el hambre. Era gente que no tenía nada.

Pero siempre sobraba algo, y había otros que esperaban en una habitación para que les dieran las sobras; traía cada uno un cacharro -una lata, un plato desportillado, lo que podían- y sólo uno llevaba cuchara. Y sacaba de un chaquetón sucísimo, de lo profundo de uno de los bolsillos, una cuchara de peltre toda abollada, la miraba -como diciendo: esto es mío, y los demás, que no tenéis cuchara, os fastidiáis- y comía sus garbancitos saboreándolos; miraba, al final, su cuchara, le daba dos lengüetazos y volvía a guardar el tesoro. Este, en su miseria, era rico, apegado como estaba a esa cuchara de peltre. Era un pobre de pedir limosna, pero ante los demás era rico.

Y conocí a una Grande de España -puedo hablar de ella porque ya ha muerto y está en el Cielo desde hace muchos añosque tenía una generosidad inmensa: vivía entre muebles ricos y tapices; en ella gastaba menos que en la última persona de su servicio, y era manirrota. Todo lo daba para los que no tenían. Esta era pobre»(12).

Durante su futura actividad sacerdotal, don Josemaría propondrá a sus hijos en el Opus Dei la pobreza de una disponibilidad completa, de un desprendimiento exhaustivo de los bienes de la tierra. De una donación generosa de todo cuanto son y pueden lograr mediante un trabajo profesional desarrollado en medio del mundo. Les hará partícipes de un espíritu que encubre, bajo el señorío de la normalidad en que se desenvuelven, la renuncia fisica y espiritual a cualquier atadura egoísta. No tendrán otras metas que las de servir a Dios, a las almas y a la Iglesia.

Desde el principio, don josemaría anima -con su ejemplo y consejo- a los chicos jóvenes que trata, a tener contacto con las necesidades materiales y morales de todos los hombres, visitando hospitales y chabolas, enfermos y pobres. Años después, comentará este modo de formar a los que se acercaban a él atraídos por su inmenso corazón sacerdotal. Les enseñará a andar ese camino tan corto, y a veces tan distante, que media entre los propios intereses y las necesidades del prójimo. A ser capaces de renunciar al tiempo, al dinero, a los planes establecidos para acercarse a confortar a un pobre, a un enfermo; para ser apoyo en la soledad de algunos. Les da ejemplo de cómo aliviar el dolor y convertir el abandono en un rato de amistad. En una palabra: pone en sus manos la clave para hacer grandes los pequeños servicios en esa realidad formidable de la Comunión de los Santos.

«No tratamos tampoco con estas visitas de despertar superficiales inquietudes sociales. Se trata (...) de acercar esta gente joven al prójimo necesitado. Nuestros chicos (...) ven -de una manera práctica- a Jesucristo en el pobre, en el enfermo, en el desvalido, en el que padece la soledad, en el que sufre, en el niño (...).

No es justo que manifestaciones del auténtico espíritu cristiano queden arrinconadas, porque algunos las han convertido en gesto ostentoso y frívolo, o en sedante para sus remordimientos de conciencia (...).

Este contacto con la miseria o con la humana debilidad es una ocasión de la que suele valerse el Señor, para encender en un alma quién sabe qué deseos de generosas y divinas aventuras. A la vez, sensibiliza a los más jóvenes, para que tengan siempre entrañas de justicia y de caridad (...).

La generalización de los remedios sociales contra las plagas del sufrimiento o de la indigencia -que hacen posible hoy alcanzar resultados humanitarios, que en otros tiempos ni se soñaban-, no podrá suplantar nunca, porque esos remedios sociales están en otro plano, la ternura eficaz -humana y sobrenaturalde este con tacto inmediato, personal, con el prójimo: con aquel pobre de un barrio cercano, con aquel otro enfermo que vive su dolor en un hospital inmenso; o con aquella otra persona -rica, quizá-, que necesita un rato de afectuosa conversación, una amistad cristiana para su soledad, un amparo espiritual que remedie sus dudas y sus escepticismos» (13)

Todos estos años no sembrarán en el alma de don Josemaría ni un rastro de desesperanza, de amargura, de agresividad social engendrada en el inhóspito medio en el que se mueve a diario. Ha dado a Dios y a los hombres su vida entera, y ofrece a todos la única posesión que le desborda: la dedicación, el amor, el servicio, tanto más necesarios cuanto más desvalido y abandonado pueda encontrar al prójimo.

Y, para siempre, dejará escritas -como resumen entrañable- aquellas brevísimas líneas del punto 419 de «Camino»: -«Niño. -Enfermo. -Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son El».