2. Pobre de solemnidad

Extraído del libro "Apuntes" sobre San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp

El Fundador Dei Opus Dei vio siempre en la falta de medios materiales una muestra de predilección divina. En una ocasión dirigía en voz alta la meditación de un grupo de socios de la Obra, y les hacía considerar el pasaje evangélico del joven rico:

Vende cuanto tienes, dalo a los pobres... Hijos míos, el desprendimiento ‑¿veis?‑ es capital. Vosotros y yo no hemos hecho como aquel pobre muchacho: his ille auditis contristatus est, quia dives erat valde (Mc., X, 22); él, oyendo esto, se entristeció, porque era muy rico. Todos hemos dejado lo que teníamos, y a gusto, para seguir libremente al Señor. Lo mismo da que fuera mucho o que fuera poco, porque lo hemos dejado todo con igual intensidad: lo que teníamos y lo que puede llegar a tener una juventud maravillosa como la vuestra. Y con alegría, hijos; no queremos nada propio. Decídselo cada uno al Señor: Dios mío, por tu amor te doy todo, nada quiero mío, todo es tuyo.

Se refería luego, en aquella meditación, a la respuesta de Jesucristo a los discípulos de Juan el Bautista: "Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resu­citan, se anuncia el Evangelio a los pobres" (Mt., XI, 4‑S):

Hijos míos, habéis escuchado lo que nos dice el Señor; sus palabras a mí me remueven por dentro: luego amaremos el desasimiento, lo amaremos con predilección; porque cuando el espíritu de pobreza se resquebraja, es que va mal toda la vida interior.

El desprendimiento del Fundador del Opus Dei fue real, efectivo, hasta las últimas consecuencias. Eso sí, siempre con naturalidad, ocultándolo, porque ‑como enseñaba‑ la nuestra es una pobreza que no tiene voz para gritar "soy pobre"; se paladea con alegría. Da el Señor un gozo en aquel no tener, en aquel no alargar el brazo más que la manga. Se trata de vivir pobres y de sonreír, de que pase inadvertida nuestra condición, tanto en la salud como en la enfermedad.

Pero era tan real la falta de medios, que no dejó de ser advertida, a pesar de todo, por quienes le trataron más de cerca: siempre envuelta en un modo externo amable, propio de quien realiza su labor apostólica entre sus iguales los hombres, y entiende que el desprendimiento de lo material no es ni miseria, ni suciedad, ni pobretonería.

Así lo aprendió, en buena medida, como vimos, en el hogar de sus padres. Aún no había nacido el Opus Dei, pero Dios iba sembrando en el que había de ser su Fundador rasgos de su espíritu, entre ellos, la mentalidad laical como modo específico de enfocar la práctica de todas las virtudes cristianas.

El Fundador del Opus Dei pasó toda su vida careciendo hasta de lo más necesario y desprendido de todo, con naturalidad y ‑no es paradoja‑ sin ostentaciones. Vicente Hernando Bocos fue un día a visitarle a la residencia de la calle Larra en Madrid, porque don Josemaría estaba con un fuerte resfriado. Su habita­ción era elemental, y tenía "una mesa pobre con unos libros de rezos". Sin embargo, "el porte de don Josemaría en el vestir era elegante, limpio, correcto, de grata presencia". Se acompasaba con el modo de ser: "Me dio la impresión de ser un sacerdote que gozaba de la vida, siempre de muy buen humor y muy sencillo. Recuerdo que ya entonces se levantó alguna calumnia contra él, que nosotros cortamos enérgicamente".

En aquella época, en que tantas horas dedicó al Patronato de Enfermos, el Fundador del Opus Dei sufrió mucho al compro­bar, un día tras otro, las condiciones miserables en que vivía ‑y moría‑ la gente humilde de Madrid. No por eso perdió de vista que el sentido cristiano del desprendimiento va más allá de la pura carencia de medios. Lo resaltaría en 1972, al responder a una pregunta que le hicieron en el Instituto de Estudios Supe­riores de la Empresa, de Barcelona:

‑El hecho de manejar dinero, o de tenerlo, no quiere decir que se esté apegado a la riqueza. Te voy a poner un ejemplo. Conocí a un pobrecito que iba a un comedor de caridad, y no tenía siquiera la tarjeta que daban a los necesitados; acudía a recibir un poquito de lo que sobraba. Era un tiempo duro para el corazón de un cristiano: ver aquella gente con verdadera hambre. Para comer, todos llevaban sus cacharros. Él traía su puchero roto. Pero sacaba su cuchara de peltre, de la hondura de un bolsillo, y la miraba con satisfacción. Los otros no tenían cuchara. Se ve que pensaba: esto es mío, esto es mío. Y con su cuchara comía los garbanzos y el caldo que le daban. Después la volvía a mirar apasionadamente, como un avaro contempla las piedras preciosas. Le daba dos chupetones, y la guardaba de nuevo. ¡Era rico!

Pues también he tenido cerca de mí a una persona, a la que he querido mucho, y que indudablemente está en el cielo. Era Grande de España. Aun después de muerta, no diré más que su nombre propio, y porque es muy corriente: se llamaba María. En su casa tenía muebles estupendos, un gran servicio y mucha plata..., todo lo que es normal en una casa bien puesta y de abolengo. Y aquella pobrina gastaba en su persona menos que la última de sus sirvientas. Lo daba todo; soy testigo de su generosidad.

Sin la generosidad de muchas almas, no hubiera salido ade­lante el Opus Dei. Por supuesto, nunca su Fundador confundió la confianza en Dios con un providencialismo irresponsable. En los difíciles años de la Academia DYA, cuando proyectaba abrir la Residencia de estudiantes, no dejaba de hacer calcular minu­ciosamente todos los posibles gastos y los ingresos. Isidoro Zor­zano quizá ayudaría algo en estas previsiones económicas, durante sus viajes de Málaga a Madrid. Pero era don Josemaría ‑ro­deado como estaba de pobres y de enfermos‑ quien tenía que ir consiguiendo ayudas entre las personas que conocía en Madrid. Desde luego, no estaba dispuesto a retrasar la labor apostólica por no disponer de dinero: ya saldría.

Las dificultades económicas no le arredraban. Apenas podía con el piso de Luchana, y se decidió a poner en marcha la Resi­dencia de Ferraz, que comenzó después del verano de 1934. Con

el dinero de la venta del patrimonio familiar ‑en Fonz, Hues­ca‑, se pudo amueblar lo imprescindible, y comprar el menaje de cocina. La ropa de cama se consiguió a crédito en los Almacenes Simeón, de Madrid. El director de la Residencia recuerda que durante aquel primer curso 1934‑35 el dinero no llegaba, al fin de mes, para pagar los alquileres, ni las cuentas de la carni­cería o de los ultramarinos. Afortunadamente, el propietario de la casa, don Javier Bordiu, tuvo siempre paciencia. Era el propio don Josemaría quien iba a verle cada mes.

En aquel curso, lleno de apuros, la labor apostólica creció mucho. El Fundador del Opus Dei utilizaba para formar a los jóvenes estudiantes que iban por Ferraz las visitas a los pobres. Se hacían colectas entre los chicos, después de asistir a las clases de formación cristiana. Con ese dinero se organizaban luego, en pequeños grupos, visitas a gente desamparada, a la que se lleva­ba algún dinero, alguna golosina, el regalo de la compañía y el consuelo de un buen rato de conversación. Era un modo de con­tribuir a la maduración espiritual de aquellos estudiantes, algu­nos de los cuales ignoraban por completo la miseria en que vivían entonces en Madrid tantas personas.

Esas visitas a necesitados y enfermos forman parte insepara­ble del apostolado del Opus Dei en todo el mundo. Tienen un sentido profundamente humano y de caridad: llevan un poco de alegría y de cariño a personas que muchas veces apenas han oído nunca una palabra amable, ni han recibido la mirada de unos ojos amigos, ni el gesto fraternal de una asistencia cristiana.

Se ha desfigurado tanto ‑lamentaba el Fundador del Opus Dei en 1942‑ y se ha hecho tanta sátira de ciertas manifestaciones exteriores de la caridad benéfica, que a algunos les pare­cen arcaísmos determinadas obras propias del espíritu cristiano. Por eso quiero que entendáis bien ‑y que hagáis entender‑ el hondo significado sobrenatural y humano de estos medios, tal como los hemos vivido desde e1 principio.

Con estas visitas no se trataba, ni se trata, de resolver un problema social; sino de acercar a la gente joven al prójimo necesitado, para que vieran a Jesucristo en el pobre, en el enfer­mo, en el desvalido, en el que padece la soledad, en el que sufre, en el niño. Así aprenderían que hay que hacer una gran batalla contra la mis aria, contra la ignorancia, contra la enfermedad, contra el sufrimiento. El Fundador del Opus Dei veía claro que este contacto con la miseria o con la humana debilidad es una ocasión de la que suele valerse el Señor, para encender en un alma quién sabe qué deseos de generosidad y divinas aventuras. A la vez, sensibiliza a los más jóvenes, para que tengan siempre entrañas de justicia y de caridad.

A1 mismo tiempo, se rebelaba contra las deformaciones: No es justo que manifestaciones del auténtico espíritu cristiano que­den arrinconadas, porque algunos las han convertido en gesto ostentoso y frívolo, o en sedante para sus remordimientos de conciencia.

En fin, habría que hacer esa labor, incluso en los países más avanzados, pues siempre existirán estratos de población que su­fren el abandono de los demás:

Me atrevo a decir ‑añadía con fuerza, también en 1942­- que, cuando las circunstancias sociales parecen haber despejado de un ambiente 1a miseria, la pobreza o el dolor, precisamente entonces se hace más urgente esta agudeza de la caridad cristia­na, que sabe adivinar dónde hay necesidad de consuelo, en medio del aparente bienestar general.

En la actualidad, los Estados se preocupan, mediante institu­ciones de beneficencia, o de previsión, de aliviar las necesidades más primarias y de promover el progreso social. Sin embargo ‑prevenía Mons. Escrivá de Balaguer‑, la generalización de los remedios sociales contra las plagas del sufrimiento o de la indi­gencia ‑que hacen posible hoy alcanzar resultados humanita­rios, que en otros tiempos ni se soñaban‑, no podrá suplantar nunca, porque esos remedios sociales están en otro plano, la ternura eficaz ‑humana y sobrenatural‑ de este contacto inme­diato, personal, con el prójimo: con aquel pobre de un barrio cercano, con aquel otro enfermo que vive su dolor en un hospital inmenso; o con aquella otra persona ‑rica, quizá‑, que necesita un rato de afectuosa conversación, una amistad cristiana para su soledad, un amparo espiritual que remedie sus dudas y sus es­cepticismos.

Pero volvamos a 1934 y a la Residencia de Ferraz. La casa iba consiguiendo cierta prestancia, a base de suplir la falta de dinero con buen gusto, ingenio y muchas horas de trabajos manuales. Pronto fue realmente un hogar acogedor, como quería el Fun­dador de la Obra: Los hogares del Opus Dei son acogedores y limpios, nunca lujosos, aunque procuramos que tengan aquel mínimo de bienestar que se necesita para servir a Dios, para practicar las virtudes cristianas, para estar en condiciones de trabajar y para que se desarrolle, con dignidad y sin estridencias, la personalidad humana. Nuestras casas tienen la sencillez del hogar de Nazaret, que fue testigo de la vida oculta de Jesús, y el calor ‑humano y divino‑ del hogar de Betania, que el Señor santificó, buscando allí la amistad verdadera, la intimidad y la comprensión.

Cuando Pedro Casciaro fue por vez primera a Ferraz, 50, recibió ya en el vestíbulo una impresión grata: "No era un frío y destartalado `local', sino el vestíbulo de una casa de familia de clase media, más bien modesta, pero de buen gusto y, sobre todo, muy limpia".

El cuarto de trabajo de don Josemaría, de escasos metros cuadrados, no tenía más luz que la de una ventana abierta a un estrecho patio interior, y sólo dos muebles: una "cama turca" ‑que utilizaba muy de vez

da del Rector de Santa Isabel‑ en cuando, pues dormía en la vivien­da y un armario donde se guarda­ban los ornamentos litúrgicos. Además, su desprendimiento personal le llevaba a usar los zapatos ‑bien lustrados para que no parecieran viejos‑ que desechaban los residentes. De su so­tana decía en broma que tenía más bordados que un mantón de Manila. Sin embargo, llamaba la atención, porque la llevaba bien planchada, sin arrugas, limpia.

Luego vino la guerra de España. No es preciso insistir en que ‑como para tantos otros ciudadanos del país‑ aquel tiempo estuvo lleno de privaciones, de hambre auténtica.

La Hermana Ascensión Quiroga, Terciaria Capuchina, había conocido a don Josemaría en Madrid, durante la guerra. Con­siguió escapar, y en 1938, con otras monjas, formaba parte de la comunidad que, por iniciativa de Mons. Lauzurica, obispo de Vitoria, atendía a los sacerdotes. El obispo rogó al Fundador del Opus Dei que dirigiera unos ejercicios espirituales a aquella comunidad. Las pláticas les impresionaron: "los mejores ejerci­cios espirituales que he hecho en toda mi vida ‑ya larga‑ fue­ron aquellos que nos dirigió don Josemaría, en agosto de 1938".

A la vez testimonia que vivía con el más absoluto desprendi­miento de los bienes materiales: "Solo tenía una sotana, y en cierta ocasión, nos la dio para que se la cosiéramos; estaba hecha jirones; intentamos arreglársela lo mejor posible y con prisa, porque él se quedó en su habitación esperando a que terminá­semos. La ropa interior la tenia tan rota que no había modo de meter la aguja en un trozo de tela que no estuviese `pasado', hasta tal punto que la Madre Juana decidió comprarle dos mudas".

"Todas estas privaciones ‑añade‑ las llevaba con alegría; debía tener muy buen humor, aunque con nosotras, por la gra­vedad con que se comportaba, no lo manifestase, pero oíamos cómo se reían Monseñor Lauzurica y él cuando estaban juntos". Más adelante cuenta que a aquellos ejercicios asistió una herma­na mayor suya, Juana Quiroga, también Hermana en Religión: "Ella tiene especialmente grabada la actitud de don Josemaría, que nunca se preocupaba de sí mismo; de él no. Nada más de su santidad y de la santidad de los demás". La Hermana Ascensión se ocupaba, junto con la Hermana Elvira, de arreglar la habita­ción de don Josemaría, y manifiesta que nunca ha visto tanto orden, tanto cuidado en las cosas: "No se puede decir que fuese ordenado; era or‑de‑na‑di‑si‑mo".

"Estoy segura ‑continúa‑ de que muchas noches no dormía o ‑al menos a nuestro parecer‑ no dormía en la cama. En efecto: las sábanas estaban sin arrugas y, aunque él dejaba la cama destapada, como si la hubiera usado, nosotras nos dába­mos cuenta de que, si había dormido, no había sido en la cama. Creemos que se servía del duro suelo para descansar. Por otra parte, muchas noches le encontrábamos de rodillas, al pie del Sagrario, haciendo oración, hora tras hora. La Hermana Elvira recuerda que tomaba un simple dedo de café con leche diaria­mente como desayuno". Y la Hermana Regina afirma que el Fundador del Opus Dei "nunca tenía nada. Viajaba con un tin­tero lleno de agua bendita y con la cuchilla de afeitar".

El mismo espíritu, compatible con la dignidad externa, aparecerá también cuando se ponga en marcha la Residencia de la calle de Jenner, en 1939. Marciano Fernández López, que vivió allí, lo expresa con estas palabras: "El porte humano del Padre, del mismo modo que la instalación y ambiente de la Residencia ‑que era su reflejo‑, eran sin lujos, pero con gran decoro, lim­pieza, mucho gusto en las cosas materiales, que producían una impresión muy grata".

El espacio estaba realmente bien aprovechado. Muchos cono­cieron la habitación junto al vestíbulo, que servía de ampliación del oratorio, de botiquín, y de Secretaría de la residencia. Ade­más, tenía una cama, en la que dormía Isidoro Zorzano.

En enero de 1975, Mons. Escrivá de Balaguer pasó unos días en La Lloma, muy cerca de Valencia. Allí, rodeado de algunos socios de la Obra, recordó la primera casa que tuvo en Valencia:

Eran dos habitaciones y un pasillo. Una de las habitaciones estaba llena hasta los topes con la primera edición de Camino.

¡Quién iba a decir que se venderían, con los años, millares de ejemplares en más de treinta idiomas!

De todas formas, allí no se podía vivir; no había sitio.

Les habló de la única vez en su vida que se había puesto enfermo durante la Misa. A don Antonio Rodilla le habían rega­lado un cáliz y unos ornamentos, y quiso que los usara por vez primera. Al empezar el Evangelio, no pudo seguir. Asistía a esa Misa, comenzada en el altar de la Trinidad de la catedral de Valencia, Álvaro del Portillo, que, ayudado por otros, consiguió hacerle llegar hasta la sacristía:

Luego me llevaron a casa. Dormíamos sobre unos hierros y unas maderas, como en los cuarteles de antes, y no había más ropa que unas cortinas de balcón, todas estropeadas. De modo que también aquí hemos vivido en la pobreza, y la hemos com­partido en todo el mundo. En el Opus Dei nunca falta alguno que padezca verdadera miseria... No importa; está en el Opus Dei, y es feliz.

En la tertulia estaba don Álvaro del Portillo y se dirigió a él con una sonrisa:

‑Álvaro, estamos en la tierra del arróz. ¡Qué arroz nos ha­cíamos tú y yo, y alguno más! No comíamos otra cosa: en una chimenea poníamos unas jícaras de arroz y unas jícaras de agua. Y nos salía muy bien, ¿verdad?

‑Muy bien, sobre todo teniendo hambre, que es el mejor condimento.

‑Y no decíamos nada a nadie...

Aún se conserva el grueso capote, de tela áspera y color par­do, que llevó a aquel piso de la calle de Samaniego José Manuel Casas Torres. Lo había utilizado durante los años de campaña. El capote pasó después a la nueva Residencia, también en la calle de Samaniego, número 16. Era un caserón muy frío durante el invierno. En sus viajes a Valencia, el Fundador del Opus Dei solía utilizarlo para defenderse del frío, mientras daba un círcu­lo, o atendía la labor. Lo mismo hicieron luego, cuando tenían que permanecer muchas horas sentados frente a la mesa de tra­bajo de dirección, don Amadeo de Fuenmayor, don Justo Martí, don Pedro Casciaro o don Federico Suárez.

Un criterio que siempre ha enseñado Mons. Escrivá de Ba­laguer es elegir lo peor para uno mismo. Así lo practicó, por ejemplo, cuando se trasladó a Diego de León, 14, al comienzo de los años cuarenta.

El edificio era un viejo palacete de estilo francés, en el que se vivía con gran estrechez. Desde fuera podía dar una impresión contraria, sobre todo, si se miraba con mentalidad de vida reli­giosa, pues su aspecto nada tenía que ver con un convento. Además, con no poco esfuerzo, pudieron instalarse poco a poco, y dignamente, las habitaciones de las dos primeras plantas del chalet. Era ésta la zona de representación. El Fundador del Opus Dei recibía a las visitas en un despacho de la primera planta, decorado con prestancia: zócalo empanelado de madera, tresillo de cuero, mesa recia de líneas clásicas, cortinas amplias. Pero en el resto de la casa se sufría mucha penuria material, y la peor habitación era la suya. Había elegido un dormitorio, muy frío en el invierno, sofocante en el verano. Estaba en la tercera planta.

Al final, se impuso el cariño de los socios de la Obra, y aprovechando que estaba fuera de Madrid ‑dirigiendo un curso de retiro espiritual‑ trasladaron sus cosas a un cuarto mejor, en la segunda planta, que habían dejado libre.

Esta habitación era más amplia. Prácticamente se conserva ahora como entonces. Sigue ahí la pobre cama de metal en que dormía. Alguna vez le propusieron buscar otra mejor, y un poco más grande, pero siempre dijo que no. La usó por última vez en mayo de 1975, un mes antes de su muerte. A un lado hay un viejo escritorio, que llamaba siempre la pianola, porque tiene, en efec­to, todo el aire de las antiguas pianolas familiares. Entre otros motivos de decoración aparece un borriquillo, una fotografía hecha en la ordenación de los tres primeros sacerdotes de la Obra, un globo terráqueo, y un cuadro de San Pedro, de un pintor anónimo. El pintor había querido ilustrar la figura del Apóstol con un gallo, pero le había salido un pajarraco raro. Desde Roma, en febrero de 1948, Mons. Escrivá de Balaguer encargaría en la posdata de una carta: ¡Cómo me gustaría en­contrar convertido en gallo la perdiz de San Pedro que hay en mi cuarto! Al Apóstol tampoco le vendría mal un retoque...

Don Manuel Martínez Martínez le visitó un día en Diego de León, acompañando al P. Ballester, entonces Obispo de León: "Yo me quedé admirado de la austeridad con que vivían aquellos hombres; uno me parece que era secretario de ayuntamiento, otro era ingeniero; en fin, que eran personas de cierta categoría y por eso aquello me admiró más. Cuando salí me decía a mí mismo: ni un capuchino vive con la austeridad con que viven éstos". Cuando se iban, el Fundador de la Obra le pidió que no dijera nada de lo que había visto. "No quería ‑dedujo don Manuel Martínez‑ que se supiera la vida de austeridad que aquí llevaban, y por consiguiente que nadie pudiera comentarlo".

Don Vicente Pazos, hoy Consiliario del Opus Dei en Perú, vio, con motivo del traslado de la habitación, que su ropa y sus cosas de uso diario eran lo mínimo imprescindible. No le gustaba al Fundador del Opus Dei que estos detalles trascendieran. Pero sabía enseñar a los socios de la Obra todas las consecuencias prácticas que el desprendimiento de los bienes materiales debía tener en sus vidas: en circunstancias ordinarias, o en momentos extraordinarios, como, por ejemplo, en aquellos primeros años de

Roma, en que muchos ‑les decía‑ han pasado hambre conmi­go: no un día, ni dos, sino temporadas largas. No encendíamos la calefacción porque no teníamos ni un céntimo.

Carecían hasta de camas para dormir: Yo, muchas veces, me echaba junto a la puerta de la calle. Era uno de los sitios más distinguidos, pero entraba un frío y una humedad por las rendi­jas que había en las paredes...

Quienes han vivido allí le oyeron muchas veces subrayar el valor positivo de esta falta de medios: La tengo metida en lo más hondo de mi alma. Redunda en la vida de entrega y en la eficacia o ineficacia de nuestro apostolado. ¡Bendita pobreza! ¡Amadla!

Exigía a los socios del Opus Dei una disposición interior llena de visión sobrenatural, para vivir en este mundo con sentido realista, pero como peregrinos, que van de camino hacia la mo­rada eterna, y, por tanto, han de llenarse de un afán grande por vivir totalmente desprendidos de las cosas que usan; trabajando con rectitud de intención, sin un desordenado afán de lucro; amando, como venidas de las manos de Dios, las incomodidades, estrecheces y privaciones con que pueden encontrarse; preocu­pándose de contribuir personalmente, con su trabajo, a remediar la indigencia material y espiritual de tantas almas, abandonando en el Señor sus preocupaciones.

El desprendimiento del Fundador del Opus Dei llegaba a detalles aparentemente nimios, pero que denotaban una gran delicadeza. En un momento dado de su vida, durante los años treinta, notó que se apegaba a las estampas ‑ni una cosa de tan escaso valor quería tener como propia‑ que ponía en el breviario para señalar las páginas; años después contaría su reacción:

Me desprendí de las estampas y puse en su lugar unos trozos de cuartillas. Y al ver aquellos papeles en blanco, comencé a escribir: Ure igne Sancti Spiritus!... Los he usado durante mu­chos años, y cada vez que los leía, era como decirle al Santo Espíritu: ;Enciéndeme! ;Hazme una brasa!

En la vitrina de una de las habitaciones de la sede central de la Asociación, entre viejos regalos decorativos y recuerdos de familia, aparece una vulgar taza de loza, desportillada, con un roto grande y triangular en su borde. Fue Mons. Escrivá de Balaguer quien quiso que estuviera en aquella vitrina. La vio por primera vez en París, después de celebrar la Santa Misa, en uno de los Centros del Opus Dei, una mañana de 1955. Un grupo de socios de la Obra llevaban adelante los primeros años de labor. No tuvieron problemas para preparar el desayuno, pues el Padre tomaba siempre un poco de café sin azúcar, unas cuantas cucha­radas de leche y un trozo de pan. Las dificultades aparecieron con la vajilla, que no llegaba para todos, aunque estaban en aquella casa muy pocos. Tuvieron que poner en servicio una taza desportillada, rota, que trataron de encubrir disponiendo hábil­mente las servilletas. Fue a sentarse justamente en el lugar que correspondía a aquella taza. Y le dio alegría beber su café con leche en esa taza. Le hizo feliz la riqueza de estos socios de la Obra ‑profesores, médicos, ingenieros‑, y después de comer se puso un delantal de plástico, y les ayudó a lavar los cubiertos y vajilla, como en los tiempos de la Residencia de Ferraz:

A lo largo de estos veintiséis años ‑había dicho en la prima­vera de aquel 1955‑ en muchas ocasiones me he encontrado sin nada, en la carencia más absoluta y en la cerrazón más completa en el horizonte para encontrar nada, nada. Nos faltaba hasta lo más necesario. Pero ;qué alegría!, porque buscando el reino de Dios y su justicia, sabíamos que lo demás se nos daría por añadi­dura. Poniendo los medios para que no falte, ;que estén alegres mis hijos si alguna vez les falta algo!

Sin embargo, para el cristiano normal, el espíritu de pobreza no es sólo desprendimiento. Tiene también que saber usar los bienes humanos con rectitud, en servicio de los demás. No se limita a evitar crearse necesidades ni a llevar con alegría la falta de lo necesario: ha de practicar también la solidaridad con los hombres. Aprovechar al máximo su tiempo, empleándolo en beneficio de todos, es manifestación de desprendimiento: el tiem­po es un don de Dios, que tampoco le pertenece, que con fre­cuencia le falta, y debe por tanto hacer que rinda de veras, sin angustias ni ritmos vertiginosos, sin estériles precipitaciones, con auténtica eficacia humana y sobrenatural.

Este espíritu lleva también a cuidar las cosas que se usan, para que duren en servicio de Dios y de las almas. El Fundador del Opus Dei señalaba muchos detalles concretos, que materia­lizaban ese espíritu: arreglar lo que se estropea; poner un tope detrás de una puerta o ventana, para que no roce la pared; en­cender las luces necesarias, ni una más; colgar un cuadro con dos escarpias, para que esté bien fijo y no estropee la pintura...

Yo sufro ‑confiaba en una ocasión a un grupo de socios de la Obra‑ cuando veo que pasan muchos delante de un cuadro torcido, y que ninguno es capaz de ponerlo horizontal; y sufro cuando veo que salen todos de una habitación, y al marcharse no saben dejar cada cosa en su sitio. Las cosas están para usarlas; y si así se gastan o se rompen, bien. Pero que no sea por no cuidar­las. Hay que cuidarlas con un cariño viril. Se trata de hacer las cosas como una persona que tiene amor.

Este modo ‑humano y divino‑ de vivir el desprendimiento de los bienes materiales, hasta en los más mínimos detalles, tenía un modelo inequívoco: el padre, la madre de familia numerosa y pobre. Muchos socios de la Obra le han oído que cuando tú, en cualquier circunstancia, vaciles y no tengas con quién consultar, no olvides el criterio claro que os he dado: nosotros somos padres de familia numerosa y pobre. Verás como aciertas.

Así concebido, el amor a la sobriedad se fundamenta y deriva de la vibración interior. No es regla, ni economía, ni espíritu cicatero. Por eso no cabe separarla ‑como estamos viendo en la vida de Mons. Escrivá de Balaguer‑ de la magnanimidad para afrontar sin recursos humanos las empresas apostólicas que Dios pide. La atención a lo pequeño no es empequeñecimiento de miras. Todo lo contrario: manifiesta grandeza de corazón que, en su mucho querer, se fija en lo que al desamorado pasa inadver­tido.

Además, a la razón de amor se une un motivo de mentalidad laical. Una persona corriente ‑eso son los socios y asociadas del Opus Dei‑, que vive como los demás y usa los mismos medios que los demás, tiene que excederse, y mucho, para hacer rendir su trabajo, en servicio de todos. Igual en lo grande ‑contribuir, con los frutos de su trabajo, a remediar la indigencia, poniendo en marcha iniciativas de relieve‑, que en lo menudo ‑saber apro­vechar unos restos de comida, o escribir en papel ya impreso por la otra cara‑. En este sentido, advertía con humor Mons. Escri­vá de Balaguer que, cuando muriera, los socios de la Obra com­probarían que sus papeles únicamente no estaban escritos por el canto. Sin embargo, no enviaba una carta que no estuviera per­fectamente presentada, sin un error, sin una errata.

Enseñaba así con el ejemplo a practicar de veras el despren­dimiento, tal como Dios lo quería para el Opus Dei. En 1968 declaró a la directora de la revista Telva:

Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al desierto, como para e1 cristiano corrien­te que vive en medio de la sociedad humana, usando de los recursos de este mundo o careciendo de muchos de ellos.

Pero ‑añadía más adelante‑ pobreza no es miseria, y mu­cho menos suciedad; además, la pobreza no se define por la simple renuncia, especialmente cuando se trata de cristianos que viven en medio del mundo y tienen que dar testimonio explícito de amor al mundo, de solidaridad con los hombres. Se impone, pues, aprender a vivir la pobreza, para que no quede reducida a un ideal sobre el que se puede escribir mucho, pero que nadie realiza seriamente.

En concreto: Todo cristiano corriente tiene que hacer compatible, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradic­torios. Pobreza real, que se note y se toque ‑hecha de cosas concretas‑, que sea una profesión de fe en Dios, una manifesta­ción de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que había en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades.

El Fundador del Opus Dei seguía explicando que no quería dar reglas fijas ‑sólo unas orientaciones‑, porque lograr la síntesis entre esos dos aspectos es ‑en buena parte‑ cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momen­to, para encontrar en cada caso lo que Dios nos pide.

Esas líneas generales están recogidas en los nn. 110 y 111 del conocido libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, y contienen enfoques en verdad sugerentes, que evocan ‑una vez más‑ lo que ha sido previamente vivido, y apuntan interesantes consecuencias prácticas, algunas especialmente significativas en estos tiempos en que tantos se dejan arrastrar por la fiebre del consumo.

El Fundador del Opus Dei quería que los socios de la Obra vistieran con corrección, incluso con elegancia, cada uno dentro de su condición y de sus circunstancias personales, bien arregla­dos, los zapatos limpios, la ropa sin arrugas:

Recuerdo haber conocido a determinada persona, que le gustaba vestir bien: gastaba una enormidad en trajes; pero cuan­do llegaba a su casa, tiraba las prendas por cualquier lado, y explicaba así la razón: no soy yo para la ropa, sino que la ropa es para mí (...) Las cosas se deben gastar, sí, pero sabiendo que no hemos de maltratarlas, que es preciso hacerlas durar, porque no son nuestras: son un medio para nuestra santidad y para el apos­tolado.

Procuró siempre tener y usar la ropa que era necesaria. Hubo una época en que llevó solideo para compensar la edad que no tenía: ¡Dame, Señor, ochenta años de gravedad!, pidió con fre­cuencia. Después, para subrayar la secularidad propia del espí­ritu del Opus Dei, se puso algunas veces la sotana ribeteada de rojo y los demás distintivos propios de su condición de Prelado Doméstico. Años más tarde confesó que eso le resultaba mucho más duro que varios cilicios.

La sotana que vestía habitualmente en 1963 tenía entonces 18 años. Era francamente vieja, pero limpísima, digna. Con todos los botones: él mismo se los cosía, en cuanto amenazaban desprenderse. Toda una lección práctica para los socios de la Obra.

Se encontraba muy feliz dentro de su recosida sotana, pero, cuando era necesario ‑muy pocas veces‑, usaba los distintivos propios de su condición de Prelado, o los arreos ‑así decía‑ de Gran Canciller de una Universidad.

Con idéntico espíritu, en el que el desprendimiento de los bienes humanos o de los símbolos de honor nunca puede ser excusa para incumplir el propio deber, ejercitó en 1968 el dere­cho a rehabilitar, con la mira puesta en su familia, el Marquesa­do de Peralta, concedido en 1718 a un antepasado directo suyo, don Tomás de Peralta, Secretario de Estado de Guerra y Justicia en el reino de Nápoles.

Esta heroica decisión, que más de uno ha valorado muy su­perficialmente, encierra también lecciones de honda riqueza humana y cristiana, que algún día será necesario exponer en toda su extensión. Me parece que, para el propósito de estas páginas, basta apuntar que Mons. Escrivá de Balaguer era muy consciente de las críticas que su petición iba a suscitar, pero tenía certeza moral de que era el único miembro de la familia que podía promover el expediente jurídico de rehabilitación, para que efec­tivamente ese título nobiliario volviera a formar parte del patri­monio familiar.

Como siempre, el Fundador del Opus Dei hizo lo que en conciencia debía, después de haber pedido consejo a algunos de los Cardenales que en la Curia Romana gozaban de mayor fama de prudencia, y a la Secretaría de Estado del Santo Padre. Se trató, como digo, de un acto verdaderamente heroico, porque no se le ocultaban las habladurías y las susurraciones a las que se prestaba, y de las que prescindió por completo. Cuatro años des­pués, cedió a su único hermano vivo, Santiago, ese título, que él nunca llegó a usar.

Al "limpio resplandor de un corazón pobre, no instalado, desprendido, abierto a todos, saturado de confianza en Dios en medio de las mayores pruebas", se refirió el Cardenal Primado de Toledo en el artículo que publicó en el ABC de Madrid: "Ésta es la pobreza evangélica auténtica, aunque el que así la vive se dedique a movilizar todos los recursos imaginables para servir a Dios y a los hombres. Acaso esté aquí el secreto que explica algo de su vida".

Mons. Escrivá de Balaguer vivió y murió en el más estricto desprendimiento de los bienes materiales. Poco tiempo antes de que Dios le llamase, contaba un día a los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz que esa mañana había dicho a los miembros del Consejo General de la Asociación:

Hoy me he dado cuenta de que continúo siendo pobre de solemnidad. No sólo porque llevo esta sotana vieja, pues podría ponerme otra mejor que tengo, sino porque no puedo hacer lo que hace una persona de mi edad, en cualquier país más o menos civilizado. Hay obreros de mi edad, ya retirados, que disfrutan tranquilamente de su pensión; y si una noche no duermen ‑que es lo que me ha pasado hoy a mí: por eso he tenido ocasión de rezar más‑, se quedan en la cama un poquito más por la maña­na. En cambio, yo estoy aquí, con vosotros, y mucho mejor que en la cama. Pero me he dado cuenta, de que efectivamente, soy todavía ‑a la vuelta de medio siglo de sacerdocio‑ pobre de solemnidad.