A Torreciudad

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Estamos en el año 1904, y el hogar de los Escrivá y Albás ve crecer con normalidad a Carmen y Josemaría. Pero el dolor va a ser protagonista de la casa en breve plazo. Un día, el pequeño amanece gravemente enfermo.

Don Santiago Gómez Lafarga, médico amigo de la familia, acude y examina a Josemaría. También lo hace el doctor don Ignacio Camps Valdovinos. Se trata de un cuadro infeccioso maligno; la fiebre es alta, los tratamientos sólo paliativos. Temen lo peor. Por esta época, en España, la mayoría de los niños que se ven aquejados por un cuadro semejante mueren en pocas horas.

Sus padres permanecen junto al lecho sin otra solución que esperar el desenlace. Los médicos han dicho que no hay remedio alguno: el niño ha de morir en breve plazo.

Y es aquí y ahora, en este momento solitario en que una madre está junto a su hijo que agoniza, cuando el corazón de doña Dolores se vuelve suplicante a la escarpadura de los montes. En un lugar natural, casi salvaje, junto a las crenchas de la roca pirenaica y el agua resonante del Cinca, hay una Virgen, románica de origen, que tiene un Niño entre las manos. Y desde largos años, los campesinos, letrados, hombres de ciudad, de lejos y de cerca, le han confiado males incurables.

Sin esperanza alguna en la ayuda de los hombres, esta mujer pide la curación a la Virgen morena y milagrosa de “Torreciudad”. Que así se llama la atalaya donde la Señora se hace cargo de la fe y del dolor de los que la reclaman.

Es de noche, y los doctores han pronosticado que el niño no llegará a ver un nuevo día. Todos en la casa velan el estupor inquieto del pequeño. Apenas un ruido rompe lo. quietud de la plaza de Barbastro. Pasan las horas despacio. Cuando el sol asoma sobre el Pirineo, el niño duerme tranquilo bajo el cuidado constante de sus padres. La fiebre ha desaparecido. -

La ciudad pone en marcha el quehacer del nuevo día, y don Ignacio Camps acude al hogar de los Escrivá. Su voz tiene un interrogante resignado:

-«EA qué hora ha muerto el niño?».

Le responden, gozosos, don José y doña Dolores:

-«No sólo no ha muerto, sino que está perfectamente»(4)

La alegría inunda la casa. El pequeño está curado. Tiene fuerzas y se sostiene perfectamente en pie, agarrado a los barrotes de madera de la cuna.

Doña Dolores, de acuerdo con su marido, ante el pronóstico inicial, había hecho una promesa: si se cura, cuando llegue el tiempo menos frío subirán los dos con Josemaría haciendo la larga y dura caminata que siguen los romeros, desde siglos, para llegar a la roca de “Torreciudad”. A partir de ahora, están llenos de seguridad y de confianza: su hijo vivirá. Y un día, en el correr del tiempo, ese hijo sabrá agradecer a la Virgen montañera la gracia de la salud y de la permanencia en el apasionante mundo de los hombres.

Años más tarde, su madre contará a Josemaría cómo fue aquella primera ascensión camino de los barrancos pirenaicos. Iba doña Dolores a lomos de una mula aderezada con silla a la española. Fuerte la albarda y prieta la cincha; ronzal y bocado bien seguros. El niño, envuelto en una manta flexible y abrigada. Y don José Escrivá delante, cuidando todos los pasos del camino.

Son incontables las almas que han podido andar aquellos peñascales, camino de un favor, desde que la Señora domina aquel paisaje. Dice el historiador López Novoa (1861)(5), al hablar de la Virgen de Torreciudad: «ha sido grande la devoción que siempre se le ha tributado, y muchos los prodigios y milagros que se le atribuyen».

Está la ermita de Nuestra Señora de los Angeles de Torreciudad en un lugar quebrado, apuntalada en la roca que se adelanta sin miedo hacia el abismo. Dice una tradición popular que, en 1084 -poco después de la reconquista de aquellos lugares-, comenzó a venerarse cerca de Bolturina una imagen hecha de una pieza, de madera de álamo o carrasca, y a cuyo alrededor se arropaban los cristianos en tiempos de guerra contra la invasión árabe. Los castillos del Grado y Torreciudad, frente a frente, defendían la salida del río Cinca como dos buenos guardianes y vigías de las riberas y huertas que empiezan más allá de esta angostura. Todavía queda en pie una torre cilíndrica junto a la orilla izquierda que, aunque ya herida por el tiempo, se resiste a caer y amontonarse en el olvido. Aún aploma sus veinticinco metros de altura sobre un círculo de cuarenta pasos, por metro y medio de espesor en el muro circular.

A pesar del ejército cristiano y de los dos centinelas instalados en las peñas, los árabes llegaron hasta el valle y la Virgen empezó, en el siglo XI, la oscuridad de su primer exilio. La imagen había sido escondida algunos años antes, cuando el lugar permanecía aún bajo el dominio árabe, en una oquedad profunda y peligrosa para que nadie pudiera descubrirla. Sólo el vuelo seguro de las águilas y el rumor pedregoso de las aguas del río la acompañaron durante un lapso de tiempo que fue largo. Cuando la breña volvió a poder de los cristianos se encontró la imagen, a medio cubrir por su escondite, y se dio cuenta gozosa del hallazgo(6).

La talla, obra de un artista popular de segunda mitad del siglo XI, tiene una grave sencillez fijada en la madera oscura; está sentada en una silla y con el Niño Jesús delante de su pecho. Las manos de la Señora protegen al Hijo en ambos lados; él tiene actitud de bendecir con la derecha y sostiene en la otra un libro abierto. Sancho Ramírez, conquistador del Reino frente al sarraceno, se ocupó de que la antigua mezquita pasara a ser iglesia ermitaña de la imagen; quiso también que los artistas restaurasen las inclemencias que el tiempo y abandono habían dejado declinar sobre la Virgen. Por eso se cubrió, desde esta fecha, con estofado y yeso en abundancia que sirviera de base a la policromía(7). Y así se encontraba dentro de la ermita, cuando don José Escrivá y doña Dolores Albás decidieron llevar a su segundo hijo en aras de agradecimiento. Como un cantar místico y sencillo de Berceo, allí está la Señora, grave, ingenua y sonriente. Como el entorno.

Veinticinco kilómetros largos hay desde Barbastro a “Torreciudad”, y en trechos muy frecuentes, ya cerca de la ermita, el camino se vuelve peligroso. Las caballerías van con paso lento, tanteando el sendero, porque hay grietas escondidas que se abisman desde cuarenta o cincuenta metros de su altura. El aire sopla fino y juega, en el silencio, a mover el tomillo y la retama. Huele a monte y a río, a campo abierto. Y se oye rezar a los que avanzan, camino de la ermita, para pedir un don o agradecer lo que ya ha sido recibido.

Doña Dolores lleva a Josemaría en su regazo. El niño está ya sano y fuerte; el camino, aunque difícil, no ha cansado a ninguno de los dos. Aparece la ermita. Allá lejos se asoma el Pirineo.

A la Virgen de Torreciudad presentan el pequeño que ha estado a punto de morir sólo unos meses antes. Saben que pertenece por entero a la Señora, que ha querido dejarle sobre el mundo. Y, con generoso arranque, vienen a entregarlo en manos de la Reina de los Angeles, para que sea respaldo y garantía que proteja la vida de su hijo.

Fuera suena el eco de la campana, entre bronco y festero, por las encrucijadas; parecen contestar desde los puntos cardinales del cielo las del Grado, Puy de Cinca, Clamosa, Mipanas, La Penilla y San justo. Vuelven los romeros camino de Barbastro una vez descansados, cuerpo y alma, a la Hostería.

Don José Escrivá, con su alegría inalterable, espanta los miedos que pueden aparecer por la angostura del sendero. Es hombre de palabra: si doña Dolores empeñó una promesa con Nuestra Señora, ahí los ha traído a los dos al pie de su atalaya. El camino de vuelta es doblemente feliz, porque tras ellos viene ya la protección de la Señora. Empieza a atardecer sobre Barbastro: todo presagia paz. Misión cumplida.