Junto a los enfermos

“La herencia de Mons. Escrivá de Balaguer”, escrito por Luis Ignacio Seco.

Lleva cincuenta años de médico. Enfundado en su bata blanca ha diagnosticado miles de enfermedades mortales, ha expresado miles de veredictos finales. Sabe lo que se sufre cuando, como médico en el que se han depositado las esperanzas, se anuncia al paciente o a sus familiares un diagnóstico irreversible. Lo sabe porque, dice, nunca ha ocultado la verdad –las causas y consecuencias de la enfermedad– a sus pacientes.

Ahora, enfundado ya en su traje de calle, sin bata blanca, sabe también lo que se siente frente a los médicos, frente a quienes de él han aprendido a decir la verdad, a expresar sentencias inamovibles sin falsos respetos. Porque de médico se ha convertido en enfermo. De los de diagnóstico irreversible: enfermo de cáncer, un mal que sabe que convive con él desde agosto de 1983.

Y sabe que va a morir. Pero no como lo sabemos todos, ignorantes del cuándo y del cómo, sino que conoce su plazo. Sin embargo, dice que no sufre –«decir que no me asusta me parece una vanidad»– y que lo afronta con serenidad y con paciencia. Por eso, quizás, en su rostro no hay miedo, no hay terror ni desesperación. En el rostro de Eduardo Ortíz de Landázuri, médico de los vivos y de los moribundos durante 50 años, hay ahora, a los 73 años, tranquilidad.

La tranquilidad de un hombre que ante un final que sabe cercano ha desechado la elección del camino del miedo y ha optado por recorrer el camino de la esperanza para llegar a su muerte anunciada –«qué distinto recorrido para un mismo final»–. Un recorrido que, quizás, no sea comprensible para otros caminantes si les falta algo que en Eduardo Ortiz de Landázuri es innato, la fe –«la he tenido siempre y pido a Dios que ahora, cuando más la necesito, no me la quite»–.

Con su cáncer y su fe a cuestas, Eduardo Ortiz de Landázuri –don Eduardo, en los ambientes de la Universidad y de la Clínica Universitaria– considera ahora que la muerte, enemiga y compañera de tantos años de ejercicio de profesión, no es tan terrible cuando le toca a uno mismo. Y dice que, aunque le gustaría seguir en este mundo todavía cinco años más, acata y agradece la voluntad de Dios en quien siempre ha creído y confiado.

La vida de este hombre, catedrático de Universidad y médico internista, ha ido quedando en la Facultad de Medicina de las Universidades de Granada y Navarra, en los hospitales de San Carlos de Madrid, San Juan de Dios y San Cecilio en Granada y en la Clínica Universitaria de Navarra, de la que fue pionero. Su vida la exprimió atendiendo, recuerda, a unos quinientos mil enfermos para los cuales no supo de horarios –«a las 3 de la madrugada se puede salvar una vida y quizás a las 9 sólo puedes certificar una defunción»– y sí de atenciones y de hacer real una frase que hizo famosa en las clínicas por las que pasó –«el enfermo siempre tiene razón»– con la conciencia de que una conversación puede ayudar, más que un análisis, a establecer un diagnóstico.

Partidario de que el enfermo confíe en el médico, pide, de éstos el estudio suficientepara merecer la confianza y la dedicación sin prisaspara los pacientes –«una muerte se aceptará o dejará una espina clavada según el trato que haya dado el médico»–.

Ahora, en este otoño, cuenta que ha luchado por no dejar espinas clavadas. Por intentar ser buen médico y por intentar también santificar su trabajo, la meta de loshombres del Opus Dei , del que Eduardo Ortíz de Landázuri es miembro –«si no fuera por el Opus Dei, no sé que habría sido de mi vida»–. Y en este repaso a sus 73 años de vida, sigue Ortíz de Landázuri menos apegado al mundo y con el deseo aumentado que siempre, dice, rigió sus actuaciones –«mi único deseo ha sido y es el de ir al cielo»–.

Médico hasta que la enfermedad le apartó de los enfermos, Eduardo Ortíz de Landázuri ha contado a Inés Artajo, del Diario de Navarra, que no llegó a la Medicina por una especial vocación, sino por azar. La fama y el prestigio, sin embargo, fue tarea de miles de horas en una especialidad y no del azar.

Era 1958 cuando Ortíz de Landázuri, médico famoso, catedrático y vicerrector de la Universidad de Granada y ya miembro del Opus Dei, casado y padre de 7 hijos, cambió su forma de vida y su economía para asentarse en Pamplona –«lo que tú digas, me respondió mi mujer»–. Aquí, dice, sólo había ilusión y pocos medios para levantar una Facultad de Medicina reciéñ inaugurada y para crear un hospital universitario, la Clínica.

A1 llegar a Pamplona rechazó la posibilidad de abrir una consulta en la calle Carlos III, foco seguro de fama y dinero, y pidió un pequeño consultorio en la Facultad de Medicina, después ampliado al pabellón F, antes para tuberculosos, del Hospital de Navarra.

Desde entonces mismo, un hombre enfundado en una bata blanca pasaba días y noches sentado en las camas de los enfermos –«en el borde de una cama nace el diálogo y la confianza, tan esencial para un buen diagnóstico»–. Porque Ortízde Landázuri, durante 50 años, ha practicado la Medicina a su modo. Y ha sido la suya una forma de hacerla que rompía con los esquemas de los horarios y de las visitas exclusivamente técnicas, convencido de que la unidad de la enfermedad no es sólo física, sino que un diagnóstico y un tratamiento pasa por el conocimiento de la unidad individual de la persona.

Dicen de él que acudía dos veces diarias, como mínimo, a las habitaciones de los enfermos y que sus visitas eran de amigo. Y cuentan, él lo recuerda, que cualquier noche, con su bata blanca, acudía a revisar una cura, a plantear un «qué tal está» o a pasar consulta.

«Los enfermos necesitan atención, hay que estar pendiente de ellos. Y la misión del médico no es sólo curarlos. Hay que darles cariño, confianza y ganas de vivir, que a algunos les falta. Porque, aunque la medicina esté por encima de la voluntad de los hombres, unas ganas de vivir siempre ayudan .

Rosa W Echevarría preguntó al Dr. Ortíz de Landázuri, para Nuestro Tiempo, por el nacimiento del Opus Dei juntoa los enfermos.

–El Opus Dei nació en los barrios más pobres y en los ambientes más míseros de Madrid, entre los enfermos... Por eso, a mí me parece que en la mente del Fundador siempre estuvo presente la idea de que lo antes posible empezara en la Universidad de Navarra la Facultad de Medicina. Ahora, cuando se analiza cómo se llegó a ese objetivo, se queda tino verdaderamente perplejo. Vinieron varios colegas a estudiar el asunto, se habló con las autoridades y lo cierto es que las primeras impresiones no resultaban nada halagüeñas. Sin embargo, Monseñor Escrivá de Balaguer les animó a seguir adelante a pesar de todos los problemas que se presentaban.

Con una sonrisa, comenta don Eduardo el decidido empeño del primer Gran Canciller, cuando todo hacía suponer que la iniciativa de montar una Universidad constituía una locura genial. Así comenzó la íntima historia de la Universidad de Navarra, que llegó a constituir con el tiempo la prueba palpable de un inmenso y de un intenso acto de fe.

–La realidad es que se puso en marcha la Facultad de Medicina con un porvenir no muy claro. En este sentido, la Clínica Universitaria es depositaria de ese pensamiento del Fundador y por lo tanto no constituye una casual coincidencia en la marcha de la Universidad. Y en esas condiciones, cuando la Facultad de Medicina empieza su fase clínica, tuve la oportunidad de dejar de ser un observador para vivirlo desde dentro. Como por ósmosis, por decirlo de alguna manera, el espíritu del Fundador entra de raíz en la Facultad de Medicina y concretamente en la atención a los enfermos. Creo que casi antes de empezar la Universidad, ya estaba en su mente la idea de que había que acercarse a los enfermos. ¿Por qué? Porque él sabía, y esto es muy importante, que una de las fuerzas más importantes para la formación de la gente que trabajaba con él, era el contactocon los enfermos.

Por eso en opinión del Dr. Ortíz de Landázuri, la atención a los enfermos, además de constituir uno de los pilares fundamentales de la Clínica Universitaria, ha llegado a convertirse en la esencia de la propia enseñanza de la Medicina.

–¿De qué forma los enfermoshan influido de una manera personal en su vida?

–Creo que habría que preguntar si alguno de los enfermos que ha pasado a mi lado no ha dejado alguna huella en mí, ¡y cuidado que han pasado! Por eso comprendo muy bien que el Fundador del Opus Dei estuviera siempre tan cercano a los enfermos. En este sentido me impresionó mucho una conversación que tuve con Sor Engracia Echevarría, una monja del Hospital del Rey. Me hablaba de aquellos años tan duros, poco antes de la guerra... La comunidad se quedó totalmente sola, puesto que no había capellanes ni tenían asistencia sacerdotal. Entonces se encontraron con Monseñor Escrivá de Balaguer. Ella me contaba cómo les ayudaba... Cada vez que le llamaban por teléfono se dirigía inmediatamente andando desde Atocha hasta Chamartín porque no había medios de comunicación. Sólo unos tranvías blancos que funcionaban a detcrminadas horas.

Aquella conversación le ayudó a don Eduardo a descubrir muchos horizontes en su propia vida personal.

–Sor Engracia, que era la Superiora, me contaba que cuando tenían a un enfermo grave le llamaban a cualquier hora del día o de la noche para que le administrara los últimos sacramentos. Muchas veces me he preguntado o he considerado lo duro que tiene que ser que después de un intenso día de trabajo te llamen para ayudar a un moribundo del hospital, puesto que por aquellas circunstancias políticas no había ningún capellán. Claro, que para salvar a una persona y ayudarle a morir bien, merece la pena recorrer lo que haga falta. Sin embargo, en esas circunstancias la ayuda a los enfermos adquiría su máxima plenitud por el sacrificio y el riesgo que suponía.

Ortiz de Landázuri, al igual que Jiménez Díaz –volvemos al relato de Inés Artajo–, ha dejado una estela de eminencia en la Medicina Interna. Cuentan que su nombre atrajo a miles de enfermos a la Clínica Universitaria. Y dicen que la gente llegaba, además de por su fama, porque de boca en boca de pacientes y de familiares de enfermos corría el trato humano que daba el médico.

Confiesa Ortíz de Landázuri que para él todos los enfermos han sido iguales y que ni el dinero ni la posición social influían en su hacer. Porque para el médico estaba claro que a un rey no podía atendérsele mejor que a un enfermo pobre y porque él mismo atendía a los pobres enfermos como a reyes.

–La enfermedad no sabe de horarios ni de dinero, al igual que los buenos médicos. Qué me importaba a mí no cobrar a quien necesitaba curación. El dinero lo dejé cuando renuncié a hacerme rico en Granada. A quien no me ha podido pagar no he cobrado, y han sido muchos. Estoy contento por eso mismo.

Dice que no se ha hecho rico y que el poco dinero que tenía lo invirtió en pisos para sus hijos. Ahora, cuenta, guarda una pequeña cuantía para que su familia –«si los impuestos le dejan»– haga frente a la vida cuando le llegue la muerte.

De números, lo único que le importa ahora a Ortiz de Landázuri es conseguir dinero para la Universidad –«voy pidiéndolo a casas y empresas. Pedir es bonito, no me avergüenza, porque ves que la generosidad humana es grande»– y dice que tiene gracia para sacarlo.

Confiesa que éste es el encargo más bonito que le ha hecho el Opus Dei, a donde Ortíz de Landázuri llegó en 1952 a vivir el cristianismo mediante la santificación diaria en el trabajo.

Ciertamente nosoy más que un cristiano corriente que ha tratado de santificar su trabajo y que de no haber sido del Opus Dei ahora no daría dos duros por lo que hubiera podido ser mi vida.

Consciente de que hay santos de todas clases –«claro que se puede ir al cielo sin ser de la Obra, dice que a él le ha mejorado humana y espiritualmente –«quizá yo hubiera sido ahora un agnóstico»–. Comenta también que el Opus Dei cuenta con el reconocimiento de la gente y dice que él no ha visto odios hacia la Obra, que la gente la respeta y que, si acaso, se ha encontrado con gente recelosa por puro desconocimiento de lo que es –«algunos recelan porque piensan que quieres catequizarlos»–.

Añade el médico que para él ni la política ni la religión –«creo en la libertad»– le han sido impedimentos para curar a cualquier enfermo.

–Soy religioso y apolítico, pero respeto a los que son distintos. Me conformo con ser un hombre de orden y no digo que los que piensen distinto a mí sean gentes de desorden. Sólo que miran la vida de distinta forma.

Eduardo Ortíz de Landázuri reconoce que se encuentra relativamente bien –«aunque no soy lo que era hace cuatro meses, que estaba hecho un jabato»–, aunque las piernas, a las que, cuenta, en la vida cansó más que a la cabeza –«ahora se resienten más por el mal trato que les di»– no le obedezcan como antes.

–Tengo una afectación nerviosa, pero he procurado acostumbrarme a ellas, para aguantarlas el tiempo que Dios me conceda de vida.

Con esa serenidad que nace de sus palabras, apaciblemente y sin ninguna desesperación, y aún con la alegría de ver cumplida la voluntad de Dios, Ortíz de Landázuri prepara también a su familia para cuando él no esté –«me gustaría que no le faltara nada cuando yo me vaya»–. Y ahora como si todo estuviese lejos, les habla del lugar a donde irá. Primero a la tierra –«me da igual una sepultura, un nicho o la fosa común; no tengo dinero ni vanidad para ocupar un panteón»– y después al lugar al que, cuenta Eduardo Ortiz de Landázuri, siempre ha querido ir.

–Eso es lo único que de verdad me preocupa. Quiero ir al cielo. Sí, creo en el cielo. El lugar donde gozaré de la presencia de Dios. ¿Cómo? Mi mente es demasiado limitada para entenderlo y explicarlo. Pero allí quiera ir.

Y Ortíz de Landázuri, que cree también en el infierno y en el purgatorio –«desgraciadamente existen»espera, dice, que en la balanza final pesen más sus trabajos buenos, la santificación que buscó atendiendo y curando enfermos, que los errores humanos y profesionales que pudo tener.

–He intentado pasar por la vida haciendo el bien que he podido. Lo he intentado, pero no quiero que me digan que lo he conseguido, porque me asusta mi posible vanidad. Quiero ir al cielo y allí no hay sitio para los vanidosos.

Don Eduardo falleció en la mañana del 20 de mayo de 1985. Dos días después, Diario de Navarra publicaba una carta que se había recibido en el periódico bastantes meses antes. La firmaba un enfermo de cáncer y la dirigía al Dr. Ortiz de Landázuri. Los responsables del periódico tuvieron la delicadeza de publicarla cuando ninguno de los dos enfermos estaba ya en la tierra. El texto de la carta decía así: