El Seminario de San Carlos

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Al filo de la llamada de Dios, Josemaría llega a Zaragoza el 28 de septiembre de 1920. Ha respondido afirmativamente, aunque desconoce los horizontes a que habrá de llevarle tal entrega. Sigue pensando que el sacerdocio le dispondrá mejor para el destino de amor que late inquieto dentro de su alma y, fiel a la Voluntad divina, dice una vez más: «Aquí estoy, porque me has llamado».

Le espera un tiempo de sacrificio y de gozo: una etapa llena de contradicciones, de generosidad, de lucha consigo mismo. Pero también le aguarda Dios, en una oferta de amor que le saldrá al encuentro cada vez que su luz interior parezca amortiguarse o que el entorno se vuelva trabajoso.

Hay una secuencia casi paralela entre su desplazamiento geográfico y las sendas interiores por donde habrá de caminar su alma hasta alcanzar lo que Dios ha previsto en su destino. Así como los ríos de su tierra pirenaica se despeñan en la roca para llegar hasta el volumen único del Ebro, así también su carácter habrá de encauzarse para dar lugar a la forma que se adapte a los planes divinos.

Todo su ser va a continuar forjándose en esta ciudad que vive al abrigo de devociones seculares, bajo el manto de la Virgen; aquí va a abrir su propio surco para dar cobijo a la semilla de un árbol gigantesco: un espíritu «viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo»(1).

En 1920 hay en Zaragoza dos Seminarios para la formación de futuros sacerdotes: el de San Valero y San Braulio -llamado también Seminario Conciliar- y el de San Francisco de Paula. Todos los seminaristas tienen las clases comunes en el edificio del Conciliar, en la Plaza de la Seo. Aquí acuden diariamente los del San Francisco, cuya Sede se encuentra en las plantas superiores del caserón de San Carlos, un edificio que perteneció a los jesuitas y que les fue expropiado por Carlos III, para después pasar a la diócesis como propiedad. En las plantas inferiores tenía entonces su sede el Real Seminario Sacerdotal de San Carlos, una residencia de sacerdotes doctos que prestaban servicios especiales a la diócesis.

La espléndida iglesia del Seminario de San Carlos es del plateresco aragonés avanzado y conserva, como es típico en el arte de este tiempo, el sistema de bóvedas góticas con crucería, muy recargadas de nervios y adornadas con grandes florones de madera dorada.

Primitivamente decorada por un alto zócalo de azulejos, transformó su interior a partir de 1692, pasando a constituirse en uno de los más representativos monumentos barrocos de todo Aragón. El retablo se comenzó en 1725 y está concebido de un modo monumental y suntuoso, con un dorado deslumbrante que solamente se alivia en la policromía de las tallas. El centro está ocupado por un relieve que representa a María Inmaculada; en los intercolumnios sucesivos encontramos figuras, casi de tamaño natural: Santiago, San Miguel, San Joaquín, Santa Ana, el Angel Custodio y San Juan Evangelista. En el ático se entronizan las figuras de la Santísima Trinidad, custodiadas a ambos lados por dos majestuosas imágenes de San Pedro y San Pablo.

Sobre la mesa del altar se encuentra el tabernáculo que es, al mismo tiempo, manifestador. Se trata de un óvalo de grandes proporciones, de talla dorada, cubierto por un relieve que reproduce las figuras de la Sagrada Cena. Haciéndolo ascender, deja al descubierto un hueco con espléndido ostensorio de plata, al que rodean los ángeles en una bella gloria cincelada.

Hay que señalar especialmente la capilla de San José en el lado de la Epístola. El retablo, churrigueresco pero de realización estilizada, reúne varias tallas de escuela andaluza, entre las que destaca el San José que da nombre a la capilla. El movimiento y la gracia de esta policromía son extraordinarios.

En esta iglesia va a continuar Josemaría un diálogo de excepción con quienes permanecerán fielmente en su corazón a lo largo de su vida: la Santísima Trinidad, Jesucristo en la Eucaristía, la Virgen, San José y los Angeles Custodios. También varios Arcángeles y Santos mayores de la Iglesia serán sus aliados incondicionales durante este tiempo, para proteger y conducir su alma hacia la Obra a que Dios le tiene destinado: San Miguel, San Pedro, San Pablo, San Juan están representados en la iglesia de su Seminario.

No es de extrañar que algunos compañeros recuerden aún a Josemaría de rodillas, en la penumbra de la tarde, hablando largamente con Dios, en el silencio de la oración. Sin ostentación, sin alardes, con la íntima sinceridad de quien entrega su vida por entero. Inadvertido para todos, menos para quienes han detectado ya sus cualidades humanas y sobrenaturales(2) .

Agustín Callejas Tello, compañero y amigo, tiene presente todavía su actitud cuando, desde el oratorio del San Francisco de Paula, se trasladan los seminaristas hasta la iglesia del San Carlos; su devoción al comulgar y su porte erguido y digno.

Tiene el Seminario de San Francisco de Paula un reglamento editado en el año 1887 y que fue dispuesto por el Cardenal Benavides, Arzobispo de Zaragoza. En los setenta y tres artículos que lo integran se dan normas que hoy parecerían de extrema rigidez. Puede comprenderse si se contempla en el contexto de su tiempo.

Muchos de estos títulos reglamentarios existen cuando Josemaría llega a Zaragoza para cursar sus estudios eclesiásticos. Y su espíritu, fuerte, se pliega a una normativa que está poco de acuerdo con su talante, pero que le servirá para rendir su persona y su sensibilidad ante la Voluntad de Dios que le ha llamado.

Una gran parte de los alumnos del Seminario provienen de familias campesinas. Sus buenas cualidades interiores no impiden el que su aspecto y sus maneras adolezcan de la incuria en que, frecuentemente, se han desenvuelto en sus lugares de origen. Es lógico que el reducido grupo de alumnos de condicionamiento social mejor dotado destaque del conjunto.

Josemaría se comporta con todos de un modo cordial, abierto a la amistad connatural a su carácter. Muestra ante las más diversas circunstancias una actitud alegre y un agudo sentido del humor. No olvida nunca a su familia, que sigue allá, en Logroño, y el sacrificio que supone su presencia en Zaragoza. Resuelve las situaciones sonriendo, como en broma. Tiene el don de no agobiar a sus amigos y de alegrar su compañía con una tranquila serenidad. Todo ello infunde respeto y admiración.

Supera los estudios de este curso, su segundo año de Teología, sin gran dificultad, con brillantez. Es asiduo incansable de la biblioteca, donde se le encuentra muchas veces con un autor clásico en la mano: tomando notas, recogiendo bibliografía o ensayando el propio pensamiento en escritos y comentarios breves y certeros. Llega a conocer algunos escritores del Siglo de Oro español de memoria y empieza a forjar una sólida cultura.

Hay en él una distinción que se manifesta en el trato habitual con sus compañeros y con las familias de sus amigos. Es elegante en el vestir y en el quehacer cotidiano, sin perder la naturalidad. Desconoce por completo la envidia y la animadversión.

Ese modo de ser le granjea, involuntariamente, la incomprensión de ciertos seminaristas menos cultos y educados. Nunca le hacen mella las frases de doble sentido que alguno puede dejar caer inoportunamente.

-«No creo que la suciedad sea virtud»(3), responde, con tono amable, a un comentario acerca de la corrección habitual de su aspecto.

En este año, los Directores anotan en su expediente: «Parece tener vocación». Sin embargo, no se atreven a dar una opinión definitiva. Ellos mismos, en cursos sucesivos, declaran la rotunda y fiel seguridad que les inspira su entrega al sacerdocio.

El primer arco que abre el triforio sobre la nave de la iglesia de San Carlos forma una tribuna desde la que se domina el Altar Mayor. Aquí se arrodilla horas enteras, en la intimidad y el silencio, para dejarse llevar de la mano por Dios, como un niño. Como si la Sabiduría infinita jugara con él y le condujera, desde la oscuridad de los primeros barruntos, hasta la luz con que vería años más tarde. En la oración, empieza a encontrar la dulce exigencia de una vocación divina de sacrificio, de abnegación.

Muy pronto podrá decir a los seminaristas confiados a su cuidado -y a los sacerdotes, unos pocos años más tarde- que la entrega a Dios está anegada de Amor. Que ellos son los enamorados del Hacedor del Amor. Y que se equivocan quienes dicen que los sacerdotes están solos: están más acompañados que nadie, porque cuentan con la amistad del Señor, a quien tratan ininterrumpidamente.

Sus compañeros del Seminario llegan a comentar, alguna vez, las mortificaciones físicas y morales de Josemaría. Incluso abandonará la costumbre de fumar. Nada más llegar a Zaragoza, regala el tabaco y las pipas al portero del San Carlos. Pero en este terreno no tolera la broma ni traída de la mano de sus amigos: eso pertenece al terreno de Dios y no a la palabrería de los hombres. El dolor y el amor de los verdaderos enamorados no se ventilan en concurso público. No descartará nunca la penitencia para dominar su cuerpo y su carácter; pero dará preeminencia al esfuerzo de sonreír, cuando cuesta, por encima de otras mortificaciones.

A lo largo de tres años establece lazos de amistad que van a perdurar toda la vida. Aquellos que le han abierto las puertas de su confianza saben de la lealtad de Josemaría.

Comparte con sus compañeros el tiempo libre que le dejan los estudios. En los días de fiesta es habitual salir del Seminario después de oír la Santa Misa, y hasta media tarde. En ocasiones, alguno de sus amigos le invita a participar de su vida familiar, y pasará alegremente las veladas en su compañía.

Durante dos veranos, viaja con uno de los más allegados hasta un pueblecito de Teruel donde el padre de ese compañero de Seminario había ejercido como médico. Todos recuerdan aquellas semanas deliciosas en las que recorren de punta a cabo los contornos: pasan horas en el río espiando la captura de truchas o cangrejos. Forman parte de un grupo bullicioso., conocido en los lugares próximos, a los que se acercan tras largas y frecuentes caminatas.

Admira a sus amigos la coherencia en la vida de Josemaría. Jamás participa de un chiste poco limpio: corta esas conversaciones con ingenio y sabe dar un giro al tema. Vive con naturalidad la pureza. Nunca hace una concesión.

La familia de estos dos buenos amigos, Paco y Antonio, saluda la llegada anual de Josemaría con alegría. En esta casa es como un hijo más. Le insisten para que se quede más tiempo y, algunas veces, consigue marcharse sólo a cambio de llevar con él hasta Logroño a uno de los dos hermanos. El matrimonio Escrivá se vuelca con estos muchachos amigos de su hijo. Paco, el más asiduo, piensa que ha conocido pocas familias tan unidas. Todos los días va en busca de don José, al concluir la jornada de trabajo, y vuelve con él, por Portales y Sagasta, hasta su casa. Le encanta hablar con este hombre, tan lleno de señorío y afabilidad. Cuando llegan, juegan con Santiago. El pequeño ya corretea entre los muebles y sigue a su madre a todas partes, mientras ella, con el cuidado de costumbre, atiende a las tareas de la casa.

En el Seminario, encontrará también la amistad de otros muchos compañeros. Porque Josemaría no se limita a un grupo reducido. Más bien se empeña en buscar y aceptar la compañía de todos; su corazón tiene, desde el principio, una actitud abierta de par en par.