3. El sacrificio de Abel

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

El 31 de marzo de 1935 el Fundador del Opus Dei dejó al Santísimo en el primer sagrario que tuvo la Obra, el de la Resi­dencia de estudiantes de Ferraz, 50. Nada más alquilar aquella casa, había elegido para oratorio la mejor habitación: una estan­cia relativamente grande, que tenía la entrada próxima al vestí­bulo principal, y que daba a un patio, también grande y tranqui­lo. Al principio sólo contaban con una mesa y un banco largo, que les habían regalado. Se mandó el banco a un carpintero, para que lo arreglara un poco y sacara de él dos pequeños. Sobre la mesa se puso un crucifijo y dos candeleros. Tenían también algún reclinatorio.

Poco a poco, a lo largo del curso 1934‑35, se fue completando todo lo necesario. Se encargó un altar con frontal liso, para adosarle una armadura de madera forrada con tela del color litúrgico del día. Con un damasco blanco se confeccionaron los primeros ornamentos. La casulla era de forma gótica, amplia; entonces solían usarse casullas de guitarra, pero don Josemaria había solicitado autorización ‑que le fue concedida‑ para usar casullas góticas. El fondo se decoró con una tela oscura de color verde oliva, de la misma anchura que el altar. Llegaba hasta el techo y continuaba ‑a modo de dosel‑ sobre el altar, según lo establecido cuando sobre un oratorio hay habitaciones destinadas a vivienda. Allí quería poner una imagen de la Virgen: la iba a hacer Jenaro Lázaro, que era escultor. Entretanto, se colocó un cuadro de los discípulos de Emaús, en el momento en que reconocen a Jesús, al partir el Pan.

Mientras se terminaba la instalación, don Josemaría gestionó personalmente, ante el Obispado de Madrid, el permiso para poder tener reservado el Santísimo. El párroco de San Marcos certificó que todo estaba conforme al Derecho canónico. El primer Sagrario, de madera dorada, fue prestado por unas religiosas, que no lo usaban en su convento.

Al Fundador del Opus Dei le ilusionaba tener al Señor en aquella primera residencia. Había fijado la fecha del 19 de marzo, fiesta de San José, para inaugurar el oratorio, pero no pudo ser, porque aún faltaban cosas: candeleros, vinajeras, atril, campanilla, bandeja para la comunión... Providencialmente, por aquellos días, el portero de la finca subió con un paquete, que contenía todo lo que faltaba. El director de la Residencia, don Ricardo Fernández Vallespín, quiso saber quién había dejado aquel regalo, pero no había dicho su nombre al portero. Al fin, el 31 de marzo, don Josemaría celebró la Santa Misa en Ferraz.

La historia se repetiría cientos de veces, en medio mundo. Aunque no hubiese dinero, lo mejor tenía que ser siempre para el oratorio. Una casa podía ser habitada de cualquier forma, durmiendo en el suelo si era necesario ‑y muchas veces lo era‑, pero primero había que instalar, y bien, el oratorio. En él no se tenía ningún acto litúrgico hasta que estuviera perfectamente terminado, con todo lo indispensable. El Fundador del Opus Dei no admitía excepciones. Siempre fue exigente en lo relacionado con el culto de Dios, evoca con cariño sor Isabel Martín, encargada de la capilla del Hospital del Rey, en los años treinta. Y a don Antonio Rodilla le recordaba a San Juan de Ribera, "que cifró el colmo del amor divino a los hombres en el Sacramento del Altar, y ardía en deseos irrealizables ‑sus lágrimas testigos‑ de contestar al Tibi post haec, fili mi, ultra quid faciam de Jesús en la Eucaristía, con otro ultra quid faciam de su generosidad para con el Santísimo Sacramento".

Don Saturnino Escudero, Beneficiado de la Catedral de León, le conoció hacia 1940 ó 1941 por motivos de trabajo, pues el Fundador del Opus Dei le encargó para un oratorio una tira bordada de oro, sobre terciopelo verde, con la inscripción Ubi caritas et amor, Deus ibi est. A don Saturnino le gustó mucho el lema: "iba muy bien para lo que él quería, y sobre todo para aquellos momentos de la postguerra en los que había todavía mucha desunión, mucho odio y rencores". En las conversaciones que tuvieron se le quedó bien grabado que don Josemaría "buscaba dignificar el arte sagrado. No le gustaban nada las decoraciones de cartón‑piedra tan frecuentes entonces, ni las figu­ras de `pacotilla'; prefería la sobriedad y sencillez con la autenti­cidad y dignidad. No había que regatear en las cosas del culto: había que dar a Dios lo mejor que se pudiera. Le gustaban los oratorios sobrios y buenos, que ayudaran a los fieles a acer­carse a Dios".

Por aquellos días le trató también don Abundio García Román, y se le grabó su insistencia en hablar de la Santa Misa, como centro y raíz de la vida interior: "Esto no era frecuente en aquellos años cuarenta en España. Y menos aún el cuidado y esmero en la Sagrada Liturgia". A don Abundio le impresionaba su pausa al celebrar, y que todos los asistentes participasen, dialogando la Misa: "Esto es digno de ser resaltado ahora, pues me parece que ha sido un precursor de las orientaciones que el Concilio Vaticano 11 ha formulado sobre la participación de los fieles en el Culto divino".

Miles de personas han podido comprobar en todo el mundo la fuerza espiritual que emanaba de ese modo de vivir la liturgia, que quedó resumido ‑brevísimamente‑ en estas consideracio­nes de Camino:

No me pongáis al culto imágenes `6de serie": prefiero un Santo Cristo de hierro tosco a esos Crucifijos de pasta repintada que parecen hechos de azúcar (Camino, 542).

Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo ‑mesa y ara‑, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta.

‑Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia? (Camino, 543).

Pocas páginas antes se lee:

Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. ‑Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco. ‑Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in me" ‑una buena obra ha hecho conmigo (Camino, 527).

Así lo vivió en sus cincuenta años de sacerdocio. En diversos momentos, he aludido a la Residencia de la calle de Jenner, de Madrid. El dinero era escaso, y los tiempos, difíciles, recién terminada la guerra en España, y en los comienzos de la mundial. Casi todos los muebles de la Residencia fueron trastos viejos arreglados cuidadosamente por los socios de la Obra y sus amigos. El poco dinero que había se invirtió en el oratorio, para que tuviese la debida dignidad. La mesa del altar, de madera, llevaba sobre el frontal una delgada y larga chapa de ébano. El Sagrario ‑también de madera‑ se revistió por dentro de tisú de oro. Los seis candeleros con pie de cruz, se hicieron con tubo corriente de hierro, igual que la lámpara del techo. Sólo el crucifijo se compró nuevo. Las paredes se cubrieron con arpillera plisada. Cerca del techo. la tela quedaba sostenida por un friso, con unas palabras (le los Hechos de los Apóstoles. También se hicieron allí. Primero, se dibujaron, y luego fueron vaciadas a mano, con gubias, y pintadas de rojo. Sobre el fondo claro de la tela y la madera color castaño, el conjunto era alegre y bonito, en su extrema sencillez. En Villaviciosa de Odón, cerca de Madrid, se conservan estas humildes tablas, trabajadas con cariño, como testimonio de la falta de medios alegre y digna de aquellos años y de siempre.

Igual sucedió con el oratorio de Diego de León, 14. El Fundador del Opus Dei eligió la mejor habitación de la casa para destinarla al Señor. La fe y el buen gusto superaron la escasez de recursos para instalarlo. Facilitaba el recogimiento junto al Señor. Es un oratorio ‑tan ligado a momentos decisivos en la historia del Opus Dei‑ que se conserva hoy prácticamente como entonces, aunque con los años se ha enriquecido poco a poco, siguiendo indicaciones precisas del propio Fundador del Opus Dei, para hacer lo que él hubiera hecho en 1941 de haber tenido medios.

Con la riqueza en los objetos del culto quería manifestar su cariño de enamorado. Los que se aman se regalan siempre objetos de valor ‑no sólo es cuestión de precio‑, para expresar así la medida de su amor: Los enamorados no se regalan trozos de hierro ni sacos de cemento, sino cosas preciosas: lo mejor que tienen: cuando ellos cambien, cambiaremos de parecer nosotros.

Esa riqueza en el culto muestra también espíritu de adoración a Dios, Señor soberano de la vida, al que se ofrece el sacrificio de Abel: lo mejor. Así lo enseñaba el Fundador del Opus Dei:

Leed la Sagrada Escritura, el Antiguo Testamento, y compro­baréis cómo Dios Nuestro Señor describe punto por punto la ornamentación del tabernáculo, la elaboración de los utensilios sagrados, y el modo de vestir de los sacerdotes, especialmente del Sumo Sacerdote. ;Hasta la ropa interior! Todo tenía que ser de oro u otros metales preciosos, y de telas finas, cuidadosamente trabajadas. (...) Y el Templo de Salomón no era más que la figura; no estaba Jesucristo real y verdaderamente presente, como se encuentra en nuestros altares y en nuestros Sagrarios. El sacerdocio de la antigua Ley no era más que una sombra del verdadero sacerdocio instituido por Cristo. Y, sin embargo, dice el Espíritu Santo: nolite tangere Christos meos! No maltratéis a mis Cristos, no profanéis las cosas santas. ;Es la voz del Señor que se defiende! Porque su sacerdocio transforma a quien lo recibe en otro Cristo: alter Christus, ipse Christus, y convierte en sagrado todo lo que se utiliza en la renovación del Santo Sacrificio de la Misa.

En junio de 1946 se puso el primer Sagrario del Opus Dei en Roma, en una pequeña casa de la Piazza de Cittá Leonina. Como siempre, el oratorio fue a la habitación más espaciosa del piso. El Sagrario, de madera, era un tabernáculo pobre, y Mons. Escrivá de Balaguer quiso que se adornara lo mejor posible. Poco tiempo después se consiguió la: que sería sede central del Opus Dei, y allí se construyeron oratorios y sagrarios más dignos.

Lo haría notar en 1957, al bendecir el oratorio del Consejo general de la Asociación y consagrar su altar, en una época en que el Opus Dei estaba en un completo desarrollo, extendiéndose por todo el mundo, con una maravillosa pobreza. En aquel oratorio se había puesto especial esmero, porque se tenían presentes a todos los socios de la Obra ‑solteros, casados, viudos, sacerdotes‑, que se han dado al Señor con todo su corazón, con toda su mente y con todas sus fuerzas, cumpliendo bien el mandato divino. Y añadía el Fundador: A Jesús le hemos preparado este tabernáculo, que es el más rico que hemos podido hacer.

Este modo de hacer suscitó siempre asombro. Una vez, en 1973, un joyero romano se negaba a dividir un broche de brillantes montados sobre platino:

‑Lo que me piden es un crimen. ¿Se dan cuenta de lo que quieren hacer? Esta joya tiene más de un siglo...

Pero cuando aquel joyero supo el destino de los brillantes, se puso a trabajar. Y no quiso cobrar nada.

Anécdotas semejantes han sucedido en muchos sitios distin­tos. Porque las piedras y los materiales preciosos que se utilizan para la confección de vasos y ornamentos suelen proceder de la generosidad de personas que entienden de delicadezas con el Señor, hasta desprenderse de una joya de familia para honrar a

Jesús, reparando así la insensibilidad e irreverencia con que muchos tratan los objetos del culto:

Da pena, hijos míos, ver cómo se tira por la ventana un tesoro de siglos. No por lo que tenga de valor humano, sino por lo que pierde el culto de Dios: en esplendor, en cariño, en sacrificio. Hay que enseñar a la gente que no se puede coger un vaso sagrado y dedicarlo a usos profanos, como no es decente transformar un confesonario en una cabina de teléfonos o en una jaula de pájaros. ¿En qué cabeza cabe transformar un sagrario en un bar o en una papelera: Es diabólicamente absurdo; hasta desde el punto de vista artístico denota muy mal gusto. Cada objeto litúrgico está hecho con un fin determinado, y hay que procurar que todos sigan cumpliendo su misión. Y, si es posible, enriqueciéndolos, llenándolos de amor.

No se cansó de repetir estas ideas. A veces, delante de miles de personas, como una mañana de domingo, en junio de 1974, en el Teatro Coliseo de Buenos Aires. Apenas había comenzado la conversación, cuando un hombre de aquella tierra, con la sonrisa en los labios, y un gesto de picardía, tomó la palabra:

‑En ocasión de ordenarse sacerdote un íntimo amigo mío, le regalé un cáliz de oro. Algunos amigos, católicos, me dijeron que ese regalo no tenía sentido social, o que carecía yo de sentido social. Por otra parte ‑y no se ría‑ en casa tenemos una perra muy buena, que nos cuesta bastante plata mantener. Ningún amigo mío me ha dicho que me falta sentido social por eso. Yo quisiera que usted me diga qué opina del cáliz y de la perra.

La gente que abarrotaba el teatro rió la pregunta. Y se quedó seria, y volvió a reír con la respuesta:

Yo, que celebro habitualmente con un cáliz de latón, querría usar todos los días un cáliz de oro, y me parecería poco. Dios te bendiga, porque has dado ese poquito de cariño tuyo al Señor. ;Has hecho muy bien! Te basta leer lo que el Señor disponía en el Viejo Testamento, y cómo todo tenía que ser de oro. ;Todo de oro! Ahora, cualquier cosa les parece demasiado para Nuestro Señor y demasiado poco para ellos. Algunos se han hecho egocén­tricos, miserables, no piensan más que en sí mismos. Y para

Nuestro Dios, quieren el sacrificio de Caín. Otra vez se repite la historia. El buen hijo sacrifica lo mejor, el oro, lo que pueda, lo que le cuesta. Los demás querrían darle el barro, la miseria. Y en cuanto al perrito, acuérdate de San Francisco de Asís. Y consuélate, y sigue haciéndole mimos a tu perra. ¿Por qué vamos a tratar mal a los animales? Si tú tienes corazón para un animal, yo sé que lo tienes más grande para un semejante tuyo. Que cualquier persona necesitada encuentre tu corazón abierto y tu mano dadivosa. Dios te bendiga.

No era la primera vez que Mons. Escrivá de Balaguer se refería a este cáliz de latón. Yo celebro todos los días ‑había comentado en otra ocasión‑, desde hace muchísimos años, con un cáliz que me costó trescientas pesetas. Le pasa un poco lo que a mí; la gente lo ve y dice: es de oro... Pero es pura apariencia. Cuando se desarma, con una sinceridad total, se lee en letras bien grandes: latón.

Todo el encanto de ese cáliz se debe a las manos que le dieron forma, y lo recubrieron de un finísimo baño de oro. Sin embargo, el orfebre tuvo la honradez de dejar constancia del metal corriente con que estaba hecho, en un lugar escondido, pero asequible. Acabó tan bien su obra, que a primera vista nadie ‑ni siquiera una persona entendida‑ pondría en duda la riqueza del vaso sagrado. Era preciso desarmarlo y verlo por dentro, para descubrirlo. Sólo la copa era de plata, según las disposiciones litúrgicas. Toda una lección de sinceridad, de naturalidad, de amor por lo auténtico y genuino, que al Fundador del Opus Dei movía también a la humildad: Cuando en la Santa Misa alzo el cáliz, después de la Consagración, veo en él una imagen de mi pobre vida: de las luchas, de las victorias y de las derrotas. Las victorias son suyas, de Cristo; y las derrotas son mías.

Con esa confianza en Dios, las miserias no pueden ser nunca ocasión de desasosiego o de tristeza. En las manos de Dios Padre, se aproxima uno a la lección de ese cáliz, que no desea engañar a nadie pareciendo de oro, porque a gritos dice: ;latón! Y surge el propósito:

Sed muy sinceros, hijos míos. No escondáis vuestras miserias en la dirección espiritual. Sólo así serán como joyas vuestras vidas, y se convertirá de verdad vuestro corazón en trono de Dios, que triunfará en vuestra flaqueza.

El corazón enamorado del Fundador del Opus Dei necesitaba mostrar su amor igual que los que se quieren en la tierra. No tenía ‑tantas veces lo dijo‑ un corazón distinto para Dios. Por eso, a título de ejemplo, cuando en Roma no había dinero ni para lo más necesario, no le faltaba, a la Virgen de la habitación donde trabajaba muchas horas al día, una rosa natural, manifes­tación externa de su cariño interior. La riqueza en las cosas del culto ‑se ve claro en las anécdotas aquí recogidas‑ era culmi­nación de un querer auténtico y delicado, al que todo parecía poco para la Persona amada: ¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios!... (Camino, 420).

Así lo enseñó siempre. Destinar lo mejor al culto es manifes­tación concreta de desprendimiento real de los bienes terrenos, de aceptación rendida del dominio divino sobre las cosas creadas, de espíritu de adoración y de piedad. Y le emocionaba, y agradecía, el esfuerzo que en todo el mundo personas del Opus Dei ponían para vivir esa finura de amor:

El Señor está muy contento, porque le tratáis con amor, cuidando con esmero y delicadeza las cosas del culto, donde procuramos destinar lo mejor que puede reunir esta bendita pobreza nuestra. Y Jesús tiene que estar contento también con ese trato personal íntimo, de cada uno de vosotros. ;Que Dios os bendiga!