Superior del Seminario

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

En septiembre de 1922, después de acabar el tercer curso de Teología, Josemaría Escrivá es nombrado Superior del Seminario de San Francisco de Paula. Este cargo implica el deber de velar por la disciplina en la vida de los seminaristas: horarios de clases, puntualidad, silencios, estudios. Además se le asigna un fámulo, es decir, un seminarista que le ayuda en las pequeñas tareas materiales para que pueda entregarse con mayor dedicación al nuevo trabajo. Tiene solamente veinte años cuando cae sobre él la tarea de colaborar con el Rector en la formación de los futuros sacerdotes de la diócesis.

El Cardenal Soldevila(4), Arzobispo de Zaragoza, se ha dado cuenta de la categoría moral de este seminarista aragonés de intachable conducta y piedad reconocida. Tanto él como su Obispo Auxiliar, don Miguel de los Santos Díaz Gómara, Presidente del Seminario de San Carlos, le aprecian profundamente.

El 28 de septiembre de 1922 recibe la tonsura clerical de manos del Cardenal-Arzobispo Soldevila. El ceremonial se celebra en el palacio del Arzobispo, de acuerdo con el rito de la liturgia romana, en un ala del edificio que los prelados solían ocupar durante los veranos. Al fondo de un salón se abre una gran puerta con dos hojas que da acceso a una capilla con el altar en el centro. Aquí tiene lugar la tonsura del nuevo Superior del Seminario.

En octubre de este mismo año comienza su cuarto curso de Teología, y dos meses más tarde recibe las llamadas Ordenes menores (Ostiariado y Lectorado, Exorcistado y Acolitado), también de manos del propio Cardenal Soldevila y en el oratorio del Palacio Arzobispal (5).

Mientras tanto, el país bulle en un clima político inestable. De 1919 a 1920 se han sucedido siete Gabinetes de Gobierno junto al rey Alfonso XIII. Se suspenden garantías constitucionales, se cierran las Cortes y hay una zozobra en la que los Ministros elegidos no tienen posibilidades de plantear ni resolver la multitud de problemas que aquejan al país. Aumentan los atentados y asesinatos, como el del Presidente Eduardo Dato en Madrid; es continua la creación de juntas Militares de defensa, inoperantes.

Los acontecimientos llegan hasta los estudiantes del Seminario. No resulta fácil conservar la serenidad interior y seguir luchando, con tenacidad, en busca de la santidad que exige la llamada al sacerdocio. Josemaría entiende que su mejor aportación para resolver tan graves problemas consiste en ser, con toda hondura, aquello que un día decidiera. Y que esta entrega pide -por las funciones sagradas que le competen- algo más que una vida honesta: exige una vida santa en quienes la ejercen, constituidos -como están- en mediadores entre Dios y los hombres. Hasta el fin de su vida repetirá, en múltiples ocasiones, que todo cuanto sea ayudar a los sacerdotes en su vida sobrenatural, enseñarles que han de estar enamorados de Dios, es salvarles. Y salvar a un sacerdote es salvar a miles de almas.

En el silencio de la oración y en sus frecuentes caminatas en solitario, su corazón se desborda en amor a Dios y a las almas. «Servir es el gozo más grande que puede tener un alma, y es eso lo que tenemos que hacer los sacerdotes: día y noche al servicio de todos; si no, no se es sacerdote. Debe amar a los jóvenes y a los viejos, a los pobres y a los ricos, a los enfermos y a los niños; debe prepararse para decir la misa; debe recibir las almas, una a una, como un pastor que conoce su rebaño y llama por su nombre a cada oveja»(6).

Desde su atalaya de la iglesia de San Carlos, sigue pidiendo luz para un camino que barrunta pero que aún no ve claro. Muchas veces esperará, de corazón a corazón, una respuesta del Señor. De momento, sólo le empuja una apasionada fidelidad a sus designios, una correspondencia generosa. Reclama de Dios una amable y recia fortaleza, para hacer llegar su Voluntad hasta la vida de los hombres.

Repite, una y otra vez, con la fe y la pasión del ciego de Jericó: Domine, “ ut videam!... ut sit ”!: ¡Señor, que vea!..., ¡que sea! (7).

Estas palabras se harán jaculatoria en su corazón, y ya no las abandonará, en su diálogo con Dios, durante todos los años de su existencia.

Hay un aliado entrañable que forma parte de su historia desde su visita a “Torreciudad” en brazos de su madre: Nuestra Señora, que le sigue y apoya de continuo. Aquí, en Zaragoza, la devoción a la Virgen del Pilar le acompaña siempre. Sus padres, aragoneses de pura cepa, la habrían inculcado en su alma desde niño; pero ahora, mientras cursa sus estudios, encuentra un rato cada día para saludar a la Virgen que preside la ciudad desde la orilla del Ebro. Junto al Pilar se le hace más viva la fe, se le renueva la fortaleza; toda situación injusta o desabrida se le caldea en el amor filial que profesa a la Señora.

«La devoción a la Virgen del Pilar comienza en mi vida, desde que con su piedad de aragoneses la infundieron mis padres en el alma de cada uno de sus hijos. Más tarde, durante mis estudios sacerdotales, y también cuando cursé la carrera de Derecho en la Universidad de Zaragoza, mis visitas al Pilar eran diarias. En marzo de 1925 celebré mi primera Misa en la Santa Capilla. A una sencilla imagen de la Virgen del Pilar confiaba yo por aquellos años mi oración, para que el Señor me concediera entender lo que ya barruntaba mi alma. “Domina”! -le decía con términos latinos, no precisamente clásicos, pero sí embellecidos por el cariño-, “ ut sit ”!, que sea de mí lo que Dios quiere que sea.

He tenido luego muchas pruebas palpables de la ayuda de la Madre de Dios: lo declaro abiertamente como un notario levanta acta, para dar testimonio, para que quede constancia de mi agradecimiento, para hacer fe de sucesos que no se hubieran verificado sin la gracia del Señor, que nos viene siempre por la intercesión de su Madre»(8).

Tiene amistad con varios clérigos que cuidan del Pilar. Un día, se queda en la Basílica después de cerradas las puertas. Con la complicidad sonriente de uno de aquellos sacerdotes, se dirige hacia la Santa Capilla; sube las escaleras que conocen tan bien los infanticos; se acerca, y besa la imagen y el manto de la Virgen. Este gesto se permite solamente a los niños y autoridades. Pero está seguro de que este alarde de cariño filial dará alegría a la Madre de Dios, aunque pase por encima de los usos establecidos.

Sin embargo, no vive encastillado en una vida ascética ajena a las preocupaciones y sacudidas de su tiempo. Está atento a la evolución de los acontecimientos, se interesa por todo, tiene avidez de saber, de conocer los módulos clásicos del pasado y la proyección que va dando la historia hacia el futuro. La calle no corta jamás el hilo de su entrega, ni la unión con Dios, ni el pacto de amor establecido con su Madre del Cielo. Al contrario: es el motivo y acicate que le lleva de continuo hacia la trascendencia.