Prólogo Ana Sastre

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Han pasado muchos años desde la fecha de mi primer encuentro con el Opus Dei. Pero a lo largo de este tiempo hay tres hitos que mantengo inolvidables.

El primero se remonta a la etapa de estudios universitarios, cuando ocupábamos los bancos de nuestra vieja Facultad de Medicina de San Carlos. Desde los medallones y lápidas que coronaban el Gran Anfiteatro, nombres ilustres que habían logrado gloria científica espoleaban la noble ambición de ser y hacer algo importante. Además, se abrían a diario múltiples caminos culturales que contribuían a poner en nuestra vida alternativas de inquietud, curiosidad y proyectos. Madrid se dejaba descubrir y disfrutar metiéndose implacablemente en el corazón de aquel alud de estudiantes llegado de provincias.

Y, acostumbrada a indagar por cuenta propia, un día me acerqué hasta los umbrales de la Obra. Venía de muy lejos, pero siempre me había fascinado, en la lectura del Evangelio, la llamada de Cristo a los primeros Apóstoles: a Juan, el adolescente que lanzaba su impaciencia sobre los horizontes del lago; a Pedro, el hombre curtido en mil avatares; a Natanael, el más sincero y leal de los israelitas; y a Mateo, ducho en la dureza del dinero. Apenas unas palabras: «Venid conmigo». «Y dejadas todas las cosas, le siguieron» (1).

Aprendí, entonces, que esta leva voluntaria no había cerrado su demanda tras las puertas de la historia. Comprobé de cerca que Cristo seguía en las encrucijadas llamando a cada uno por su nombre. Y acepté la palabra de los santos en la seguridad de que nada hay comparable a esa experiencia única en la que Dios, con la fuerza de un huracán ardiente, se apodera del alma.

El segundo momento tiene relación con mi primer viaje a Roma. Imposible hablar, en corto espacio, de la sacudida que supone para cualquier ánimo la Ciudad Eterna. Hay que pasearla con las luces del tramonto para saber un poco de los mástiles del Foro, de la exigua grandeza de la Mamertina, de las plazas de Miguel Angel, el Coliseo, el Panteón y las fontanas. Roma es el espíritu de Occidente que se afinca como testimonio de la historia. Además, para un cristiano, es la permanencia viva y habitual del representante de Cristo en la Tierra; son los brazos blancos de la paz abriéndose a la multitud con el Angelus de cada domingo.

No era de extrañar que el Fundador del Opus Dei, en la convicción de recoger el espíritu de los primeros cristianos, hubiera establecido su residencia, y con ella el corazón de toda la Obra, en este contexto que supera las estructuras temporales.

Este viaje tuvo para mí la impagable compensación de conocer y hablar con Monseñor Escrivá de Balaguer. De sentir la influencia de su vitalidad, su empeño en rescatar para Dios todo lo grande y bello del mundo. Puedo decir que, después de haber charlado un rato con el Padre, el tirón de su santidad había elevado el alma por encima de dificultades y fatigas. Le había dado esa joven y rotunda confianza sobrenatural que respiran los puntos de «Camino».

Recuerdo con especial nitidez mí bajada a la Cripta de Santa María. Ese lugar de la Sede Central del Opus Dei que entonces parecía esperar una realidad tan lejana y que hoy alberga, en el contrapunto de las rosas y las piedras, el cuerpo del Fundador. Todo sugería allí una alegre paz, una convicción de estar en el feliz dintel de Dios.

Porque mi tercera experiencia arranca precisamente de aquel 26 de junio de 1975, después de conocer la noticia del fallecimiento de Monseñor Escrivá de Balaguer. No resultaba difícil imaginar y compartir la devoción con que le rodeaban sus hijos de Roma y del mundo entero. Menos fácil era objetivar su ausencia, saber que ya no llegarían, en el devenir de cualquier situación, la firmeza de su ser aragonés, el buen humor intacto ante múltiples aconteceres, la seguridad para los momentos confusos, la veracidad y la valentía de su palabra.

Pero su pérdida dio lugar a una nueva resonancia. Estaba todo tan lleno de su solicitud, tan inmerso en las coordenadas de su espíritu, que el vacío se convertía ya en voz que llegaba desde la eternidad. La muerte hizo más evidente la envergadura de su amistad, la dimensión de su paso por la tierra de los hombres.

Fue en estas fechas cuando intenté la osadía de asomarme a los desvelos de su vida, a la intimidad de sus escritos, al testimonio de quienes habían participado desde el principio y desde cerca de esta llamada a la santidad, de la brega de un luchador incansable de Dios en nuestro tiempo.

Adivino su mirada -de tan difícil descripción porque estaba siempre arraigada en calidades de profundidad y de cariño-, aceptando esta inconcebible traducción de su persona que yo pueda hacer, sin otras credenciales que el amor y la admiración al espíritu que difundió entre nosotros.

Así empezó la aventura de este libro. Desearía haberlo escrito con la sencillez y claridad de una conversación tras la jornada de trabajo. Decir con palabras usuales y diarias esta formidable teología de convertir en empresa apasionante lo que, por desgaste de la humana condición, tiende a ser rutina y cansancio.

A través de estas páginas tal vez algunos encuentren la clave para transformar la prosa de sus días en «endecasílabo, verso heroico»(2). Y para dilatar su ánimo en la gran empresa que hoy y siempre ofrecen los caminos del mundo en marcha hacia lo eterno.

La dedicación a los azares de esta Semblanza me llevó al descubrimiento, hasta límites ignotos, de la santidad de un hombre, al crecimiento de una estremecida devoción y al encuentro de una gran certeza humana.

Quisiera haber sido capaz de sembrar algo del mismo estímulo y alegría para los lectores. Porque más allá de los datos que respaldan la historicidad de mi relato, Dios está en el horizonte. Y es tiempo de caminar.

Madrid, 2 de octubre de 1989